Existen ladrones que actúan en la sombra. Aprovechan la ausencia de los moradores o la carencia de seguridad. Otros lo hacen a cara descubierta. Se nutren de sus presas con descaro y naturalidad. Pisan alfombras rojas y muestran una fachada de normalidad existente sólo de cara a la galería. Leonard Augustus Patterson es de éstos últimos. Al contrabandista se le agasajó con profusión, estrechamientos de manos, palmaditas de hombros y amplias sonrisas por la Xunta de Galicia de Manuel Fraga allá por 1996.
Su mérito fue exhibir, según dijo, “por primera y última vez” una macro exposición de arte precolombino de dudoso origen aunque la revistió de la oportuna legalidad. Era su mejor arte. Le “protegían” el entonces nuncio del Papa, Mario Tagliaferri, y el patrocinio del evento contó con la líder y premio Nobel de la Paz, Rigoberta Menchú, presente el día del estreno. La semana pasada, lejos de aquellos focos oficiales, pero sí de los más inquisitivos de los tribunales, se sentó en el banquillo del Juzgado de lo Penal número 2 de Santiago de Compostela para responder de un presunto delito de contrabando por el que la Fiscalía solicita dos años de prisión y una multa de 60 millones de euros. No ha sido fácil traerle ante la acción de la Justicia. Viejo conocido de la Interpol, que le ha seguido los pasos por tres continentes, su trayectoria puede ser el guión de cualquier película de acción e intriga. Un contrabandista escurridizo, pero con mucho arte a la hora de zafarse de la acción de la Justicia.
Patterson tiene 69 años. Ya no luce sus mejores armas de comerciante locuaz y embaucador. Al juicio llegó como un anciano libre de sospecha. Y sin embargo se le juzga ahora por introducir en 1996 una colección de más de 1.400 obras precolombinas originaria de países como México, Ecuador, Costa Rica, Panamá o Guatemala con un permiso de importación que, según la fiscalía, caducó en seis meses. La impresionante colección, valorada en 53,4 millones de euros, se exhibió en el Auditorio de Galicia, la Iglesia de San Domingos de Bonaval y el Pazo de Fonseca de Santiago durante un año. En el catálogo se leía: “Mi colección jamás había sido mostrada en una exhibición global y un libro. Nunca lo quise así y no me gustaría repetir la experiencia”.
Había máscaras olmecas, vasos mayas, incensarios aztecas y atavíos funerarios originales... Fue un éxito que cosechó miles de visitas. A su término, el mecenas intentó vender la colección a la Consellería de Cultura por casi 3.000 millones de pesetas. Pensó que lo tenía todo hecho, pero una perito arqueóloga creó dudas sobre su "origen legal". Patterson huyó y la muestra quedó olvidada en el almacén de una empresa de mudanzas. Allí permaneció una década mientras era buscada por gobiernos como el de México, que reivindicaba 500 de las obras. Varios testigos declararon la semana pasada en el juicio que, finalizada la exposición, la Xunta se hizo cargo del almacenaje en una nave de “Mudanzas Boquete” durante un breve espacio de tiempo. No hubo, añadieron, ninguna negociación formal para adquirir las piezas a pesar de que Patterson lo intentó. Pero es el fiscal el que tiene claro que el 4 de marzo de 2008 el contrabandista sacó la colección de aquel local, conservada sólo con un humidificador, y la envió a Alemania. El traficante no solicitó, sin embargo, la autorización del Ministerio de Cultura. Según su versión, no sabía que debía pedir ningún permiso. Por este motivo, el fiscal le acusa de conculcar la Ley de Patrimonio Histórico Español que obliga a pedir permiso al ministerio para llevar al extranjero obras de arte que permanezcan más de diez años en territorio español.
