Cuando en el año 2000 Bachar al Asad sustituyó a su padre, Hafez, al frente de Siria, este país experimentó un periodo de apertura bautizado como “la Primavera de Damasco”. Durante casi un año, la capital siria y otras ciudades vivieron un clima de cierta libertad y, sobre todo, de esperanza. El joven presidente, de aire y formación occidental, prometió reformas y hasta se llegaron a abrir “clubs de debate” que se llenaron de discusiones apasionadas y en las que intervenían personas que, durante años, habían permanecido en silencio por miedo a la represión. Todo indicaba que esos clubs iban a ser embrión de nuevos partidos políticos.
Aquella primavera se fue marchitando mientras se aplazaban las reformas y terminó congelándose cuando la policía secreta fue deteniendo a quienes más se habían destacado. La fuerza que en Siria tienen los servicios de inteligencia fue precisamente uno de los argumentos que después se utilizarían para justificar la marcha atrás de Bachar al Asad. Decían que había querido cambiar las cosas pero que el “aparato del Estado”, “la vieja guardia del Baath”, no se lo había permitido.
No les faltaba razón. A Bachar también le había cogido por sorpresa la muerte de Hafez al Asad; no estaba preparado para gobernar un sistema tan complejo ni conocía los entresijos del poder. Durante cuatro décadas, el “aparato” que había controlado el poder político, militar y policial también se había hecho con el control de la economía. Una apertura, significaba echar todo por la boda, poner fin, de golpe, al privilegiado “modus vivendi” que había adquirido.
Más que el modelo político e institucional, el verdadero problema para una salida a la crisis es este entramado que se ramifica por todos los rincones de la Administración. Aquellos sectores sociales que han unido su existencia al sistema baasista no van renunciar a su “estatus social”, sobre todo si, además son los responsables de la dura e impune represión ejercida por el Baath desde que llegó al poder.
Por todo ello, sorprende que las informaciones en torno al referéndum sobre la nueva constitución se hayan centrado en explicar que pone fin a la hegemonía de este partido, que permite la libertad de otros y la posibilidad de que haya varios candidatos a la Presidencia. Como me recordaba hace unos años un colega sirio en Damasco, si bien es importante el multipartidismo y las garantías constitucionales, mientras no se desmantele la red de servicios de inteligencia, no existe posibilidad de cambio real.
Sea por incapacidad, falta de valor o impotencia, el asunto es que Bachar al Asad no ha aprovechado esta década para ir adaptando las estructuras del Estado sirio a la nueva realidad internacional y nacional. Pero, por lo que se dice en la nueva carta magna, todo indica que tampoco está dispuesto a hacerlo ahora. Más bien ocurre lo contrario; la brutal ofensiva contra Homs cada vez se parece más a lo que hace tres décadas hizo su padre en Hama; todavía no se sabe con exactitud si los muertos fueron 10.000 o 30.000. Se podría decir que Bachar ha retrocedido no una sino tres décadas, regresando al periodo más duro de su progenitor. De acuerdo con los datos que acaba de facilitar la ONU, el coste en vidas de la actual represión se acerca trágicamente a la primera de esas estimaciones: 7.500 muertos, 500 de ellos niños.
La nueva constitución votada el domingo no deja de ser otro insulto a la Siria de hoy. Es cierto que, como se prometió ya hace una década, se ha eliminado ese apartado del Artículo 8 que consagraba constitucionalmente el liderazgo social y político del Baath, decir un sistema de partido único “de facto”. Pero la nueva versión de este artículo igualmente prohíbe aquellos partidos cuyos objetivos o composición tengan una base religiosa, étnica o regional, lo cual, en la práctica, supone excluir del juego político precisamente a las fuerzas emergentes que están demostrando su capacidad para controlar amplias zonas del país de forma efectiva y al margen del Estado.
Se trata, en concreto, de los Hermanos Musulmanes, principales impulsores del Consejo Nacional Sirio, y cuya proyección en las zonas rebeldes (Homs, Hama, Idlib…) nadie cuestiona. Ocurre lo mismo con los partidos kurdos, que están comenzando a sustituir al Estado en algunas áreas de la franja fronteriza con Turquía; y algo parecido se podría decir de los asirios (cristianos ortodoxos), cuyas organizaciones políticas, debido a su posición neutral, podrían jugar un valioso papel mediador en una necesaria negociación si, como se teme, la guerra civil deriva en un enfrentamiento abierto entre las dos principales comunidades musulmanas: alawíes y suníes.