“Vivimos en la sociedad del bienestar y cuando llega el malestar es terrible”, comenta el internista José Antonio Cuello, más de cuarenta años dedicado a la atención de enfermos crónicos y pluripatológicos. “Hoy, de alguna manera, negamos el sufrimiento y somos incapaces de aceptar que el dolor forma parte de la vida”, explica, a su vez, la psiquiatra María Luisa Sánchez Mur, coordinadora del Hospital de Día de Salud Mental del complejo sanitario Virgen del Rocío de Sevilla. Es decir, parece que hemos pasado del “medico-amigo-confidente”, que nos colocaba la mano en el hombro y nos daba consuelo... O le decía al enfermo “a ver, abra usted bien la boca, que le mire” a la vez que indagaba en la profundidad de sus ojos, le palpaba el cuerpo y escuchaba el latir de su vida a través del estetoscopio, a contar con galenos tecnólogos que, sin más preámbulo, sin mirar a penas a quien tienen delante, están ya mandándole a hacerse mil pruebas de laboratorio, un escáner, una resonancia magnética, un TAC (Tomografía Axial Computerizada), un PEP (tomografía Por Emisión de Positrones) o “enviándoles a una consulta ortopédica para confirmar que la persona que tiene delante, a la que, efectivamente, le falta un dedo en su mano derecha, ha de aplicársele un tratamiento específico”, ha comentado, con sorna, en más de una ocasión, Abraham Verghese, rector adjunto de Teoría y Práctica de la Medina en la Universidad de Stanford (EEUU).
Es probable que los médicos del futuro trabajen lejos de los enfermos, decía también, no hace mucho, el biólogo investigador José López Barneo. Estos médicos se están formando hoy en sofisticados laboratorios donde practican la biotecnología y aprenden terapias génicas con el fin de ejercer una medicina personalizada, a la carta, cuando les llegue el momento de incorporarse a la vida laboral. Mientras tanto, como retóricamente argumenta Verghese cuando manda al hipotético enfermo a la consulta ortopédica, la aplicación de las nuevas tecnologías en la práctica médica ronda ya el esperpento, y confirma, no siempre, claro, que a los pacientes se les somete con cierta frecuencia a pruebas médicas inútiles e innecesarias.
¿Cabe claudicar, entonces, y dejar que la tiranía de la técnica, como parece que está ocurriendo, lleve a los profesionales sanitarios a olvidarse de los muchos beneficios que aporta para los enfermos el contacto con ellos, la palabra amistosa? O, por el contrarío, ¿merece la pena seguir reivindicando lo mucho que ‘le aporta’ al enfermo la cercanía de su médico y su complicidad?
Si es esto último en lo que todavía creemos, habría que empezar diciendo que el arte supremo de quien ejerce la medicina es “la curiosidad infinita que tiene por la otra persona”, que postula Verghese. Que en palabras de Cuello no es más que intentar “establecer una prioridad”. ¿Qué prioridad? “Conseguir que el enfermo que se tiene delante se olvide del síntoma que dice sentir”. O sea, ayudarle a librarse de la sensación de enfermedad que le ahoga. O, dicho de otro modo: una cosa es la enfermedad, la enfermedad como paradigma, y otra muy distinta el enfermo. Es al enfermo, en su condición de persona, al que debe tratarse también y al margen del mal que padece. Y esto es lo que parece que en los tiempos que corren se está olvidado, pues, como dice José Repullo, profesor y jefe del Departamento de Planificación y economía de la Salud, de la Escuela nacional de Sanidad, al referirse a los médicos “éstos están echándose en brazos de las amistades peligrosas, que desde el mundo tecnológico e industrial que nos rodea, impulsan activamente que los médicos se trasmuten de profesionales a tecnólogos”
