Daniel Ortega, brutalidad y poder
- Crónica de la difícil situación que vive Nicaragua
- Daniel Ortega rechaza un adelanto electoral tras decenas de muertos
MANAGUA (Nicaragua)- El domingo ocho de julio, los paramilitares al servicio de Daniel Ortega irrumpieron en las ciudades de Diriamba, Dolores y Jinotepe para cumplir con una jornada más de la “operación limpieza”: Desmontar, uno a uno, los 136 tranques que los ciudadanos instalaron desde hace más de un mes en Nicaragua como parte de rebelión cívica contra el gobierno sandinista. El saldo del ataque fue brutal: 24 asesinados en diez horas de enfrentamientos. La peor matanza desde que empezaron las protestas el 18 de abril, y que, 86 días después, dejan más de 300 fallecidos.
Los paramilitares son civiles armados que utilizan armas de alto calibre para combatir a los rebeldes, quienes desde sus trincheras responden con armas no letales, como morteros artesanales. Aunque el gobierno de Ortega negaba la existencia de grupos armados irregulares al margen de la ley, hace una semana admitieron que se tratan de “policías comunitarios”. El poder de los fusiles paramilitares se imponen la mayoría de las veces. En estas ciudades del departamento de Carazo, situadas a 40 kilómetros de la capital Managua, la “operación limpieza” fue a sangre y fuego. Los heridos eran trasladados a puestos médicos clandestinos bajo los incesantes balazos. Los vídeos que circularon en las redes sociales salieron de las trincheras rebeldes. Demuestran un lado íntimo del frente de batalla. Jóvenes tendidos en el piso sobre espesos charcos de sangre con heridas fulminantes en la cabeza, cuello y tórax, mientras sus compañeros los arrastraban capeando el siseo de los proyectiles.
Lo que pasó en Carazo ha sido la tónica de estas protestas que han sido reprimidas con “exceso de la fuerza”, incluidas “ejecuciones extrajudiciales” y centenares de detenciones arbitrarias, de acuerdo a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). La CIDH visitó Nicaragua para corroborar en situ la situación de los derechos humanos y determinó que el gobierno de Daniel Ortega ha cometido “graves violaciones” al respecto, como la privación de la vida. Aunque la CIDH suma 264 muertos en 86 días de protestas, organismos de derechos humanos nicaragüenses apuntan a 351 muertos, 2 mil 100 heridos, y 261 desaparecidos.
La discrepancia de las cifras reside en que los muertos aumentan a diario, y la diferencia en los estilos de trabajos de estos organismos para corroborar y armar los expedientes de los fallecidos. Como sea, la presidenta del Centro Nicaragüense de Derechos Humanos (Cenidh), la doctora Vilma Núñez, califica lo que vive Nicaragua “como la peor matanza desde la postguerra”.
Nicaragua explotó
Daniel Ortega volvió al poder en 2006. Pactó con el expresidente Arnoldo Alemán para bajar el techo de la elección a 35%. Así consiguió la silla presidencial y comenzó a erigir un proyecto autoritario y personalista en el poder. Ayudado por el ingente flujo de dólares venezolanos, Ortega construyó un gobierno de tinte socialista en la retórica y neoliberal en la práctica. Pragmático, el exguerrillero sandinista pactó con los empresarios y consiguió estabilidad macroeconómica en el país. El “modelo de diálogo y consenso” con el sector privado le facilitó la consolidación de “una dinastía familiar”, según sus críticos, como Dora María Téllez, ex compañera de armas de Ortega durante la Revolución Sandinista.
Con programas sociales ejerció populismo y consiguió soporte social indiscutible. Por años, los opositores alertaron que mantenía contentos a los empresarios y a los pobres, mientras que la clase media era reducida gradualmente con alzas a los impuestos. Bajo ese contexto, Ortega gobernó sin oposición efectiva. Mantenía el monopolio de las calles. Los ciudadanos parecían indiferentes ante sus desmanes: Reformar la constitución para reelegirse indefinidamente, violar derechos humanos, anular la independencia de poderes, en especial la del Poder Electoral para perpetrar fraudes electorales, que fueron denunciado por misiones electorales, como la de la Unión Europea. Y el corolario: Situar a su esposa en la primera línea de la sucesión constitucional como su vicepresidenta. Así como “House of Cards”, la popular serie de Netflix.
Sin embargo, el 18 de abril Nicaragua explotó. Daniel Ortega anunció unos días antes reformas al seguro social. Por un lado, aumentaba el aporte de la patronal y empleado. Por el otro, imponía un tributo del 5% a los pensionistas. Todo para paliar la severa crisis de la seguridad social, pero el anuncio no fue bien recibido. Los universitarios fueron los primeros en levantarse junto a los jubilados. Ortega reprimió la protesta del 18 de abril con turbas de su gobierno y antimotines. Fue transmitido en vivo. Miles que veían las escenas —en las que hirieron a ancianos, jóvenes y periodistas— serían mañana los ciudadanos que declararían una rebelión cívica y desarmada.
