HOMS (SIRIA).- Con una kefiyeh (pañuelo ajedrezado) enrollada en la frente para que el sudor no entorpezca su trabajo, Abu Berri se afana en el tratamiento de una herida limpia de bala. Introduce un catéter con suero para limpiar la lesión mientras los alaridos de la mujer resuenan en la precaria habitación que hace las veces de sala de operaciones, célula de estabilización e incluso morgue del hospital de campaña de Baba Amr, un barrio de Homs que, como toda la ciudad siria, lleva desde hace meses siendo sometida al cerco militar y a los disparos indiscriminados de los francotiradores como los que arrancan desgarrados gritos en la paciente.
“¡No me fotografíen, que me van a matar!”, repite ésta al ver una cámara mientras recibe tratamiento médico de urgencia, agarrada a la mano de un familiar que observa la situación con impotencia. Al lado de la camilla, situada en el suelo, Leila traduce en susurros mientras prepara una inyección con anestesia local que rápidamente le administra en la pierna. “Llevaba tres días sin salir de casa, pero necesitaba ir a comprar pañales. En la misma puerta de su casa, un francotirador le disparó”, explica.
Mientras, Sleiman se afana en sacar un nuevo herido de una furgoneta cuyo interior está empapado de sangre. Realiza torniquetes y hurga en los cajones de la cómoda en busca del medicamento adecuado. No es enfermero: es primo de Abu Berri e hijo de Abu Sleiman, un corpulento hombre encargado de lavar y embalsamar los cadáveres.
Sleiman es un soldado desertor que decidió dejar las armas al principio de la revolución para dedicarse a salvar vidas en lugar de cosecharlas en nombre de la dictadura. También es una parte indispensable en el rescate de heridos, en la asistencia médica, en la limpieza de la sangre y en cualquier otra ocupación que requiera el hospital.
Leila tampoco es enfermera, sino técnica de laboratorio. Abu Berri es el único doctor que lidia con las heridas de guerra del barrio, de 28.000 habitantes, pero nunca estudió Medicina. Antes de la revolución era un simple obrero de la construcción, que solía instalar solados y alfombras, pero cuando comenzaron las manifestaciones, en las que participaba hasta que optó por encontrar un cometido más útil, habló con un amigo doctor.
“Le pedí que me dejara acompañarle durante una semana, en el quirófano, en el tratamiento de lesiones… Él y la experiencia de esta guerra me han enseñado todo lo que sé”, dice mientras prepara sobre una tabla de madera, un antiguo estante, una escayola improvisada para inmovilizar una pierna a la paciente antes mencionada. Teme que esté rota, pero carece de aparato de rayos X para confirmarlo. “Ahora me encargo de todo. Ayer recibimos 100 víctimas de los bombardeos. Pero dios está conmigo. Solo eso explica que sólo 10 murieran en estas habitaciones”, dice en referencia al pasado sábado, cuando la artillería pesada se abatió contra Baba Amr con toda crudeza.
Junto varios civiles voluntarios, Leila, Sleiman, Abu Sleiman y Abu Berri son los únicos que asisten el hospital de campaña de Baba Amr, el mayor de la ciudad de Homs. Sus salas nunca están vacías: vecinos y amigos cooperan en todo tipo de labores: desde la preparación de inyecciones y tiras de esparadrapo, que cuelgan permanentemente de los muros listos para ser utilizados, hasta en el traslado de heridos.
En las otras dos habitaciones de las que consta el improvisado centro médico yacen los heridos recién estabilizados; en cuanto pueden ser trasladados, Sleiman y Omar les llevan en su coche hasta sus hogares en plenos bombardeos. La bañera está ocupada por bolsas de suero, lo que antes era el almacén ahora alberga una farmacia que, calculaban, sólo podría haber asistido al hospital tres días más si el cerco que se abatió sobre el barrio de forma inexpugnable el pasado jueves no hubiese sido aliviado con la llegada de los observadores árabes, permitiendo así la entrada de suministros y equipamiento aunque sea clandestinamente.
Solo un milagro puede explicar lo que ocurre en estas salas. “Llevamos tres días sin dormir, y comiendo cuando podemos”, explica Abu Berri. Las comidas y los escasos periodos de sueño tienen lugar en la misma sala donde yacen dos heridos: en el momento de escribir esta crónica, una mujer a la que el improvisado doctor ha practicado una traqueotomía y un hombre con el estómago abierto por metralla y una pierna acribillada por clavos (se trata de una munición prohibida e indiscriminada que al estallar proyecta clavos en todas direcciones, generando muchas víctimas y provocando un grave desgaste sanitario).
En medio de la conversación, varios heridos llegan a la sala de urgencias. Un hombre con el rostro y la mano quemada por una explosión, otro con un disparo en la pierna y un tercero con una bala de francotirador que le entró por el hombro y le salió por el costado, dos mujeres con sus respectivos hijos, de cuatro y seis años, ambos heridos en un ataque el día anterior en la zona rural donde habitan, una anciana de la misma zona que vio a su hija fallecer en el mismo ataque…
Nada comparado con la jornada del día anterior, cuando los morteros sirios y los francotiradores se emplearon a fondo contra la población de Homs. “Del centenar de heridos que recibimos, 15 eran niños. Muchas mujeres. Dos de ellas murieron”, continúa Leila. “Cuando vimos la situación nos quedamos en estado de shock, estábamos desbordados. Como no hay donde ponerlos estaban por el suelo, no había espacio ni para trabajar”. En la jornada del día siguiente, el pasado lunes, el personal volvió a pasar por la misma angustia: 23 personas murieron a causa de disparos y bombardeos; el numero de heridos superó ampliamente el centenar.
