El marciano Bolt

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José María Mijangos *

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Usain Bolt besa la línea de llegada tras ganar el oro en los 200 metros. / Yoan Balat (Efe)

Las pruebas de velocidad representan el cenit del atletismo en los Juegos Olímpicos. Un instante paralizado en la memoria en el que más vale estar adherido al asiento para disfrutar de la más explosiva de las carreras. Durante el breve lapso de tiempo que duran los 100 metros, conviene no parpadear ni tener una urgencia fisiológica, y mucho menos mirar el mensaje en el móvil en el que el amigo con el que habíamos quedado nos pregunta dónde diablos está la puerta 13 en el estadio. Son casi diez segundos en el que el mundo se paraliza y contiene la respiración.

Durante tres ediciones de los Juegos, la velocidad ha estado sometida a la dictadura de un jamaicano estilizado y sonriente, que para escarnio de los puristas, parecía tomarse a cachondeo la liturgia de las pruebas. Antaño, antes de colocarse en los tacos, los atletas se persignaban media docena de veces, murmuraban sus oraciones y ensayaban jeta de concentración máxima que hacía pensar al resto de los mortales que para correr cien metros uno debía ser maestro de la meditación. De repente, ocho años atrás, surge un tipo deslabazado, que se permite sonreír y bailar frente a la cámara, y que afirma haberse zampado cien nuggets de pollo antes de la competición, mientras sus competidores masticaban con desgana el plato de pasta y el brócoli. Y es que este hombre alteró la percepción de gélidas máquinas de precisión que hasta entonces se asociaba a los grandes velocistas.

Luego, sin despeinarse, ganaba las pruebas con pasmosa facilidad y aún tenía tiempo para gastar bromas antes de cruzar la meta, como preguntándose que cuándo llega lo serio, cuando lo serio es su carrera.

El primer mito de la velocidad en los Juegos Olímpicos fue Jesse Owens. Destrozó a sus rivales en los 100 y 200, y aún le dio tiempo  para saltar por encima de ocho metros y calzarse una cuarta medalla con cierta polémica, pues en los relevos del 4 x 100 su puesto le correspondía a Sam Stoller, pero, según rumores, el jefazo del COI, Avery Brundage, en el enésimo episodio de bajada de pantalones ante el anfitrión, presionó para que Hitler no tuviese que ver a un judío americano alzarse con el triunfo. Al regresar a su país, se suponía que envuelto en el halo de la fama, Owens se encontró con la barrera racial que había dejado antes de Berlín, con el ninguneo del presidente que ni siquiera le mandó un telegrama de felicitación y tuvo que subsistir corriendo contra caballos en los descansos de la liga de beisbol que él mismo había organizado.

Desde entonces, la velocidad consistió en una tiranía de los atletas estadounidenses, hasta las Olimpiadas de Roma en el 60, donde un alemán, Armin Hary, dominó los 100, mientras Livio Berruti, el héroe local, que corría con gafas de sol, como si tuviese prisa para llegar al rodaje de una comedia con Mastroianni, se imponía en los 200 metros, provocando el éxtasis en los espectadores romanos. Jim Hines, auxiliado por la altitud de México, bajó por primera vez de diez segundos, y cuatro años después, el soviético Valery Borzov, demostró al mundo que la guerra fría podía extenderse a los Juegos Olímpicos, hecho que no hacía falta demostrar, pues entonces, las dos potencias competían hasta en parchís, lanzándose a la yugular por un quítame allá esas pajas.

Hasta los años ochenta, no hubo un claro dominador de la velocidad en los Juegos Olímpicos. Hasta un escocés, Alan Wells, tuvo el mérito de triunfar en los descafeinados juegos de Moscú. Cuatro años más tarde, surgió el mito del hijo del viento, Carl Lewis, un atleta de portentoso físico y exquisita técnica, que dio un vuelco al atletismo, mientras componía cara de eterno despistado, destrozando récords con aparente facilidad, e iniciando esa costumbre entre los espectadores de contener durante diez segundos la respiración, hasta contemplar al héroe embutirse en la bandera y dar un par de vueltas al estadio entre los aplausos del respetable y los abucheos de sus deudores. Lewis, emulando a Jesse Owens, alternaba la velocidad con el salto de longitud, con tal destreza que el foso se le quedaba pequeño. Desgraciadamente, ahora los velocistas no aprovechan su rapidez para el salto, en un mundo cada vez más especializado y carente de riesgos. Hasta los españoles, que no mucho tiempo atrás cruzábamos la meta con la luz del estadio apagada y los operarios barriendo la pista, hemos despertado en el cuerpo de un pequeño ciclón llamado Bruno Hortelano, peculiar atleta que promete muchas tardes de gloria.

Ahora parece que Usain Bolt ha renunciado a los nuggets de pollo, e incluso a repetir medalla en los próximos juegos en Tokio. Si eso acontece, el mundo volverá a ser vulgar, y eso no nos gusta, no.

(*) José María Mijangos es escritor.

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