Cada día pasado en Burundi y Rwanda este verano he recordado a aquel Marlow que se adentra en la selva siguiendo el río Congo en busca de Kurtz, semidios agrandado por Joseph Conrad (1899-1924) en su mítica novela El corazón de las tinieblas, libro magistral que sirve aquí de disculpa para dar nombre a este artículo. Kurtz murió pronunciando la enigmática frase “¡El horror! ¡El horror!” delante de Marlow y ésta frase, como un estigma, me ha acompañado cada hora vivida en una región en la que se perpetró, justo ahora hace 20 años, uno de los mayores genocidios que se recuerdan. Se calcula que entre ambos países murieron más de un millón de tutsis asesinados a machetazos por los hutus; sólo en Ruanda la cifra estimada es de 800.000 asesinatos en apenas tres meses.
Pero esto es historia, aunque las heridas parezcan recientes. Ahora toca hablar de la realidad. Y la realidad es que esta región de lagos tan grandes como mares (Tanganica, Kivu, Victoria) y hermosas montañas —la Suiza africana la llaman— siguen viviendo en el infierno.
Burundi es un pequeño país de 27.834 kilómetros cuadrados y 11 millones de habitantes. Galicia, para hacerse una idea, tiene 1.723 kilómetros cuadrados más y sólo 2.766.000 habitantes. Es decir, la primera sensación que se tiene al viajar por Burundi es que en el país “no cabe más gente”. El 54% de la población tiene menos de 15 años y la media de hijos por familia ronda los 9, pero las innumerables religiones —católica, musulmana, adventista, anglicana, baptista, metodistas, etcétera— que predican sus credos allí instan a la libre concepción o se inhiben, como hace el Gobierno —que deja hacer—, mientras cada día son más las voces que claman que es necesario tomar medidas urgentes de control de natalidad, pues la eclosión demográfica es un bomba que un día va a estallar.
Mientras tanto, la miseria devora a los burundeses. El 90% de la población vive con menos de dos euros al día y el 59% con menos de uno. El salario medio no llega a los 20 € al mes. En el último Informe sobre Desarrollo Humano 2014 publicado por Naciones Unidas, Burundi ocupa el lugar 180 —España, el 27— de los 187 países que aparecen en la lista. Sólo, por este orden, Burkina Faso, Eritrea, Sierra Leona, Chad, República Centroafricana, RD del Congo y Níger, que ocupa el último lugar, le superan en este ranking de pobreza.
Hay otros datos escalofriantes (la esperanza de vida es de 54 años, el analfabetismo supera el 38% y la tasa de escolarización no pasa del 64%.), y otros, también, que dan qué pensar; como que el 52% de su presupuesto lo cubren donaciones extranjeras. ¿Es viable un país que no tiene recursos ni para cubrir tan siquiera el 50% de su presupuesto? Probablemente lo sería si hubiese justicia; si su riqueza se distribuyese mejor, si no hubiese corrupción... Pero ésta, la corrupción, es la bandera que impera en Burundi. El dinero que entra a mansalva de los países donantes de la Unión Europea y de otros se escurre como el agua entre los dedos de sus gobernantes, sin que se sepa a dónde va. Y esto se traduce en la más completa miseria: la mayoría de la gente come una sola vez al día (si come) y los servicios sociales (salud, educación), en general, brillan por su ausencia.
Otras necesidades, como la de disponer de herramientas para hacer mejor los trabajos industriales y agrícolas —Burundi es un país eminentemente agrícola: bananas, mandioca, arroz, té y café son sus principales cultivos— tampoco están mínimamente cubiertas. Resulta dolorosamente patético descubrir a grupos de mujeres que arrancan, sí, arrancan el trigo por no disponer de una hoz para segarlo, lo amontonan a la puerta de sus casas y luego, sentadas en el suelo, recolectan las espigas una a una. Junto a las carreteras es frecuente encontrarse a personas (niños sobre todo), rompiendo a martillazos grandes piedras que luego se usarán como grava, cuando se eche el asfalto. ¿Y qué decir del transporte, tan necesario para el desarrollo? Si se trata de llevar algo cerca o a algunos kilómetros... el mejor medio es la cabeza.
Las mujeres soportan todo lo imaginable sobre sus cabezas. Además de llevar, generalmente, un niño a la espalda, cargan con grandes mazorcas de bananas, cestos gigantes a rebosar de alimentos, sacos de lo que sea... Es lo normal. Pero si alguien dispone de una bicicleta... —¡En Burundi la bicicleta es el vehículo nacional por excelencia y quien tiene una bici se considerará casi rico!— podrá montar una industria boyante dedicada al transporte de lo que haga falta. Desde llevar a tres, cuatro personas a la vez, hasta transportar muebles, puertas, ladrillos, tejas, troncos, sacos de carbón, animales...