Desde luego no hay más remedio que recordar, insistir si se quiere, que el tacto, la observación, la disposición a escuchar al paciente y, ya en el examen físico, la necesidad de palparle, han generado siempre, si no una curación a priori, si un bienestar añadido y una... llamémosle así: energía. Una fuerza que estimula positivamente al enfermo en ese camino emprendido hacia la curación. Estas prácticas han sido siempre reconocidas sin mayores problemas y demandadas por la población. Todavía en los pueblos de España se echa de menos a aquel médico rural que vivía en el lugar con “su gente” y estaba siempre dispuesto a “pasarse un ratito” por casa del enfermo, no importaba a qué hora. Y no se añora este pasado porque los servicios sanitarios actuales de Atención Primaria sean peores, no; al contrario, estos son de mucha mayor calidad y con unas posibilidades de asistencia infinitamente superiores a las que había entonces. Sin embargo, las gentes echan de menos a aquellos médicos porque con su cercanía, presencia continua y “habilidades” ejercían sobre ellos una benigna influencia que les daba cierta ‘paz terapéutica’, si es que se puede decir así. También porque, según en qué casos, su mucha experiencia les permitían diagnosticar no pocas enfermedades utilizando tan sólo sus manos expertas, su capacidad de observación y el consabido estetoscopio; solamente auscultando el fondo de ojo, por ejemplo, palpando, o midiendo la presión sanguínea obtenían nuestros médicos magníficos resultados. Aunque no siempre podían emitir un diagnóstico, sí le ofrecían al paciente un consuelo, una posibilidad de diálogo emocional que ahora no existe y que, al no existir está generando angustia añadida en los actuales enfermos, y en particular en los crónicos que se creen, además, abandonados por todos. Las consecuencias son siempre negativas; o bien hay retroceso en la evolución del enfermo, o se produce un rechazo a las propuestas terapéuticas, aunque sea de forma inconsciente. ¿No se dice que la soledad es nuestro mayor enemigo? Pues hoy abunda como no lo hizo nunca en todo lo que tiene que ver con la salud; y eso es peligroso.
Con frecuencia, el médico, hoy, es un técnico que introduce al enfermo en un artilugio, aprieta un botón y concentra su atención en una pantalla (no en el paciente) mientras se comunica con el enfermo con monosílabos (“sí”, “no”, “ya”...), frases cortas (“se dé usted la vuelta”, “abra los ojos”, “así, así”, “siéntese”), etcétera, mientras anota en la historia cínica abierta una serie de datos, cifras, para luego expedir un volante, citándolo para dentro de un tiempo. “Vuelva usted dentro de un mes”. Y el enfermo, que creía que por fin había conseguido llegar hasta ‘el mago’ que iba a curarle, sale de la consulta hundido en su desconsuelo, completamente desolado, sin esperanza ninguna, y sin haber averiguado por qué está tan cansado, tan triste, tan sin ganas de nada, tan enfermo...
Y en estas estamos. Hoy constamos que Administración, profesionales y pacientes andan perdidos en medio de una vorágine tecnológica que a los políticos encandila y a los enfermos confunde.... ¿Y a los médicos? ¡Ah, a los médicos! A los médicos les distrae y frustra a la vez, porque ya no sienten ese hálito que les ponía en sintonía con los dioses que curan ni en contacto con lo desconocido, que es, en última instancia, lo más atractivo de la enfermedad. El ejercicio de la vocación médica debería regirse por otras claves, distintas de las actuales, que alumbrasen la llama de la pasión que en todo momento debe estar viva para ejercer con garantías este oficio. Por eso hemos llegado, según José Repullo, a tener una mala medicina con médicos insatisfechos y un sistema sanitario cada vez más ineficiente e insostenible.
felicito a los autores del articulo , describen una realidad que se presenta en también en países en desarrollo, soy centroamericano de nicaragua y lamentablemente se ha depositado una excesiva confianza en la tecnología descuidando el lado humano y fundamental del ejercicio de la medicina que es relacionarse con el paciente de una manera holistica e integral .