ALTAR (MÉXICO).– Altar se ha convertido desde hace años en punto caliente para llegar al paraíso. Distante unos 100 kilómetros en línea recta de la raya fronteriza no hay carretera totalmente asfaltada directa desde el pueblo a ella. La “oficial” tiene unos últimos kilómetros de terracería y es poco transitada. Hay, además, una pista campestre, solo apta para vehículos todoterreno, que cruza un terreno árido pero no desértico trufado de ranchos que sirven de refugio temporal para los compradores de mochilas mimetizadas en su periplo al paraíso gringo.
Antes del intento, los que tienen quien les espere al otro lado se acercan medrosamente a una cabina de la fronteriza Sásabe para avisar de que llegan. “Ésa caseta (cabina) es la que más recauda de todo México. Lo sé porque me lo ha dicho un gerente de [la compañía telefónica] Telcel”, asegura alguien que conoce el paño. Desde ella hacen “la última llamada: 'ya llego'. O la primera: 'Pues me regresaron'”, bromea.
Si consiguen pasar al otro lado, la zona peligrosa controlada por la Border Patrol “gringa” es mínima. La reserva de los indios pápagos, ya en Arizona, es territorio casi autónomo donde la policía no puede entrar así porque sí. Los pápagos hacen la vista gorda o prestan una ayudita, si hace falta. Cobrando también, claro. Precio que la mayoría de migrantes aceptan de buen grado para salvar el último gran escollo que les queda antes de arribar a terreno gringo habitado: el desierto de Arizona.
Eso cuenta en Caborca, veinte kilómetros al noreste de Altar, una fuente sabedora de que puede hablar porque su nombre no será publicado. “Los gringos se quedaron con el territorio, pero también con los indios y el desierto. Y ahora el señor les castiga”, ironiza refiriéndose a la anexión de los ahora estados fronterizos, otrora tierras mexicanas, de California, Arizona, Nuevo México y Texas
La misma fuente asegura que el “cinismo social” se ha enseñoreado de la zona. “Todos sabemos acá quién es quien”, incluso en Caborca, que tiene unos sesenta mil habitantes, casi nueve veces más que Altar. De Caborca son, por pura proporción demográfica, la mayoría de “burreros” y de “polleros” que operan en la zona. Los primeros se dedican a la droga. Los segundos, a los migrantes. También les dicen “coyotes”. Por algo será. La violencia solo estalla cuando unos y otros pugnan por controlar la misma zona de frontera. O cuando mafias de otras zonas intentan asentarse.
Aunque también hay disputas puramente locales. Como la balacera que recibió a quien esto escribe el lunes por la tarde a la entrada de Pitiquito, un municipio algo más peqeño que Altar a medio camino entre éste y Caborca. “Son jalonazos habituales. No ha habido ni heridos, creo”, comentaba el párroco Claudio Murrieta ––mismo apellido que el legendario El Zorro, quien campeó por la zona hace siglo y medio––, mientras ultimaba los preparativos de la fiesta de vísperas del patrono San Diego, que da nombre a su parroquia, que se iba a celebrar esa noche y fue preludio de la romería del martes por la tarde. “Esto es tranquilo, pero estamos muy cerca de Altar”, explicaba restando importancia al incidente.
Si el jesuita español Eusebio Francisco Kino, fundador de Caborca y Pitiquito en el siglo XVII, levantara la cabeza no le gustaría nada ver que la que ahora se conoce como Ruta de las Misiones se ve interrumpida en zonas no transitables, porque están controladas por las mafias. Quizá sea menos fácil colegir qué reacción tendría ante lo que ocurre ahora en la zona el capitán Bernardo de Urrea, que fundó Altar como presidio militar un siglo después.
La carretera de Altar a Tubutama, por la que se podían ver algunas de las antiguas misiones más interesantes, ya no es accesible para todo el mundo. La controlan las mafias, como se llama acá a los habitualmente denominados “carteles” en la prensa mexicana y mundial. Están por todos lados y tienen sus feudos bien delimitados y controlados a este lado de la frontera, especialmente desde que la inmigración y la droga se convirtieron en negocio organizado en la zona de Altar, hace alrededor de diez años.
Desde entonces, la abulia oficial, la actitud casi general de mirar hacia otro lado y la ausencia de una sociedad civil estructurada ha dejado la “protección” de los migrantes en manos de quienes hacen negocio con ellos. Solo alguna institución cristiana, como el Centro Comunitario de Atención al Migrante y Necesitado (CCAMYN), en Altar, da cobijo, comida, consejos y consuelo a los miles de migrantes que quieren pasar la línea con Arizona. Varios miembros de la Cruz Roja, se supone que Internacional, piden donaciones, hucha en mano, en un paso a nivel ferroviario, unos veinte kilómetros al sureste de Altar, camino de Santa Ana.
Pero la institución no es visible en la zona a pesar de la gravedad del problema migratorio, aumentada en los últimos diez años por la irrupción del tráfico de droga y su violencia aguda asociada. Las muertes de migrantes registradas en los últimos diez años en la larga frontera de 3.500 kilómetros entre México y Estados Unidos han sido "sólo" de unas 3.500, según informó la Agencia para la Protección de Aduanas y Fronteras (CBP, por sus siglas en inglés) estadounidense el pasado mes de abril. La Secretaría de Relaciones Exteriores mexicana contrapuso a ese número su propio cálculo de casi 5.500. Nada que ver con la realidad, que es mucho más dura, creen quienes trabajan día a día con los viajeros ilegales del lado sur de la línea.