La ira, ciertamente, no es buena consejera para nadie; ni siquiera en esos casos en los que el dolor nos ahoga al ver como nuestra ciudad, esa que soñamos hermosa y feliz, naufraga entre tanta insidia e incompetencia, mientras los políticos... ¡prometen!, ¡prometen!, parlotean y prometen, sin ocuparse de gestionar algo tan simple como es la cotidianidad de la gente; el día a día de esos ciudadano a los que, dicen, quieren servir y representar.
Mientras prometen, como digo, no sé que maravilla maravillosa en cada ciudad o pueblo de España, mientras todos sueñan con ocupar la poltrona, unos y otros proclaman imposibles que son servidores del pueblo, (que "lo aman", se atreven a decir algunos) y aseguran que van a conseguir la accesibilidad universal, por ejemplo, o a acabar con el paro. Pero si ni siquiera las pintadas de turno, los baches, los ruidos, los excrementos de los perros, el vandalismo, el deterioro del mobiliario urbano, la suciedad por todas partes, la deficiente rotulación de las calles, la invasión de aceras y plazas por intereses privados, contrarios a los de los ciudadanos... son capaces hoy de gestionar.
¿Alguien puede explicar, por ejemplo, por qué se repiten, año tras año, las mismas obras en los mismos lugares, cada vez que la compañía de turno (de teléfono, de luz, de agua, de alcantarillado, etcétera) acomete “sus” mejoras o repara “sus” averías? ¿Quién paga esto? ¿Cómo pueden explicarse las improvisaciones o la falta de planificación adecuada? Si el dinero procede de nuestros impuestos, como no hay duda, debería ser gastado con más criterio y rigor. ¿Y qué me dicen de los esperpentos y “eventos inaugurales” que últimamente se han celebrado, con inauguración, a bombo y platillo, de aeropuertos sin aviones, piscinas sin agua, calles sin asfaltar, edificios todavía con las grúas pesándole encima... ¡Ah!, es que va a haber elecciones. Ya. ¿Pero no habíamos quedado en que los políticos son servidores públicos? Pues, si es así, qué más les da cuando se inaugura una obra; lo importante es que la hayan hecho y que la hayan hecho bien.
En general, los políticos son incapaces, por lo que se ve, de romper con el ritual endogámico que dicta el partido al que pertenecen; dan la impresión de que les importan muy poco las personas de a pie, como suele decirse. Se comportan como adictos, obedientes feligreses entregados a la secta, sin importarles, insisto, un comino el día a día de los ciudadanos, ante los que impúdicamente no hacen más que repetir que quieren servir. Está claro que viven alejados del latir social; si no, no harían lo que hacen. En los discursos que echan... no deben pensar lo que dicen; tal es el efecto de vacío que nos queda tras escuchar sus palabras. Y tampoco asumen ninguna responsabilidad; no se sonrojan por su mala gestión ni dimiten; incluso en aquellos casos en los que es un hecho probado su incompetencia o actuación de mala fe, o son encausados por la justicia por alguna actuación poco clara, se niegan a dejar el poder. ¡Aquí nadie dimite! Está claro, pues, que viven ajenos al latir de la sociedad. Me lo dijo hace ya tiempo y jamás lo he olvidado, en los albores de la democracia, el economista y escritor José Luís Sanpedro, cuando tras ser nombrado senador real dimitió al poco tiempo. “Lo dejé”, me comentaba entonces, durante una entrevista, “porque me di cuenta de que vivía en una burbuja, de espaldas a la calle. Todos los que me rodeaban me adulaban mientras me llevaban de un sitio a otro sin que nadie se atreviese a mostrar su desacuerdo conmigo ni a llevarme la contraria”.
Viven los políticos, pues, en una especie de Falasterio, apegados a su estatus y bajo la tiranía del manual que impone la casta a la que pertenecen. No tienen mucho que ver con lo que piensan o sienten los ciudadanos, la verdad; de ahí el desapego actual hacia ellos. Tampoco atienden, en general, las demandas que se les hacen. Y eso que en política local las necesidades son simples: que la ciudad funcione en el discurrir del día a día; bastaría con que hubiese algo más de eficacia.
Pero el político en general, no sólo el que se ocupa de la política local, vive atrapado en un laberinto; entiéndase, en el laberinto de su partido. Y es incapaz de escapar de él. Incapaz de romper con ese discurso hueco, previsible, siempre incrustado en el manual ideológico que rige para cada sigla; tan dogmático que, aún queriendo hablar de la realidad, ya nadie cree que pueda cambiarla. “Mi prioridad es el paro”, dice el político. ¿Y qué? ¿Qué hará usted en concreto para llevar a la práctica esa prioridad? Ni siquiera el poderoso presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, ha sido capaz de imponer sus criterios (no sé si ha conseguido sacar adelante alguna de sus ideas) contra los intereses de las multinacionales y los bancos. Se nos cuenta muy bien, con todo lujo de detalles, en el documental Inside Job, recientemente estrenado en España, que narra, sin tapujos, de principio a fin, por qué se produjo la actual crisis económica. Un documental que, por cierto, analiza pormenorizadamente Pascual serrano en su blog de Cine y TV, aquí en cuartopoder.es.
Al político local, la ciudadanía le pide, básicamente, dos cosas: una, que de cuenta de lo que hace y explique por qué lo hace; en difinitiva, que sea transparente y honrado. Dos, que ejerza la autoridad que la ley le confiere. Que cumpla y haga cumplir las ordenanzas. No se puede ser un buen gestor municipal si no se ejerce la autoridad. Una ciudad de ciudadanos no funciona si no se cumplen y se hacen cumplir las normas que nos hemos dado. Existen derechos, pero también deberes; y son estos, los deberes y su cumplimiento, el déficit más grande que a mi entender tiene hoy la democracia en España.
La vida en la ciudad siempre será más difícil si los ciudadanos no asumimos deberes. Y el político ha de esforzarse para que cada habitante entienda que sólo así mejorará nuestra calidad de vida, a la vez que se impulsa el progreso. Lo que la gente quiere es que funcionen las pequeñas cosas; ésas que cada mañana, cuando ponemos el pie en la calle, nos hacen más agradable la vida: transporte público rápido y puntual, seguridad, plazas y aceras limpias, jardines cuidados, respeto a las normas de tráfico y coches bien aparcados, motos silenciosas, mobiliario urbano bien conservado... ¿Conseguirán los próximos alcaldes escapar de su ‘laberinto político’ para ponerse a gestionar el día a día de los ciudadanos con responsabilidad? Ya se verá.
Así de sencillo, más claro imposible, siempre he pensado que la cosas cotidianas son las que nos hacen felices o no.
Por eso el capital quiere globalizar sin control…..DECRECIMIENTO YA