BEIRUT.– “Lo que vivió el Líbano durante los años de la guerra [civil] fue menos duro que lo que vivimos hoy en día”. La frase del ministro del Interior libanés en funciones, Marwan Charbel, pronunciada este fin de semana en la ciudad libanesa de Trípoli, donde 12 personas han muerto en la última oleada de violencia, es probablemente exagerada pero sí resulta premonitoria. El potencial de desestabilización del país del Cedro, que el pasado sábado se quedó sin Gobierno tras la dimisión del primer ministro, el multimillonario suní Najib Miqati, sigue aumentando ante los ojos de una clase política pirómana e irresponsable, incapaz de alcanzar consensos por el bien de la comunidad si ponen en peligro sus propios intereses y los de sus aliados regionales. La sociedad se siente a merced de una suerte que no está en sus manos, y las escasas actividades cívicas a favor de la convivencia pacífica quedan eclipsadas por la realidad de un país que sigue plagado de rencores y donde las milicias de la guerra civil, entre 1975 y 1990, no se desarmaron.
La crisis siria hace tiempo que penetró en el Líbano. Lo hizo en forma de refugiados (un 10% de ellos registrados, a quienes hay que sumar unos 600.000 trabajadores sirios que han quedado en el limbo legal gracias a la guerra, lo cual suma un 25% a la población del Líbano), de combatientes que usan Akkar, en el norte del Líbano, para reabastecerse, recibir atención médica o reorganizarse, de bombardeos del régimen sirio (los últimos, esta semana, dentro de territorio libanés, supuestamente destinados a lugares ocupados por rebeldes sirios), y de odio sectario entre suníes y chiíes libaneses: los barrios alauí de Jabal al Mohsen y suní de Bab al Tabbaneh, en Trípoli, son el mejor ejemplo de qué ocurre cuando el rencor es llevado al ámbito bélico y un tenebroso reflejo de la división nacional. La reacción tras el ataque contra clérigos suníes en barrios mixtos de Beirut, hace escasos días, fue otro buen ejemplo de lo rápido que pueden degenerar las cosas.
A ello hay que sumar una infinidad de factores que erosionan el tenso equilibrio que mantiene el país en paz. Uno de los más graves es la ausencia de liderazgo de la comunidad suní, propiciada la ineficaz actuación del 14 de Marzo y por la huida de su líder, Saad Hariri, que abandonó el Líbano cuando perdió la jefatura del Gobierno alegando razones de Seguridad. Ese vacío ha propiciado el ascenso de personajes como Ahmed Assir, un clérigo salafista desconocido hasta la crisis siria que se ha alzado como líder de la comunidad y que se enfrenta pública y visceralmente contra Hizbulá, aliado con el régimen sirio, amenazando con declarar la guerra e incitando el odio hacia los chiíes. El Estado le ha dejado hacer, desde abusar de la violencia dialéctica hasta promover sentadas y cortes de carreteras que afectan a la economía de su localidad, Sidón, pasando por demostraciones de fuerza acompañadas de armas, y hoy en día es capaz de movilizar a la calle suní como ya demostró hace unas semanas. La dejadez institucional ante sus excesos ha hecho del líder salafista un intocable: si hoy intenta ser detenido, los enfrentamientos serán inmediatos en todo el Líbano.
El Ejecutivo de Miqati, formado por aliados de Hizbulá, drusos e independientes, ha sido un fracaso: no sólo no se han aprobado leyes demandadas en las calles por la sociedad civil, sino que se han negado problemas obvios como la presencia de refugiados o la mera existencia de la crisis siria, catalogada de ‘conspiración’ siguiendo el argumento de Bashar Assad. Esa dejadez ahora se traduce en una presencia masiva de sirios huídos de la guerra, en su mayoría acogidos por familias de escasos recursos económicos, y en la instalación de células salafistas -no sólo libanesas, sino posiblemente regionales- en el Líbano atraídas a la guerra sectaria que se libra estos en tierras sirias. El crimen común se ha multiplicado en el Líbano, y la incapacidad de las fuerzas de Seguridad de estar en todos los frentes –así como la ausencia de voluntad política: la decisión de no desplegar tropas en la frontera con Siria ha propiciado muchos de los problemas que se ven ahora- hacen prever más criminalidad en el futuro.
