CICLISMO / Por primera vez un ganador de la ronda gala se impone sin lanzar un solo ataque de envergadura

Froome gana su cuarto Tour tras aplastar psicológicamente a sus rivales

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El británico Chris Froome en pleno esfuerzop durante una etapa de alta montaña en el Tour de Francia
El británico Chris Froome en pleno esfuerzop durante una etapa de alta montaña en el Tour de Francia. / Le Tour de France (Facebook)

El ciclismo es el deporte de Europa. Puede que haga falta vivir en otro continente para darse cuenta de que el pelotón del Tour (ese conjunto de doscientos ciclistas inverosímilmente juntos que se alarga y se ensancha y traza signos: una escritura jeroglífica que los buenos aficionados entienden igual de bien que estas líneas) es un fenómeno tan europeo como pasear un domingo con una barra de pan bajo el brazo. Fuera de Europa es raro encontrarse con alguien que entienda lo que sucede en una carrera de bicicletas. («¿Por qué van todos juntos si es una competición?»; «¿por qué el del maillot amarillo nunca gana la etapa?») El ciclismo no apela a los instintos más bajos ni posee esa cualidad simplificadora y maniquea del fútbol: no permite que materialicemos nuestra aversión a los madrileños o a los catalanes, a los hunos o a los austrohúngaros, apoyando a un equipo o al contrario. En un deporte tan duro los vencidos resultan tan admirables como los vencedores, y la crónica de los que se caen y de los que luchan por llegar antes de que cierren la meta es tan emocionante como la de los que suben al podio.

Las bicicletas no han cambiado mucho desde que se inventaron a comienzos del siglo XIX. Siguen siendo lentas. No hacen ruido ni escupen humo ni tienen ese aire agresivo y centelleante de los coches y las motos. Pero aún poseen el encanto de los viejos inventos: el theremín y los aparatos de radio antiguos, el autogiro y el zepelín, el telégrafo y los teléfonos con disco de nácar. Ante una bicicleta se perciben las vibraciones del progreso y del ingenio del ser humano —y su delicadeza y su poesía— con mucha más intensidad que ante un ordenador de último modelo. Porque quizá la bicicleta sea más útil. Si llega el momento de la crisis definitiva, si tenemos que buscar algo de inocencia en esta época tan rápida y tan sucia, a lo mejor las computadoras se convierten en chatarra. A lo mejor descubrimos que la cúspide de la evolución humana se alcanzó con la invención de la bicicleta.

Desde 1903 sólo tres ciclistas no europeos (Greg Lemond, californiano; Lance Armstrong, texano, y el australiano Cadel Evans) han llegado a París con el maillot amarillo

El Tour de Francia es el monumento más importante de este deporte del Viejo Mundo. Desde la primera edición de 1903 sólo tres ciclistas no europeos —el californiano Greg Lemond, el innombrable texano Lance Armstrong, el australiano Cadel Evans— han llegado hasta los Campos Elíseos con el maillot amarillo. O cuatro si contamos a Chris Froome: británico pero nacido en Kenia y al que los ingleses no terminan de considerar uno de los suyos. (Al contrario que a su otro campeón del Tour, sir Bradley Wiggins, menos brillante como ciclista pero de modales más british y vestido con traje a rayas y bastón de gentleman.) Chris Froome acaba de ganar su cuarto Tour. Le falta una victoria para alcanzar a los mejores, los que consiguieron cinco: Jacques Anquetil, Eddy Merckx, Bernard Hinault y Miguel Indurain.

Froome tiene la fisonomía de una araña zancuda: extremidades largas y angulosas con un cuerpo escuálido en medio. Y un rostro en el que la frente enorme y el mentón de jugador de rugby dejan poco espacio para los demás rasgos: pícaros, retadores. En lo alto de la cabeza aún le queda un mechón de pelo rubio de niño travieso. Pedalea con el estilo de un dibujo animado. Hace girar los pedales a tanta velocidad que cada pie parece desaparecer dentro del tornado que genera mientras mantiene la vista fija en la computadora que lleva enganchada al manillar. Allí Froome lo ve todo: la velocidad y la frecuencia cardiaca y la cadencia de pedaleo y la potencia en vatios que imprimen sus piernas.

El presupuesto del Sky duplica los quince millones de euros que gasta un equipo promedio. Cualquiera de los gregarios de Froome podría ser el líder de su propio equipo

Dicen que su equipo —el arrogante y aburrido Sky— está destruyendo el ciclismo. Cada año desde 2012 (cuando Wiggins ganó su Tour) aplican la misma estrategia consistente en arrastrar al pelotón a un ritmo frenético, a una velocidad que consume las fuerzas y el ánimo de los rivales, para que cuando llegue el momento crucial ningún ciclista tenga ya energía ni valor, para que ninguno pueda lanzar un ataque que amenace al líder. El Sky tiene un presupuesto que duplica los quince millones de euros anuales que gasta un equipo ciclista promedio. Cualquiera de los gregarios de Froome —Kwiatkowski, o Thomas, o Nieve, o Mikel Landa— podría ser el líder de su propio equipo. Pero en vez de eso se afanan en arrastrar al esquelético keniata-británico montaña arriba, reventando de uno en uno, como sherpas que subiesen las tiendas de campaña y colocaran las cuerdas para que el turista anglosajón pueda ascender ligero y despreocupado. Así los rivales desaparecen por eliminación. Así se da la paradoja del Tour de 2017: el que Froome ganó sin lanzar ni un solo ataque que tuviera consistencia y en el que tampoco tuvo que molestarse en reaccionar a las embestidas de los rivales. Porque hubo pocas y porque su equipo lo hizo por él.

