Cada vez que se desata una crisis sanitaria como la de ahora del Ébola —y van varias en las últimas décadas: la de las vacas locas (1996) es una de las más conocidas aunque hay otras "famosas" también, más recientes, como la gripe aviar de 2004, la gripe A en el 2009, el nuevo coronavirus en 2012 o la cepa H7N9 del virus de la influenza, una nueva variante de la archiconocida gripe aviar— el mundo desarrollado (genéricamente, Occidente) se pone a temblar, y sus habitantes, desconcertados, encerrados en su particular campana de cristal (etnocentrismo europeo), empiezan a golpearse contra esa pared invisible abatidos por el miedo, mientras emprenden medidas, de dudosa eficacia a veces, pero que siempre cuestan mucho dinero. En España, sin ir más lejos, en 2010, Sanidad destruyó 4 millones de vacunas, con un coste de 28 millones de euros, mientras que en el mundo, se calcula, la cantidad de vacunas arrojadas entonces a la basura superaron los 40 millones de dosis; todo ello por culpa de aquella cacareada “pandemia del siglo”, la que iba a acabar con el mundo: la gripe A.
Sirva también como ejemplo del estrambote que a veces provocan estas pandemias cíclicas —que prácticamente se repiten cada año— la anécdota que hace unos días me contaban, ocurrida en el Hospital Macarena de Sevilla. Parece ser que llegó una señora tosiendo, de origen guineano, a visitar a un enfermo... Y alguien oyó que era de ese país africano (¡Guinea! ¡Y además tosía!), y esto bastó para que todo el mundo se apartase de ella como alma apestosa, mientras a la dirección le faltó tiempo para activar el protocolo previsto para “combatir” el virus del Ébola. Creo que se armó un buen revuelo. La gracia del caso es que esta señora hacía años que no pisaba Guinea.
El colofón a lo dicho hasta ahora es, si se quiere, bien simple: la industria farmacéutica, ese lobby que casi todo lo puede, hace cada año su agosto con estos brotes virales (virus emergentes) mientras los países ricos se miran el ombligo sin decidirse a emprender de una vez campañas de verdad eficaces que acabarían a medio plazo, si no con todas, si con muchas de estas alarmas que cíclicamente se repiten. Bastaría con que combatiesen la pobreza, acabasen con los gobiernos corruptos que campean a sus anchas en África y otras regiones, y emprendiesen, de verdad, con ese dinero que dan a manos llenas a estos gobernantes, medidas de salud pública, higiene, potabilización de aguas, etc.
Vengo de pasar un mes en Burundi, Ruanda y Tanzania. Allí he tenido ocasión de conocer a europeos que dirigen proyectos de cooperación con estos países; a funcionarios de Naciones Unidas que se juegan la vida para que los respectivos gobiernos avancen en el desarrollo de la democracia y respeto a las libertades; a economistas y médicos que intentan formar a los autóctonos para que gestionen mejor sus empresas o sus centros de salud y sistema sanitario. Y casi todos coinciden en que la cooperación internacional es un desastre. Miles de millones de euros que gobiernos e instituciones, públicas y privadas, de Europa y América, regalan a estos países para que se escurran, como el agua, entre los dedos de sus gobernantes.
El ombligo de Europa, podría decirse, no tiene fondo. Estando en Burundi los mensajes de alarma llegados de España avisándome de la posibilidad de contraer el Ébola eran casi diarios. Sin embargo, la realidad es que de Monrovia (capital de Liberia, principal foco de infección) a Bujumbura (capital de Burundi) hay, por vía terrestre, casi 1.200 kilómetros más que de Madrid a Monrovia. Es decir, que si de distancias se tratase, Madrid estaría mucho más cerca del “bicho” que Burundi. Sí, esto puede que sea una simpleza, pero no se olvide que el etnocentrismo europeo, y su visión particular y exclusiva del mundo, está llevando a Europa al desastre. Y para muestra un botón: Europa se inventó “su Oriente particular” en el siglo XIX y ahora se muestra incapaz de relacionarse con éxito con esa realidad que se llama “mundo árabe”. Y esto tiene bastante que ver el mal entendido “orientalismo”.
