Parece como si la aguda crisis fuera propicia a la aparición de nuevos mantras que adquieren rápidamente carta de naturaleza social y se instalan cómodamente en el imaginario popular sin que nada ni nadie los ponga en duda. Ni siquiera cuando se superponen avasalladoramente a certezas anteriormente establecidas.
En donde estamos, con tasas de récord histórico y creciente de desempleo, acompañado de una presupuestada caída sin precedentes de la inversión pública –todo sea por la reducción del déficit–, disponemos cada vez de más ejemplos de cánticos sobre las excelsas bondades de determinados proyectos, a pesar de sus impactos destructores de la naturaleza y creadores de otras cosas, simplemente porque crearían puestos de trabajo. A veces sería por miles. Y gracias a inversiones que para otras cosas no se darían, se dice.
El último caso conocido llega de Mallorca, donde el gobernante Partido Popular justifica la luz verde inicial a la construcción de un enorme complejo hotelero junto a la playa natural de Es Trenc. 120 millones de inversión y mil puestos de trabajo justifican la presión urbanística y ambiental que un establecimiento de 1.200 plazas llevaría sobre ese trozo de costa hasta ahora inmaculado.
De este mantra, que sirve para quitar de en medio todo lo que se pueda quitar si hay inversión y puestos de trabajo en perspectiva, participan también el PSOE y los dos sindicatos mayoritarios. En el caso mallorquín mencionado, el anterior gobierno del Pacto de Progreso encabezado por los socialistas no hizo nada para impedir que en el futuro, es decir, ahora, alguien pudiera urbanizar junto a Es Trenc.
Sobran ejemplos. El de Mallorca puede ser el más reciente. El más clamoroso es la disputa indecente entre Madrid y Barcelona, Barcelona y Madrid, por dar cabida al llamado Las Vegas europeo del magnate Sheldon Adelson, cuyas similitudes con los fundadores del auténtico Las Vegas no hace falta volver a traer a colación.
Eurovegas, o sus promotores, comenzaron por poner sus ojos en terrenos de alto valor ecológico, en el caso barcelonés, situados junto al Delta del Llobregat. Los argumentos en defensa de ese entorno natural no fueron tenidos en cuenta por la Generalitat. Al final, la seguridad de los vuelos del aeropuerto de El Prat es la razón que llevaría la supuesta macroinversión a Alcorcón o al municipio de Madrid.
El alcalde de la localidad satelital madrileña tenía claro que, si Eurovegas dejaba al municipio sin ninguno de sus 14.000 parados, no habría inconveniente para su instalación. Daba igual que se supeditara para siempre todo el planeamiento urbanístico y territorial, ambiental a fin de cuentas, a las necesidades de la inversión.
Desde la Comunidad de Madrid van saliendo reiterados mensajes de que el emporio de Adelson tendrá que pagar los impuestos que deba, dentro de un orden, ajustarse a las normativas y respetar las normas laborales españolas. Sobre estas últimas acabamos de tener reiterados ejemplos, del PSOE primero y del PP después, de que se estiran, se encogen y se cambian a voluntad del gobernante. Así que lo que está por ver es a qué tipo de desregulación fiscal y laboral habrá de adaptarse Eurovegas si finalmente se instala.
Nadie, salvo cuatro ecologistas agoreros que todos sabemos ya quiénes y cómo son, parece acordarse del reciente fiasco aragonés con la supuesta instalación en Los Monegros del algo muy parecido a lo que Adelson pretende. Ni tampoco de otros asuntillos menores, como la jibarización aun antes de poner la primera piedra de un fantasmal Paramount Park en tierras de Alhama de Murcia. Otro mantra, este de cine, con el que algunos pasan de la meditación al trance, visionando los miles de euros que caerán cual maná sobre el desierto gracias al supuesto trabajo derivado de otra no menos supuesta inversión. Y recordemos cómo funcionan el alicantino Terra Mítica, el madrileño de la Warner o, incluso, el decano tarraconense Port Aventura.
No se puede quedar en el tintero el otro rubro en que el mantra de la inversión totalmente beneficiosa porque crea trabajo se usa a troche y moche. A pesar de que las destrucciones costeras que conllevan son razón suficiente para desecharlas, las ampliaciones de puertos en España gozan de fervor especial. Da igual que, afortunadamente, alguna se haya ido al garete en cuanto se conoció la Declaración de Impacto Ambiental ministerial, caso de Tarifa.
En el informe "Destrucción a Toda Costa 2011" de Greenpeace, hecho público el verano pasado, ya se advertía de que 20 de los 28 puertos industriales estatales tenían, y siguen teniendo, planes de ampliaciones mastodónticas. Peligro de “burbuja infraestructural”, alertaba.
Se trata, en la mayoría de los casos, de ofrecer plataformas al tráfico de contenedores procedente sobre todo de Oriente, y especialmente de China. Ya quedó explicado en la “Gomorra” de Roberto Saviano lo que ese tráfico puede deparar a determinadas ciudades. Pero al margen de eso, sabemos fehacientemente a qué queda reducida la costa cuando se acometen obras de ese tipo. Algunas son de dudosa utilidad y rentabilidad. Y nula sostenibilidad, pues la presión, cuando no la destrucción, sobre el entorno está garantizada, como en el caso del complejo hotelero mallorquín de Es Trenc.