Romain Bardet, segundo en el Tour de 2016 y tercero en la presente edición, bromea con la bicicleta de un aficionado caracterizado de Francis Cruchot, personaje al que dio vida Louis de Funes en 'Un gendarme en Saint-Tropez'
Romain Bardet, segundo en el Tour de 2016 y tercero en la presente edición, bromea con la bicicleta de un aficionado caracterizado de Francis Cruchot, personaje al que dio vida Louis de Funes en la película 'Un gendarme en Saint-Tropez'. / Le Tour de France (Facebook)

En este ciclismo anglosajón tan intimidador los paralelismos abundan. En 2012 Wiggins ganó porque Froome, que entonces era su gregario, se comportó como un buen soldado y no atacó a su jefe aun siendo más fuerte que él. En 2017 el vasco Mikel Landa ha permitido que Froome ganase pese a que podría haberle descolgado en las montañas. Muchos aficionados confían en que la historia del Sky sea capicúa y en que el Tour de 2018 lo vuelva a ganar un Marco Pantani, un Alberto Contador: un ciclista que demarre y se escape y tenga que perseguir montaña arriba a los rivales y nos recuerde lo que ya sabemos: que este deporte, incluso en la era Sky, es el más duro que existe.

La 13ª etapa, en la que Contador saltó del pelotón cuando faltaban 70 km para la meta y se llevó consigo culebreando por los Pirineos a Mikel Landa, ha sido la mejor del Tour

El ciclismo que deseamos, el de las escapadas con cien kilómetros y dos puertos de montaña por delante, el de los valientes, el de los que no respetan la cadena de mando ni prestan atención a la computadora del manillar, ha tenido este año a Alberto Contador y al francés Warren Barguil como representantes. Contador perdió en la etapa novena, la de los tres puertos de categoría especial —el Col de la Biche y el Grand Colombier y el Mont du Chat—, la más dura del Tour, cualquier posibilidad de quedar arriba en la clasificación general. Así que desde entonces se dedicó a atacar. Hizo lo que ha hecho toda su carrera: pedalear solo y a contracorriente. La etapa décimo tercera, en la que Contador saltó del pelotón cuando faltaban setenta kilómetros para la meta y se llevó consigo culebreando por los Pirineos a Mikel Landa, ha sido la mejor del Tour. Poco después el jefe de su equipo anunció que ésta sería la última ronda gala de Contador. Él quería despedirse ganando al menos una etapa. Pero no lo consiguió. Nos deja con el sabor de su ciclismo —solitario e irrespetuoso y emocionante— y con el centelleo y la sensación de peligro que despierta cuando se pone de pie sobre los pedales con ese estilo de cisne. Pero nada es para siempre.

Luego está Warren Barguil. Un escalador flaco e intrépido que podría haber ganado el Tour si alguien hubiese sospechado lo que era capaz de hacer. Y está Mikel Landa. Con gusto Landa hubiera formado parte del grupo de Barguil y Contador si los británicos del Sky se lo hubiesen permitido. Él lo ha dicho casi todos los días: no le gusta ser un gregario. Nunca volverá como subordinado a una gran vuelta. Quiere atacar y llegar solo a las cumbres de las montañas. Le gusta Contador (con quien se le ve charlando a menudo, como si el madrileño le considerase su sucesor). No le gusta el Sky. Y el año que viene quizá regrese al Tour para ganarlo. Pero con otro equipo y con libertad.

Por último están los que pretendían derrocar a Froome. Romain Bardet y Fabio Aru y Rigoberto Urán y Daniel Martin. No se sabe si tenían demasiado miedo al Sky o si carecían de fuerza. No sabemos si Froome ha ganado por intimidación y por el conservadurismo de los rivales (que a lo mejor preferían mantener sus puestos en la clasificación general antes que arriesgarse a atacar y perderlo todo) o si la debilidad del líder se ha topado con la debilidad aún mayor de los aspirantes. En cualquier caso las tentativas han sido discretas como ventosidades bajo el agua. Los ciclistas parecían demarrar diciendo al mismo tiempo: «Yo no he sido». El de 2017 fue un Tour del miedo. Un Tour en el que la acción estuvo más en el cerebro que en la carretera. Un Tour psicológico.

 

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