El Líbano está en vías de convertirse en un Estado fallido. La mala gestión económica ha disparado el déficit y la pésima gestión política provocó casi un mes de huelga que terminó hace escasos días, tras la aprobación de un incremento salarial para los funcionarios que aumentará el endeudamiento del país. La incapacidad de la clase política para alcanzar un consenso sobre la ley electoral que debe dirigir las próximas elecciones parlamentarias, prevista para junio, hace más que probable que haya que aplazar los comicios indefinidamente, ampliando el mandato de los parlamentarios. El mismo camino puede seguir el presidente Michel Sleiman, cuyo mandato expira el próximo año. Habrá que ver cómo se resuelve la sustitución de los altos cargos (entre ellos el máximo responsable de las Fuerzas Internas de Seguridad –policía-, el general Ashraf Rifi, y su equivalente en el Ejército libanés, el general Jean Kahwagi) obligados a retirarse por cuestiones de edad. El hecho de que no haya un Gobierno que pueda ampliar sus mandatos o bien sustituirles incide en el vacío de poder, especialmente, en el ámbito de la Seguridad. Y el Líbano no puede permitirse ser débil en ese sentido. Sin un despliegue de las fuerzas armadas en las fronteras, el contagio de los combates al interior del Líbano es inevitable. Pero, como decía Kahwagi hace escasos días, "¿de qué sirve controlar las fronteras si el interior del país se desmorona?".
El momento es crucial para el Líbano. La crisis económica y la pobreza de regiones como Akkar y Bekaa, sumadas a la radicalización religiosa y al desgobierno, a la influencia siria y a la incertidumbre, convierten al país en un oasis para los yihadistas. Como el responsable del partido Lealtad a la Resistencia (facción política de Hizbulá), Mohamed Raad, señalaba en declaraciones a la prensa libanesa, la dimisión de Miqati implica un “inmenso vacío en el país”. Raad criticaba que Miqati, que afirmó dimitir para promover un consenso que llevara a la celebración de elecciones, “se aleja de los huracanes políticos que se avecinan”.
Mustapha Hamoui, responsable del Blog Beirut Spring, asemeja la situación del Líbano a una foto -puede verse aquí- de una de las manifestaciones sindicales: una masa ingente contenida por un exiguo cordón policial a la que esperan nueve policías anti-disturbios mal pertrechados. "Este es un momento grave lleno de presagios en el Líbano. Todos tenemos que ser muy cautos y responsables, pero eso no nos asegura un paso sin riesgos al otro lado”, escribía. “Simplemente, no hay lugar para más negociaciones largas y dilatadas en el próximo Consejo de Ministros, en el cual cada lado sólo se preocupa de su parte del pastel. Hay urgentes prioridades que abordar: seguridad, elecciones, economía, y eso debe ser la prioridad de los políticos”, rezaba en su editorial de hace unos días el diario libanés Daily Star, tras la caída del Gobierno.
A los libaneses no les inquieta tanto el vacío político –no es la primera vez que pasan meses sin Ejecutivo- sino las intenciones ocultas de sus dirigentes y su capacidad para poner de lado los intereses nacionales si entran en contradicción con sus propios intereses. El presidente Sleiman quiere ver una “oportunidad” en la caída del Ejecutivo para constituir un Gobierno de Salvación Nacional que sume a todas las facciones y que salve al Líbano, pero parece improbable que los actuales dirigentes, los mismos que llevaron al país a la guerra civil y lo destruyeron durante la contienda, muestren ningún atisbo de responsabilidad. Líbano es un país hecho de las voluntades individuales que suele ser deshecho por una clase política sin escrúpulos.