Ni siquiera ha sido el primero en ir a hacerse la foto una vez que parecía que los fuegos podrían controlarse. El ministro de Agricultura, Miguel Arias Cañete ha llegado tarde. Estaba clamorosamente en otras ocupaciones. Se ha notado mucho no solo por cuestión de oportunidad, de la necesidad de mostrar que se ponía al pie del cañón desde el primer momento, sino también porque los grandes incendios que aún queman montes en Valencia, donde ha muerto una persona y han ardido ya 50.000 hectáreas, Albacete y Murcia presagian lo peor: aparecieron con la primera ola de calor del verano recién estrenado.
Quedan casi tres meses por delante. Y el ministro, distraído. Tanto como que no ha rechistado sobre el recorte que las Comunidades Autónomas afectadas dieron en sus presupuestos a la conservación de los bosques. Tuvimos hace dos meses una especie de aperitivo de la que se podía avecinar, en un año hidrológico tan seco como está siendo este, con el fuego en el valle de Castanesa, en Pirineos, que costó semanas controlarlo a pesar de que el verano climático estaba lejos.
Es descorazonador referirse a cosas ya dichas como la máxima de que los incendios del verano se apagan en invierno. Pero esa es la realidad. Incluso antes de los recortes presupuestarios, nuestros montes y bosques están dejados de la mano de dios, si existiera o como una prueba más de que no lo hay. La crisis económica ha provocado que el mantenimiento de los montes y bosques haya pasado del segundo plano en el que estaba en tiempos de bonanza a un cuarto o quinto. Las administraciones decidieron que la limpieza de la montaña era cosa inasumible económicamente. Salvo honrosas excepciones que se pueden ver todavía en algunos montes municipales.
Ni siquiera la carestía energética ha impulsado la limpieza de los bosques para usar como biomasa los materiales leñosos que se convierten en yesca con una sola chispa. Otra cruz que poner en la casilla del debe de las administraciones. Hay casos ridículos que se hacen espeluznantes. Por ejemplo, que el Consejo Asesor de Medio Ambiente de la Región de Murcia ha estado tres años sin reunirse a pesar de las demandas ecologistas. Ahora, mientras muchos se esfuerzan y se juegan la vida en el intento de extinción de los incendios, se buscan responsables de sus orígenes. Y como buenos tontos que ponen su mirada en el dedo en vez de en la luna, se señalan la negligencia o la mala fe como causa primordial.
Se está viendo en el juicio a tres excursionistas acusados de la tragedia ígnea de Guadalajara de hace siete años que mató a 11 brigadistas. Posiblemente, fue la negligencia en el cuidado de una barbacoa la causa de aquel tremendo fuego, que ya ha sido superado en superficie quemada por el de Valencia, por cierto. Pero habrá que plantearse por qué razón no están radicalmente prohibidas las barbacoas en zonas rústicas o boscosas o incluso cómo es que existen en muchos espacios naturales, protegidos y no protegidos, pequeños hogares para que los romeros, excursionistas, paseantes o turistas se asen a la brasa sus propias viandas.
Se aplica aquí el mismo principio de irresponsabilidad de que hacen gala los diferentes niveles administrativos. Dejando aparte los fuegos intencionados, que son una pequeña proporción del total, se insiste en las irresponsabilidades y en las negligencias como causa de los fuegos en vez de poner el acento en la inexistencia del trabajo forestal preventivo que corresponde a ayuntamientos y comunidades autónomas, pero también a la administración central o, incluso, a particulares dueños de montes. Y se olvidan las facilidades que se dan a los desavisados poniendo a su disposición esos bonitos grupos de hogares de piedra diseminados en nuestros bosques. Todo esto también son irresponsabilidades y negligencias. Pero de servidores públicos, no de particulares estultos.
Quizá a los tres imprudentes supuestamente causantes del incendio de Guadalajara en el que murieron once personas y ardieron 13.000 hectáreas les caiga una sentencia ejemplar. Pero habría que extender el ejemplo a los responsables de las administraciones que permiten que nuestros montes sean terreno abonado para que ocurran tan desproporcionadas tragedias. Porque no son ni responsables ni eficientes.
Desde hace décadas, nos hemos reconvertido en urbanitas voluntarios y, a veces, forzados. Y empezamos a vivir de espaldas al monte. Así nos va.