Son las cinco y media del 28 de octubre de 1984. Es domingo. Como otro cualquiera. La tarde se cierne pesarosa y renqueante, perezosa, previa al inicio de otra semana más. La misma rutina llena la barriada de Torreblanca, situada en las afueras de Sevilla. Una barriada alejada del casco urbano y lastrada por el paro y el absentismo escolar. De pronto, un alarido de terror corta el aire. Es el de una madre que acaba de descubrir que su hijo Paquito, de 4 años, ha desaparecido. Ni rastro del pequeño de profundos ojos oscuros en los rincones de su humilde casa. Tampoco en la de sus vecinos. Así empezó una búsqueda inútil. Veinte horas después hallaban su cadáver calcinado.
El crimen de Francisco Reyes es un crimen sin autor y sin visos de llegar a tenerlo. Siguiendo los dictados de la Ley para las prescripciones de los delitos, el juez dio carpetazo al caso cuando se cumplieron los 20 años preceptivos. El crimen de Torreblanca pasaba así a ser uno de los casos más misteriosos de la crónica negra sevillana.
La reconstrucción policial recogida en el sumario intentó dibujar los últimos pasos del pequeño aquella tarde de domingo en su barrio. El camino policial de la Brigada cuarta de Homicidios de Sevilla tuvo un recorrido corto. Nadie pareció recordar haber visto a Paquito aquella tarde. Sus vecinos estaban habituados a verlo corretear por los jardines, las calles y los patios del barrio. Pero ese día parecían tenerlo en blanco. Lo mismo dijeron sus seis hermanos. Ni siquiera, Felipe Reyes y Emilia Romero, sus padres, fueron capaces de aportar algo a la investigación. Pero todos se sumaron a la búsqueda del niño y se mezclaron con los agentes para encontrar a uno de los vástagos de los “vendedores ambulantes”. Patearon calles, gritaron su nombre, escudriñaron rincones…nada. Al día siguiente, un extraño bulto despertó la atención de dos hombres que recogían cartones junto a una caseta de electricidad abandonada. En su interior estaba el cuerpo calcinado del niño perdido. Tenía las manos atadas a la espalda y una soga en el cuello.
La noticia del hallazgo no tardó en propagarse y los vecinos se echaron a las calles clamando justicia. El barrio entero hervía de dolor. Los periódicos llenaron páginas con el que habían bautizado como el “crimen de Torreblanca”. Pocas horas después, la Policía detenía al primer sospechoso por el asesinato: un indigente que había sido visto merodeando por la zona. Mientras la Policía lo interrogaba, en la calle los vecinos protagonizaban un conato de motín. Los gritos de indignación helaban las instalaciones policiales, pero los agentes dejaron en libertad al detenido por falta de pruebas. El individuo negó la autoría del crimen. A los agentes no les bastaba su reconocida “condición homosexual” ni el hecho de haber estado en la escena del crimen en el espacio temporal acaecido desde la desaparición y el hallazgo del cadáver. Aquello no eran más que indicios, incapaces de sostener una acusación. Todo circunstancial, pero la presión popular y política crecía. Todos querían ver a un culpable tras los barrotes.
Las pruebas forenses marcaron el camino a seguir. Según la autopsia, el asesino golpeó y maltrató a Paquito, lo introdujo en el saco y después lo dejó en la caseta. Allí lo prendió fuego. Su objetivo era borrar sus huellas y lo logró. El fuego cumplió su cometido hasta tal punto que sus padres tuvieron que reconocerlo por los botines que calzaba. Los forenses no pudieron determinar si había sufrido abusos sexuales. Ni siquiera la causa de la muerte, aunque oficialmente el informe recogió que había muerto por asfixia. De la firma del autor crimen, ni rastro. La investigación seguía contando con muy pocos datos.
