La sublevación militar del 18 de julio de 1936 contra las instituciones democráticas de la II República, de la que se cumplen 80 años, sumió a España en la Guerra Civil y la larga noche de una dictadura que se caracterizó por el exterminio y la persecución de los demócratas, el atraso intelectual y material del país, el miedo y la corrupción. ¿Cómo reflejó la prensa la rebelión de los principales elementos de la cúpula castrense, fervorosamente deseada por el alto clero católico y auspiciada por los monárquicos y las derechas extremas, vinculadas y favorecidas por el fascio italiano de Benito Mussolini y el nazismo alemán de Adolfo Hitler?
Fue Indalecio Prieto, un periodista al fin y al cabo, quien, el viernes, 17 de julio, confirmó a los periodistas que cubrían la información de la Diputación Permanente del Congreso la noticia de la sublevación de las guarniciones en el protectorado español del norte de África. El dirigente del PSOE había regresado precipitadamente a Madrid desde Bilbao al ser informado por Julián Zugazagoitia, director de El Socialista, del secuestro y asesinato del líder monárquico José Calvo Sotelo. El jefe del Gobierno y ministro de Guerra, Santiago Casares Quiroga, un hombre unido políticamente al presidente de la República, Manuel Azaña, hacia el que rayaba en la idolatría, restó importancia a las primeras informaciones que, carentes de más detalle, hablaban de una insurrección protagonizada por un comandante y unos capitanes.
La noticia, veraz en todos los casos, fue ocultada por los periódicos reaccionarios. El monárquico ABC de Madrid y de Sevilla, la ocultó descaradamente en sus ediciones del sábado, 18 de julio. La Vanguardia, de la alta burquesía y la aristocracia catalana, tampoco la ofreció a sus lectores. La política del avestruz de los dos rotativos conservadores más importantes rayó la complicidad con los golpistas. Sólo el domingo, 19, cuando ya no tuvieron más remedio que informar de la sublevación, se limitaron a insertar las notas del Consejo de Ministros. Y el ABC de Sevilla se alineó directamente con el golpista y gobernador militar de la plaza, Gonzalo Queipo de Llano.
Para los periodistas que hacían guardia en el Congreso, Zugazagoitia entre ellos, la confirmación de Prieto, que poseía siempre una información exacta, era una garantía de veracidad. “Prieto no nos ocultó su inquietud –recordaba Zuga en su apasionante libro Guerra y vicisitudes de los españoles--; temía lo peor, estaba persuadido de que la insurrección no tardaría en extenderse rápidamente a la Península y reputaba difícil descoyuntar o yugular el movimiento, como entonces se decía, si no se procedía sin demora y con gran energía”.
Las dudas de Prieto sobre una reacción inmediata y enérgica del Gobierno se vieron confirmadas. Azaña estaba convencido de que los generales mantendrían la fidelidad a su juramento. Los de más dudosa lealtad habían sido alejados de los puestos clave. Francisco Franco estaba alejado en Canarias. Era un tipo resentido desde que el propio Azaña clausuró la Academia de Zaragoza, siendo él director. Como otros africanistas, aquel militar que apenas daba la talla para ser soldado, no alcanzó el generalato por su intelecto, sino matando moros en Marruecos. Por eso mismo conocía bien el terreno y las posibilidades de reclutar y armar como mercenarios a miles de aborígenes.
Pero ¿quién podía suponer que, vigilado como estaba, aquel general se iba a trasladar desde Canarias al Protectorado y sublevar las guarniciones de regulares y reclutar y armar a los musulmanes para enviarlos a matar cristianos en la Península? En más de una ocasión, el presidente de la República había mostrado su desagrado ante las informaciones sobre la conspiración de los oficiales golpistas, agrupados en la clandestina Unión Militar Española (UME) que lideraba Emilio Mola, al que llamaban “el director” y era discípulo aventajado del impaciente José Sanjurjo, marqués del Rif por la gracia de su amigo Alfonso XIII.
“Otra vez –escribía Azaña en su diario-- viene a verme Balbontín con el cuento de la conspiración en los cuartos de bandera. Ese Balbontín es un botarate”. La incredulidad de Azaña ante la alarma del portavoz de la minoría comunista era pareja a la del bien intencionado Casares. Prieto ya no se molestaba en hablar con él. Cuenta Zuga que en un encuentro casual con Azaña en Casa Lhardy, el presidente le reprochó alarmismo por una información sobre los movimientos de los golpistas. Y eso que el propio Zugazagoitia había instalado “una aduana” en el periódico para cortar el paso a los infundios y las exageraciones.
Ahora el alzamiento en armas de los más peligrosos golpistas (Franco, Mola, Varela, Queipo, Yagüe, Aranda, Kindelán, Orgaz y otros) era un hecho a punto de confirmarse. El asesinato del líder monárquico José Calvo Sotelo, en respuesta al perpetrado unos días antes, el 12 de julio, por los pistoleros de derechas contra el teniente José del Castillo Sáenz de Tejada, jefe de los Guardias de Asalto de Madrid y miembro destacado de la Unión Militar Republicana Antifascista (UMRA), brindó a los cabecillas políticos y militares la coartada que necesitaban para justificar en la esfera internacional la sublevación contra el orden constitucional democrático de la II República.