Este es Burundi; un lugar olvidado del mundo donde, sin embargo, el hormiguero de la cooperación internacional campa a sus anchas. Prácticamente, no hay cartel entre los miles de ellos sembrados por todo el país, que no anuncie un proyecto patrocinado por un país rico. Nadie quiere perderse, parece, esta “fiesta de la cooperación”. Aunque los resultados, por lo que se ve, no sean tan óptimos como sería deseable. Todos los indicadores de desarrollo social y humano cotejados en los últimos años por organismos e instituciones internacionales (OMS, FAO, Intermon Oxfam, etc.) indican que se han estancado o han ido a peor. Este hermoso país, tejido de montañas y valles, cubierto de una alfombra verde gran parte del año, esquilmado en sus bosques autóctonos y repoblado todo él de eucaliptos hasta hacer daño a la vista, sigue encaminándose, si alguien no lo remedia, hacia un nuevo horror.
Y es aquí cuando toca hablar de política. Porque la política en Burundi es un argumento muy endeble, casi cogido con alfileres, que en cualquier momento puede hacer crack, ¡crack!, y ser sustituido por el más prosaico de las armas. El país está gobernado por Pierre Nkurunziza, un exlíder guerrillero hutu, que lleva dos legislaturas (desde 2005) en el poder, y al que parece que ahora sólo le interese el fútbol. Todas las tardes, en torno a las cuatro, el ínclito presidente corta el tráfico de las calles que comunican el palacio presidencial con su campo de fútbol privado, junto al lago Tanganyca, para jugar unas horas con sus amigos. Lo insólito de este esperpento, que tanto da que hablar en la capital, Bujumbura, es que “el partido no concluye hasta que el sportif presidente no mete un gol”, aseguran sus detractores.
Pero, al margen de anécdotas, la realidad es que la paz cada día es más débil. Un reciente informe de Amnistía Internacional que se hacía, a su vez, eco de otro similar de la misión de paz que la ONU tiene en Burundi —“confidencial hasta que alguien, interesado, en Nueva York, lo filtró”, según fuentes del propio organismo— fue difundido por la prensa en julio pasado, logrando con ello que saltaran todas las alarmas del país. En él se denuncia la creación de milicias armadas por parte del partido del gobierno; una especie de cuerpo paramilitar a su servicio. Y esto es muy grave. Gravísimo. Porque la oposición, tanto hutu como tutsi —aquí, todavía, la sangre tribal corre caliente por las venas de unos y otros, y todos saben muy bien en que bando están y qué partido deben tomar cuando las cosas vengan mal dadas— no está dispuesta a consentir más corrupción ni más sucios manejos del Gobierno de Pierre Nkurunziza. Sin embargo, el partido que le sustenta, el Consejo Nacional para la Defensa de la Democracia (CNDD-FDD, su acrónimo en inglés) sigue a lo suyo mientras le niega el pan y la sal a la oposición, también hutu, del Palipehutu-FNL (Frente Nacional de liberación) y, por supuesto, a los tutsis de Uprona, partido que encabezó en su día las luchas por la independencia.
El Gobierno actual les prohíbe a todos por igual los mítines y las manifestaciones. Persigue a sus líderes y, esporádicamente, alguno de estos líderes sufre (o ha sufrido) “accidentes” irreparables de tráfico o de otra índole, provocados, según la versión oficial, por ajustes de cuentas... “amorosas”, por ejemplo. Entre tanto, la misión burundesa de paz de la ONU se esfuerza en documentar estas muertes, a las que califica de “asesinatos políticos” mientras sigue ahí, empeñada en sentar a las partes a la mesa del diálogo; un diálogo cada día más débil y más difícil, y que ahora se agrava con la intención de Pierre Nkurunziza de presentarse por tercera vez a las elecciones el año que viene; algo que la Constitución no contempla al limitar los mandatos presidenciales a dos legislaturas.
Así está Burundi; pendiente de un hilo; enredado en la vieja madeja étnica de hutus y tutsis, ricos y pobres, colonizadores y colonizados... Desde que en 1962 lograse la independencia de Bélgica, las guerras, matanzas entre unos y otros y las catástrofes, no han dejado de sucederse. Ahora parece que se avecina una nueva hecatombe si la comunidad internacional no se toma en serio lo que está ocurriendo (o puede ocurrir) en este país. El asesinato de tres monjas italianas de 75, 83 y 79 años, ocurrido hace una semana en un barrio de la capital, o la “salida voluntaria” de algunos cooperantes europeos, “aconsejados” por sus amigos de allí, no son más que relámpagos de una tormenta... que puede que pase de largo o que estalle sin más. Y entonces, si estalla, ya no habrá remedio. Y el horror, una vez más el horror, habrá vuelto al corazón de las tinieblas.
Y de Rwuanda ya os contaré.
La condición humana. No me cansaré de decirlo. Es que los humanos somos así. Da igual donde vivimos.