Los investigadores siempre creyeron que el móvil del asesinato había sido sexual, pero debían descartar las demás hipótesis: la venganza, un ajuste de cuentas o, simplemente, que el niño tuvo la mala suerte de cruzarse con un perturbado mental. El protocolo de la investigación siguió su curso. En el punto de mira, el entorno familiar; padres, hermanos y el resto de familiares.
La ciencia siguió arrojando resultados. Los agentes habían enviado el saco en el que fue hallado el cuerpo para conocer su procedencia y el lugar en el que podía haber sido adquirido. Quizás así podrían determinar algo más del autor del crimen. Tras un exhaustivo examen, que realizó el forense Luis Frontela, se concluyó que estaba fabricado con una fibra muy costosa. Lo más posible era que el asesino no viviera en aquel barrio humilde de los alrededores de Sevilla. Al mismo tiempo, los interrogatorios a los vecinos empezaron a dar sus frutos. Ahora sí recordaban haber visto al pequeño jugar en las inmediaciones de la parroquia del vecindario. Otros proporcionaron un nuevo dato: recordaban un vehículo Citroen 2CV en los alrededores, horas antes de que se descubriera el cadáver. Había que buscar aquel coche. Los agentes sabían que el cuerpo había sido trasladado al lugar en el que fue hallado y se centraron en su búsqueda. Fue un trabajo minucioso. Cotejaron las fibras del interior de varios coches que coincidían con la descripción aportada por los testigos hasta que una fue positiva. El coche en cuestión era un Renault 4-L, propiedad de la parroquia de Torreblanca. Y llegaron las detenciones y, con ellas el escándalo. No fue fácil. La madrugada del 21 de noviembre tres sacerdotes de la Compañía de Jesús, Luis Aparicio, Juan Francisco Naranjo y Cristian Briales pasaron a dependencias policiales. Había que determinar cuál de los tres había utilizado el vehículo porque los tres tenían llaves del mismo. Al mismo tiempo verificaron que el coche no había sido robado en aquella fecha. Sólo restaba determinar quién lo había utilizado en las horas cruciales que habían transcurrido desde la desaparición hasta el hallazgo del cadáver.
En la comunidad religiosa nadie quería hablar. Fue el párroco de San Antonio quien rompió el silencio para determinar que era el padre Briales –que había oficiado el funeral del niño–, quien solía utilizarlo los domingos por la tarde para desplazarse a sus misiones parroquiales y que los otros dos sacerdotes lo usaban el resto de la semana. Sin embargo, el padre matizó que Briales también era muy dado a prestar el vehículo a algún fiel. “Lo hacía con todas las cosas; no tenía nada suyo”, afirmó. Los agentes trataron de confirmar aquella información buscando fibras u otros objetos de Paquito entre los objetos de los detenidos.
Ninguno reconoció la autoría ni su participación en el crimen, pero sólo Briales pasó a disposición judicial mientras los otros quedaban libres sin cargos. Según los investigadores, había contradicciones entre su testimonio y el de otros testigos pero consiguió probar cada uno de sus movimientos aquella tarde y el juez decretó su libertad sin fianza tras tomar declaración también al padre del niño, a una de sus tías y a un vecino que habían manifestado a la Policía que habían visto al cura en el Renault el día del crimen. No bastó. Al quedar en libertad, el padre Briales dio las gracias a los que habían creído en su inocencia y perdonó a los que habían ensuciado sus nombres.
La investigación se paralizó. Ninguna de las pesquisas realizadas consiguió abrir ningún otro camino. Nadie había visto a Paquito irse con un extraño. Ni siquiera con un conocido. No había huellas que cotejar. Podían interrogar una y otra vez a los vecinos pero ninguno aportó ningún dato nuevo a la investigación. Paquito Reyes pasaba a ser en el argot policial un caso sin resolver. Un caso archivado. Un asesino sin rostro.
buenas, soy la hermana de francisco reyes ,no se porque los periodistas os empeñáis en llamarlo paquito, es francisco.Sobre estos datos lo que le puedo decir es que algunos son herroneos y el resto incompleto.un saludo