PADANG BESAR (FRONTERA ENTRE TAILANDIA Y MALASIA).– Cuentan los soldados que custodian el campo que, desde el aciago día en que lo hallaron, cada noche ven fantasmas. Ante el escepticismo del interlocutor, tensan el semblante, se encogen de hombros e insisten en que ellos los sienten. La cultura de lo sobrenatural y el temor a los espíritus es parte inherente de la sociedad tailandesa, pero la sensación de la que hablan los aguerridos militares cobra sentido a pie de las 30 fosas abiertas como heridas en las montañas de Khao Khaew, apenas a 300 metros de la frontera que separa Tailandia de Malasia.
Fue este macrocampo de traficantes de la región de Padang Besar el que sacó a relucir las miserias de la industria del tráfico humano, uno de los grandes negocios del Sureste Asiático, poniendo en evidencia el papel de Tailandia en el negocio de la trata de personas. Su cementerio clandestino y sus jaulas de bambú, con capacidad para un millar de personas, confirman la terrible impunidad de la criminalidad organizada. Sus torretas de vigilancia y las instalaciones de sus guardianes, donde se mezclan lencería, botes de cosméticos y tacones inimaginables en lo más recóndito de la jungla con varas de hierro, constatan de forma abrumadora la maldad intrínseca de algunos seres humanos.
Los tratantes de personas gestionaban a palos y a tiros su pequeña aldea del horror. Siete barracones de 12 metros de largo por cinco de ancho con apariencia de jaula, construidos con bambú, encerraban a refugiados de todas las edades -desde bebés hasta ancianos de 70 años, según testimonios de supervivientes- que habían pagado desde su Birmania o su Bangladesh natal a las redes de tráfico para escapar de la violencia religiosa, en el caso de los primeros, o en busca desesperada de un trabajo, en el de los segundos. Pagaban para terminar capturados por unos desaprensivos que les privaban de su condición humana convirtiéndoles física y anímicamente en meros espectros. Empeñaban sus magras pertenencias apostando todo por un futuro sin persecución política en Malasia y terminaban rehenes en una jungla. Otros cautivos eran personas simplemente secuestradas, jóvenes como Tutansasa, un bangladesí de 28 años que, según relató a la prensa local, trabajaba de contable en una fábrica de azúcar cuando fue capturado por la mafia e introducido por la fuerza en un barco. Cuando se quiso dar cuenta, estaba inmerso en la pesadilla del campo de Padang Besar, rodeado de cientos de personas tan indefensas como él.
Incluso cuando estaban poblados por las víctimas de los tratantes, incluso antes de que fueran excavadas las primeras tumbas, ya eran campamentos de fantasmas. Cientos de víctimas que se consumían de hambre, sed y miedo sin que nadie les quisiera ver, ignoradas por haber tenido la desgracia de haber nacido en una familia, comunidad o país desafortunado. Son un negocio redondo para los traficantes. Tras sacar con promesas o mediante la violencia a las víctimas por barco, atracaban en la costa tailandesa y los trasladaban de forma clandestina -parte del trayecto en camiones y parte a pie- a los campamentos de la muerte. La ruta más habitual les llevaba desde las costas de Satun hasta las proximidades del Parque Natural de Taleh Ban. Allí, tras unos diez kilómetros a pie jungla a través, amparados por la oscuridad de la noche y en una zona por tramos impracticable, les esperaban instalaciones como las de Padang Besar.
Este es uno de los cuatro grandes campos hallados -las autoridades estiman que en su interior llegaban a ser hacinadas hasta un millar de personas- pero, si sumamos las instalaciones menores, más provisionales, el número de emplazamientos desarticulados se cuenta por decenas. Imposible calcular el número de campamentos que no han sido hallados aún. No obstante, en el principio, antes de que las autoridades y los medios se pronunciasen ante la realidad de la trata, fue el campo de Padang Besar el que casi se cobra la vida de Tutansasa. La dirección del hospital de Songkhla, donde hoy languidece, se niega a permitir que se le hagan preguntas o que se le tomen fotografías, pero accede de mala gana a dejar que los visitantes vean a sus dos pacientes rohingya: puros esqueletos abandonados en un pasillo, con las manos y piernas agarrotadas y mirada agónica.