Pero, volviendo al tema del Ébola, cabe ser breve pues es comprensible que a estas alturas, después de la que se ha montado, todo el mundo conozca ya todo (o casi todo) lo que puede saberse de este virus mortal. La realidad, grave, es que la mortalidad que provoca entre los infectados supera siempre el 50% y, en según en qué circunstancias, puede llegar al 95%. Un virus que se mostró por primera vez en 1976 y desde entonces ha aparecido en otras 34 ocasiones, siempre infectando, salvo en raras excepciones, a personas de países situados en lo que conocemos como el África Occidental.
En síntesis, se cree que su reservorio u origen se encuentra en ciertos murciélagos o monos... Cuando alguien tiene contacto con alguno de estos animales —porque los cazan, los comen o trabajan con ellos... como son los científicos—, si éstos están infectados, la persona en cuestión corre el riesgo de contraer la enfermedad. La infección siempre vendrá por un contacto directo con los fluidos corporales (sangre, orina, sudor, semen, leche materna, etc.) y no por el aire ni por picadura de mosquito.
El último brote de Ébola detectado en diciembre pasado y reconocido en toda su gravedad el 24 de marzo de 2014 por la OMS, organismo que aún sigue en permanente estado de alerta, ha ocasionado, según los últimos datos, 1.748 muertos y más de 3.500 infectados. Países como Guinea, Liberia, Sierra Leona o Nigeria siguen aún —aunque en Europa ya casi se haya dejado de hablar de este tema— en plena crisis del Ébola. Este virus mortal está estrangulando, además, la frágil economía de estos países y acabando, prácticamente, con sus sistemas, siempre paupérrimos, de salud. Un dato escalofriante, que muestra a las claras la magnitud de lo que está sucediendo, es el que se refiere a cómo se están viendo afectados los sanitarios que trabajan con los enfermos de ébola. Según la OMS, al menos 220 sanitario han enfermado hasta ahora, de los que 130 ya han muerto.
Así las cosas, ¿qué hacer? Europa, está claro, en cuanto arma un “control eficaz” para que el virus no afecte a su población —que, como siempre, se asusta y se deja llevar por el miedo—, se olvida de estos países. O si no se olvida, baja su intensidad de actuación. José Luís Fernández Tonda, médico durante más de una década en Burundi y en otros países de la zona, estuvo en el Congo (antiguo Zaire) en los años 1995/96, cuando estalló el brote más virulento de Ébola que se conoce hasta ahora, con un 80% de mortalidad. Para él, todas las soluciones pasan por la prevención. “Y la base de toda prevención son la educación y la higiene”, explica desde Burundi, donde coordina un proyecto de salud de la cooperación suiza, el Swiss Tropical and Public Health Institute (Swiss TPH). “Y no jugar con los animales salvajes”, recalca con un tono cáustico, recordando que en África es frecuente matar y comerse a los monos y otros muchos animales sin ningún tipo de control veterinario. “Pero no por comer la carne de mono o de otro animal es por lo que se infecta uno de Ébola o cualquier otro virus, no. Es por manipularla en condiciones poco higiénicas, ya que cuando la cocinan la abrasan”, aclara.
Educación y más educación. Higiene. Programas integrales de salud pública... Lucha contra la corrupción y políticas rigurosas y de control de recursos por parte de los países ricos donantes... Esto es lo que necesitan estos Estados que viven en la más absoluta miseria y que por lo general tienen poco de Estados y menos de democráticos. Y no que desde el mundo acristalado y seguro de Occidente se les convoque, apabulle, se les invada como si llegara un tsunami cada vez que se declara una de estas pandemias... ¡Y luego se les olvide! Se les olvide hasta que otra vez vuelva el Ébola, la gripe A, la aviar o cualquier otro virus que se precie.
«Bastaría con que combatiesen la pobreza y acabasen con los gobiernos corruptos que campean a sus anchas en África y otras regiones», ¡pues no ha dicho usted nada, amigo mío!