Al siguiente día, el 19 de abril, las principales universidades públicas fueron tomadas por los estudiantes. Ortega respondió de la misma forma: Violencia. Esa noche fue asesinado en la Universidad Politécnica de Nicaragua (UPOLI) Darwin Manuel Urbina, un ciudadano capitalino. El gobierno responsabilizó a los universitarios de su muerte, los familiares del trabajador de 29 años señalaron directamente a la Policía Nacional. Darwin fue el primer muerto en la lista de fallecidos que han cambiado Nicaragua, hasta hace tres meses “el país más seguro de Centroamérica”.
Aunque Ortega dio marcha atrás a la reforma de la seguridad social, ya la protesta había mutado. Eran 76 muertos por los que el país pedía justicia. El descontento popular ya no se trataba del seguro social. “¡Que se vayan, que se vayan!” es la consigna que más se repite en las manifestaciones populares, y es la que resume la demanda de Nicaragua: que Daniel Ortega y Rosario Murillo abandonen el poder y se realicen elecciones generales en el primer trimestre de 2021. Esa propuesta es aupada por la iglesia Católica de Nicaragua cuyos obispos son intermediarios en el “Diálogo Nacional” para negociar estos temas. La contraparte en ese diálogo es la Alianza Cívica por la Justicia y la Democracia, conformada por los universitarios, movimientos feministas, indígenas, de la diversidad sexual, organizaciones de la sociedad civil, los empresarios. Es decir, la mayoría de los actores sociales y económicos de Nicaragua.
Más de 350 asesinados después, y ante ininterrumpidas protestas ciudadanas en todo el país, Ortega anunció que no se va del poder ni adelantará elecciones. “Aquí las reglas las pone la Constitución de la República a través del pueblo, las reglas no pueden a venir a cambiarla de la noche a la mañana simplemente porque se le ocurrió a un grupo de golpistas”, explicó Ortega el sábado siete de julio, en referencia a los manifestantes.
“Si los golpistas quieren llegar al gobierno, pues que busquen el voto del pueblo y ya veremos si el pueblo les va a dar el voto a los golpistas, que han provocado tanta destrucción en estos días, ya habrá tiempo tal y como lo manda la Ley, habrá tiempo para las elecciones, todo tiene su tiempo”, agregó. El tiempo que Ortega traza es hasta el 2021, cuando está supuesto que el plazo de su administración caduque.
Después de ese anuncio que radicaliza la situación en Nicaragua, hordas del gobierno atacaron físicamente a los obispos mediadores e intensificaron la represión. Nicaragua vive en un estado de terror a causa de las bandas paramilitares. Los encapuchados armados han protagonizado crímenes escabrosos: quemaron viva seis integrantes de la familia Velázquez-Pavón en la ciudad de Managua después que ellos se opusieron a prestarles el tercer piso de su casa para colocar francotiradores y atacar las barricadas. Entre las víctimas habían dos menores de edad.
Este tipo de crímenes también han golpeado a los simpatizantes del gobierno de Ortega. Bastiones sandinistas leales al gobierno Ortega-Murillo se han rebelado. Monimbó, en Masaya, es el icono de esa rebelión. Las mismas barricadas de adoquines que ayudaron a derrocar la dictadura somocista, hoy son erigidas contra uno de ellos, un sandinista, su líder, su comandante, el presidente Daniel Ortega.
“Yo peleé en el Ejército Popular Sandinista en los ochenta. Pero hoy es una lucha desigual. Aquí no hay armas y ellos usan fusiles contra nosotros”, dice Álvaro Gómez, un lisiado de guerra y militante sandinista. Su hijo, que llevaba su mismo nombre, fue asesinado el 20 de abril en Monimbó. Fue un disparo fulminante al lado izquierdo del pecho. Tenía 23 años.
“Aunque me hayan matado a mi hijo sigo siendo sandinista. Pero no un simpatizante de la familia Ortega-Murillo”, advirtió Gómez, mientras se acomoda su vieja prótesis de pierna. “Durante la insurrección contra la dictadura de los Somoza tenía ocho años y me acuerdo cómo reprimían a mi pueblo. Y ahora se repite la historia”, agregó. Al asesinar a los nietos del sandinismo, Daniel Ortega también ha perdido el apoyo de los seguidores que le eran fieles. En palabras de miembros de la Alianza Cívica por la Democracia, Ortega está solo con las armas y los paramilitares de su lado.