Tutansasa fue hallado con vida en el campo de Padang Besar el mismo día que lo desarticularon. Tras haber pasado nueve meses en aquel lugar, su estado de salud era tan precario que sus huesos no sostenían su cuerpo. Sus traficantes le dieron por muerto y le abandonaron cerca de las tumbas, junto a dos cadáveres sin enterrar. Un día después de su llegada, fue hospitalizada Kala, una mujer rohingya de 25 años, superviviente de otro campo cercano. Cinco meses había consumido, con su hija de diez años, en aquel lugar infernal. "Vi más de cien personas morir en aquel sitio", contaría a la prensa local en estado de shock. "El día de mi llegada vi morir a dos mujeres. El último mes, murieron tres. Algunas mujeres eran violadas cuando sus familiares no podían pagar su rescate".
Kala y Tutansasa confirmaron el procedimiento de las mafias, más que sabido: tras llegar al campo, los secuestrados son puestos en filas y obligados a telefonear a sus familias pidiéndoles un rescate que suele rondar los 2.000 dólares. Por lo general, la víctima que telefonea es golpeada para añadir dramatismo. Se trata de una fortuna inalcanzable para muchas familias rohingya, una comunidad musulmana birmana repudiada por las autoridades, que les niegan derechos básicos tachándolos de inmigrantes ilegales, y que no tienen posibilidades de trabajar. Viven en guetos insalubres cercados por las autoridades y son frecuente objeto de la violencia de la comunidad budista. Son esas las condiciones las que les empujan a huir en barco en busca de un futuro en Malasia, pese al riesgo de enfrentarse al peaje que imponen algunas mafias: un secuestro de meses que puede costar la vida.
La violencia sexual es norma en los campamentos. Kala contaba cómo las mujeres más bellas son separadas por los guardianes. A ellas les ofrecen comida, ropa y hasta cosméticos a cambio de sexo consentido, algo que se confirma en la visita a Padang Besar. "Por eso algunas se convierten en sus mujeres, con la esperanza de ser mejor tratadas. Significa que pueden tener la posibilidad de llegar a Malasia. Algunas se quedan embarazadas, pero eso no significa que no vayan a ser golpeadas", rememoraba Kala.
Otras mujeres son violadas como castigo por la demora del pago. Los abusos de todo tipo son comunes en los campos, donde niños pequeños son hacinados con sus madres en las enormes jaulas donde hoy pueden verse, abandonados, zapatos infantiles y pequeñas mantas que algún día envolvieron a bebés. "Aquellos cuyos familiares no pueden pagar son golpeados hasta morir", relata Tutansasa, con su hilo de voz y su respiración dificultosa. Una comida al día a base de arroz y agua sucia son todas las provisiones que les proporcionaban a sus víctimas. "Abusaban de nosotras y nos pegaban. Nunca había suficiente comida". Eso explica que el cuerpo de este hombre sea un puro esqueleto recubierto por piel reseca. "Por la falta de hidratación", apostilla la doctora.
A su lado, yace inmóvil Mumramut, 22 años de hueso y pellejo que parecen 40. Llegó cubierto de úlceras por la falta de movimiento: los cautivos suelen compartir, agazapados en posición fetal, espacios mínimos donde la mera posibilidad de estirar las extremidades es un sueño. La médico tailandesa que nos atiende admite no haber medido el grado de desnutrición de ambos hombres y anima a que lo hagamos por nosotros mismos. Trato de medirle la muñeca rodeándola con mi anular y mi pulgar. Me sobra toda la yema del primer dedo. Mumramut hace un breve gesto de dolor. Grandes lágrimas comienzan a surcar su rostro, pero no tiene fuerzas para limpiárselas. Es imposible saber si llora de dolor, de impotencia o de tristeza. No nos autorizan a hablar, pero cuando la jefa de Enfermería se ausenta unos segundos -suficientes para tomar las imágenes-, Mumramut recita varias veces una palabra: "campos'. Ambos están visiblemente frustrados por carecer de un intérprete rohingya que pueda ponerles voz, así que recurren a los gestos. Tutansasa levanta las manos y junta sus muñecas como si estuviera esposado.
Choca que ambos hombres estén en un pasillo exterior, cuando las autoridades tailandesas les mostraron a la prensa en una habitación acondicionada. Un desvencijado ventilador, ahora desconectado, no podría combatir las altísimas temperaturas de Tailandia aunque funcionase a máxima potencia. Choca aún más que Mumramut no haya ganado aparentemente peso desde agosto, cuando llegó al hospital tras ser hallado por lugareños al borde de la muerte por desnutrición. Dicen los médicos que la rehabilitación "no ha funcionado", pero lo cierto es que este hombre no puede mover ninguna extremidad y que, aparentemente, carece de fuerzas nueve meses después de ser ingresado. Una bolsa de pañales de adultos es la única posesión a la vista. No hay goteros ni medicinas en el pasillo, pese a que a ambos, en especial a Tutansasa, le cuesta visiblemente respirar. La enfermera dice que ya no los necesitan y que comen de todo, algo difícil de concebir.