También alegó que fue la Xunta quien se comprometió a sufragar los gastos y trámites de llevarla a Alemania. “Le di la mano a Fraga y me dijo que no hacía falta contrato, con un apretón era suficiente”. De hecho, explicó que el ex presidente gallego dejó las negociaciones en manos del entonces conselleiro de Cultura, Jesús Pérez Varela, al que la Justicia no ha podido localizar. No han sido los únicos ausentes. Tampoco han testificado los abogados de Costa Rica en los que Patterson asegura que delegó todas las cuestiones legales del traslado. Sí compareció Ángel Boquete, propietario del almacén. Aclaró que en 2007 la policía catalogó la colección por requerimiento de un juez peruano que exigía la devolución de 23 piezas. Pese a estar abandonadas, la Policía certificó que las piezas estaban bien. Patterson estaba presente junto a su abogado. El juez decano de Santiago dictó una orden de depósito y decretó su inmovilización mientras tramitaba reclamaciones de media docena de países. Boquete firmó un documento en el que se decía que se debía pedir permiso aduanero para sacar la colección de España. Y contó que el juez autorizó a dejar que Patterson se llevase el resto de las piezas cuando le pagase. Sin embargo, no recordó si avisó o no a Patterson de aquel permiso cuando quiso trasladar las piezas en 2008. El testimonio contrasta con el de un policía nacional que certificó que Patterson firmó el documento en el que se advierte de la necesidad de pedir aquel permiso.
La investigación se complicó. Debía constatarse la titularidad de las piezas, reivindicada ya por Perú, Ecuador, Guatemala y México, señalar al deudor de la factura millonaria por la custodia durante una década, acreditar cuáles eran los originales y cuáles las falsificaciones. La confusión permitió que el traficante se llevara la colección con total impunidad. En marzo de 2008, un camión con dos operarios extranjeros a las órdenes de Patterson abonaron el albarán al almacenista, cargaron las piezas y se las llevaron, sin que policía ni juez hicieran nada. El fiscal denunció a Patterson por “contrabando de arte” al “exportar ilícitamente” esas joyas de la arqueología y las fuerzas de seguridad alemanas inmovilizaron el cargamento en la aduana de Múnich.
Sin embargo, el ministerio público tuvo que rebajar la multa a 28 millones después de que los peritos mexicanos certificaron en el juicio que parte de las piezas son falsas. Y es que Patterson era un virtuoso en mezclar piezas falsas con originales e, incluso, vender obras a turistas como si de auténticas obras de arte se tratara. Así fue cómo se labró su carrera en el mercado del arte en mercados internacionales. Lo suyo era el tráfico ilegal de piezas arqueológicas en medio mundo. De Costa Rica, país en el que nació, a Nueva York. Luego Europa y su currículum engordaba: fraude en Zúrich en 1975, contrabando de especies protegidas diez años más tarde en Dallas, estafa por comercio de obras atribuidas a Dalí en Basilea allá por 1991, posesión de artículos robados en Londres en 2006... La Unidad de Arte y Antigüedades de Scotland Yard llegó a relacionarlo con la muerte de un mecenas peruano, Raúl Apesteguía, en 1996, porque el día del crimen desapareció de casa de la víctima una de las más importantes piezas de la arqueología precolombina: el tocado de oro moche que semanas después fue hallado en la casa del abogado de Patterson. ¿Cómo fue a parar allí? Sigue siendo un misterio para los investigadores.
El primer juicio tuvo que ser suspendido por su delicada salud. La semana pasada se mostraba débil. Su abogado pidió la absolución al considerar que no hay “certeza absoluta” de que supiera que lo que hacía era ilegal. El fiscal, sin embargo, le dedicó lo mejor de su humor: “Yugoslavos eran los que vinieron en el camión a llevarse las piezas, no el letrado que debía asesorarlo”, le dijo. Y añadió, por si le quedaba alguna duda, que el delito de contrabando en España no tiene en cuenta si las piezas son o no patrimonio de otro país, sino si estaban en suelo español y salieron sin permiso. Sin embargo, el misterio que aún se cierne, y que a muchos nos gustaría descubrir, sobre sus fechorías no se desvelará con la sentencia del Juzgado de Santiago. De momento, ha quedado visto para sentencia.