La mayor parte de los periódicos madrileños, con circulación en las principales ciudades españolas, se alinearon inequívocamente con las autoridades democráticas. La Libertad titulaba el 19 de julio a toda plana: “¡¡El Frente Popular, al lado de los Poderes públicos!!” (En referencia al Gobierno). Y debajo: “¡La vida por la República democrática!” La primera plana de El Liberal no le iba a la zaga: “¡Nunca más tiranías! ¡Democracia! ¡Libertad! El Pueblo es soberano”.
Unas horas antes, el sábado, 18, La Voz había dado la noticia de la sublevación, asegurando que “el Gobierno de la República domina la situación”. En un comunicado gubernamental emitido a las 15:45 horas del sábado, 18 de julio, se advertía de que los sublevados se habían apoderado de Radio Ceuta y estaban transmitiendo mentiras, haciéndose pasar por Radio Sevilla. “Comprendiendo que su movimiento ha quedado aislado y fracasado, se esfuerzan en divulgar que quedan en poder de los sublevados los ministerios de la Guerra y la Gobernación y otras falsedades como éstas”.
Los periódicos demócratas insertaban también en sus primeras planas el llamamiento de la UGT, el poderoso sindicato que dirigía Francisco Largo Caballero, a la huelga general indefinida para hacer frente a los sublevados en cuantas poblaciones los militares declarasen el estado de guerra y secundasen a los rebeldes. Los dirigentes del sindicato obrero no se esforzaban lo más mínimo en prevenir al Gobierno de las asechanzas golpistas. “Si quieren levantarse, que lo intenten; nos tendrán en frente”, afirmaban, convencidos de su fortaleza. Sin embargo, ante los hechos consumados necesitaban armas para enfrentarse a las guarniciones sublevadas. De ahí que inmediatamente la prensa recogiera las grandes concentraciones de trabajadores reclamando al Gobierno el reparto de fusiles y munición. En Madrid, el principal objetivo era el Cuartel de la Montaña, sublevado por el general Joaquín Fanjul, un viejo zorro, miembro de la UME, que había perdido el acta de diputado por Cuenca y se introdujo en el cuartel vestido de paisano para asumir el mando con el coronel Serra Bartolomé y esperar la llegada de las tropas de Mola, que mandaba en Navarra, a la capital.
El jefe del Gobierno y ministro de Guerra, Casares Quiroga, se vio desbordado por los acontecimientos y puso el cargo a disposición de Azaña, quien, de inmediato designó a Diego Martínez Barrio como sustituto.
El domingo, 19 de julio, El Sol traía a toda plana los cambios en el Gobierno, en el que el general José Miaja, era designado ministro de Guerra. El gran rotativo madrileño concedía prioridad a la sublevación de “núcleos del Ejército en Marruecos y Sevilla” y destacaba asimismo la destitución de los generales Queipo de Llano, Cabanellas (D. Virgilio), Franco, González Lara y Goded, así como el licenciamiento de las tropas al mando de jefes y oficiales sublevados.
La información quedó vieja rápidamente. En la formación del nuevo Gobierno se empleó media hora. Y el nuevo Ejecutivo apenas duró una noche, el tiempo necesario para que Martínez Barrio, que siendo jefe accidental del Gobierno en 1933 había permitido la fundación de la Falange a imagen y semejanza del partido nazi y, supuestamente, era respetado por todo el arco político, descubriera que ni el general Mola ni otros golpistas con los que habló aceptaban una salida negociada de la situación. Martínez Barrios dimitió y Azaña encargó formar gobierno a José Giral, exrector de la Universidad Central de Madrid y en ese momento ministro de Marina, cuya primera decisión consistió entregar armas al pueblo para defender la democracia.
(*) cuartopoder.es inicia hoy la publicación de una serie de artículos e infografías, que se prolongará hasta el próximo 18 de julio, con motivo del 80 aniversario de la Guerra Civil.
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- El asalto a periódicos y emisoras y el fusilamiento de periodistas demócratas, de L. D.
- La traición de Aranda, el ‘general de la República’ que mandó fusilar a los mineros, de L. D.
- Mapa de las 2.420 fosas olvidadas por el PP, de ANA ISABEL CORDOBÉS
- Vida de Víctor Roque, el niño del maquis criado y educado por un cura comunista, de L. D.
- Franco encargó a Vallejo-Nágera un plan para crear “la nueva raza española”, de L. D.
- Colectivos por la memoria piden que se prohíban actos de exaltación del 18J, de SATO DÍAZ
- 18 de julio: golpe, guerra y totalitarismo en España, de SEBASTIÁN MARTÍN
- La quiebra de la esperanza, de AGUSTÍN MORENO
- La pretendida legitimidad del franquismo, de GERMÁN GÓMEZ ORFANEL
- A 80 años del inicio del Escarmiento, de MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ
excelente iniciativa. Considero que no estaria de mas que se continuase este escrito sobre nuestra tragedia hasta el final, aportando todos los datos posibles sobre aquellos acontecimientos y sus consecuencias, señalando los responsables de aquella felonia pagada por el pueblo durante 40 años, que causaron tantas muertes y tanto exilio con mas de 600.000 expatraidos.