Los responsables del hospital de Songkhla acceden a regañadientes a ofrecer información. Dicen que, desde que el 1 de mayo el hallazgo del campamento de Padang Besar estallase en la cara de las autoridades, han sido admitidos siete rohingya: cinco hombres y dos mujeres, entre ellos Kala y Tutansasa. Todos ellos fueron abandonados, debido a su lamentable estado físico, por los traficantes que huyeron en estampida cuando supieron -siempre un soplo oportuno- que las fuerzas del orden se aproximaban con órdenes de detenerles. En el campamento de Padang Besar todo delata la premura de la evacuación: toallas aún tendidas, bisutería abandonada, cazos sin enjuagar... En una de las vallas de la treintena de instalaciones que componían el campo, algunas por terminar, una bolsa con inmaculados sudarios recuerda la agónica operación de rescate de los 26 cadáveres hallados. La zona es tan remota, de tan difícil acceso, que tardaron varios días en llevarlos a la ciudad de Hat Yai, donde serían enterrados. Fueron necesarias ocho personas para desplazar cada cadáver por la empinada colina que esconde este campamento. "También hallamos dos cadáveres sin enterrar", explicaban los militares que custodian el campamento en referencia a los cuerpos sin vida que acompañaban a Tutansasa.
El religioso musulmán Aja Ismail (Maestro Ismail) ha participado en los tres funerales oficiados hasta ahora por los 53 cuerpos de rohingya hallados en diferentes campos desde que comenzasen las redadas. Asegura que el secuestro de refugiados e inmigrantes se convirtió en un fenómeno masivo cinco años atrás, pero que Tailandia lleva siendo lugar de tránsito de refugiados e inmigrantes una década. "Antes, los que venían, podían pagar. Mientras tenían dinero, no había problema", dice en referencia al rescate que se ven obligados a realizar a los traficantes. Si sus familiares hacen efectivo el pago, en un plazo de dos o tres días suelen ser entregados a las mafias que gestionan el negocio de la trata del lado malasio de la frontera. Si no pueden hacerlo, se quedan de forma indefinida en los campamentos de la muerte.
"Es algo que todos sabían, pero nadie ha actuado hasta ahora", prosigue Aja Ismail desde la oficina de la Red de Asistencia Humanitaria para los Rohingya de Songkhla. "No le puedo decir por qué", responde ante la insistencia de la periodista. En la aldea de Bang Tah Lo, la más cercana al campo de Padang Besar, los vecinos confirman que todos eran conscientes de lo que sucedía en la jungla. "Desde hace tres años todos sabíamos lo que pasaba, pero nos manteníamos ciegos. Llegaban en furgonetas con material de construcción, por las noches pasaban por ese camino a los refugiados... Todos los sabíamos. Las autoridades lo sabían. El problema es que la mafia es tailandesa, y no nos atrevíamos a denunciarles", explica un agricultor. "Este es un sitio pequeño y nadie quiere buscarse problemas".
En este punto hay que recordar que el alcalde y el vicealcalde de Padang Besar, la localidad principal del municipio, están arrestados y que una veintena de sus oficiales de policía han sido trasladados. Muchas son las órdenes de detención que llevan nombres de vecinos de Padang Besar. "Algunos están detenidos, otros han pagado la fianza y otros han huido", prosigue el lugareño, mientras repara, sentado en cuclillas, su desbrozadora. Abu Qalam, miembro de la comundidad rohingya asentado en Tailandia desde hace 35 años, es más tajante: "Tenían la información detallada de dónde se encuentra cada uno de estos campos desde hace dos años. Si los hubieran querido desmantelar, lo habrían hecho. No lo hicieron porque la mafia son ellos", asevera desde un café de Satun.
¿Qué hace España en el Consejo de Seguridad de la ONU después de recavar el voto de estos países ante la gravedad del exterminio de la comundidad rohingya? ¿A qué se dedica el dandy Margallo? ¿Ha alzado la voz ante la situación gravísima en Libia?