Hace unos días, un farmacéutico del barrio que solía actuar como médico también acudió en ayuda de la clínica, temiendo que el número de bajas sería muy alto a causa de los duros ataques. “Se llamaba Mohamed al Awad. Aprovechó una pausa en los combates para llevar medicamentos a una familia a la que habían trasladado horas antes. Cuando salió de su casa, un francotirador le alcanzó en el pecho. Su amigo intentó recuperar el cadáver, pero los disparos se lo impidieron. Se pasó media hora en la calle, hasta que pudieron traerlo”, explica Leila mientras una voluntaria de las que dedica su vida al hospital muestra en su móvil el vídeo del cadáver de Al Awad, ya en la camilla que sirve de morgue, situada en el pasillo del hospital. Se les llenan los ojos de lágrimas.
Entre las siete de la mañana y las diez de la noche de ese sábado, no dejaron de entrar heridos. Fue aún peor el lunes, cuando el suelo del hospital estuvo permanentemente manchado de sangre. No es la primera vez que Abu Berri pasa por una experiencia semejante; en la anterior ofensiva, a principios de noviembre, el peor día acogió 70 heridos. “Cuando había una pausa en la llegada de víctimas me iba a la mezquita que hay enfrente para rezar. Lo hacía con los zapatos ensangrentados bajo los sobacos, porque sabía que en cualquier momento escucharía un coche frenar y tendría que salir disparado para atender heridos”.
Abu Berri lleva dos meses viviendo en el hospital de campaña. Antes de ello, llevó el hospital a su propia casa. “Durante tres meses, antes de crear este centro, el pasado octubre, mi familia eran mis enfermeros. Llevaba allí a los heridos y cuando terminaba con los cuidados de emergencia ellos les atendían, les limpiaban, les alimentaban… No tratamos a menos de 2.000 heridos”. De ahí adquirieron él, su tío y sus primos la experiencia que ahora tienen.
Según la propaganda del régimen, los civiles que caen bajo sus balas y morteros son terroristas, y el joven Abu Berri es, como no podía ser de otra forma, buscado por las fuerzas de Seguridad. “En noviembre, cuando el Ejército entró en Baba Amr, encontraron la clínica. Lo destrozaron todo. Pero no le encontraron” continúa la técnico de laboratorio. Abu Berri recuerda cómo detuvieron a su madre durante quince días, a su tío durante dos meses: todo para dar con su paradero. Fueron liberados, y ahora trabajan con él en el hospital de campaña.
El paramédico actúa con una destreza impresionante. Introduce catéteres en las heridas, las limpia, extrae los restos de proyectiles –en un frasco de orina guarda una decena de balas extraídas en los últimos dos días- y con las pinzas extrae una aguja con hilo de sutura de un sobre herméticamente envasado para coser las heridas. A su alrededor, los voluntarios le asisten como si fueran profesionales. Pese a que, como el propio obrero de 29 años, la experiencia de la agresión militar es su única fuente de conocimiento.
“¿Cuánto podemos aguantar en esta situación?”, lamenta Leila. “Necesitamos suero, antibióticos, anestesia, sangre…” detalla Abu Berri, quien explica su sistema para hacer acopio de reservas. “Cuando bajan los ataques, los vecinos vienen voluntariamente para donar sangre. Analizamos una muestra para saber su grupo sanguíneo y anoto sus nombres y teléfonos. Cuando se acaban las reservas, les llamo según la necesidad para que vengan a donar”. Si el hospital se desborda por los heridos, las mezquitas piden donantes mediante la megafonía.
La imaginación del equipo paramédico suple las necesidades. “En una ocasión no teníamos catéteres para evacuar la sangre de las heridas. Cortamos tubos de narguiles [pipa de agua] y lo esterilizamos, eso nos sirvió por unos días”. Las traqueotomías y amputaciones se realizan a cuchillo, pero el éxito es tal que hay gente de otros barrios que acude al hospital de campaña de Abu Berri, convertido por necesidad en el más prestigioso de Homs. Durante los peores días de la ofensiva de Ramadán, recuerda cómo una operación le llevó tres horas. “Una mujer tenía el vientre abierto. Cuando cuatro días después se alivió el cerco y vino un doctor de Homs a ayudar, se quedó maravillado con la operación”.
En los primeros meses de represión, cuando se quedaron sin vendas “usábamos jirones de ropa”, explica Leila. Los momentos de calma en los ataques les han servido para abastecerse. En este tiempo, Abu Berri se ha visto obligado a recomponer todo tipo de heridas, salvo cuando éstas afectan la cabeza o el pecho del paciente. “Entonces no podemos hacer nada, hay que enviarles a los hospitales públicos”, explica, pese al riesgo de que los pacientes sean detenidos por las fuerzas de Seguridad que los controlan, como denuncia la población y confirma un informe de Amnistía Internacional.
El hospital no lleva estadísticas, pero en noviembre decidieron hacer una excepción con los niños. “Hemos contabilizado más de un centenar de críos muertos”, lamenta Abu Berri. Tres coches privados son ahora ambulancias, conducidas bajo las balas por Sleiman y Omar, y una motocicleta sirve a Abu Berri para recorrer la ciudad cuando no hay ataques, para cambiar vendajes y vigilar la evolución de los heridos. En este tiempo, ha atendido cinco partos: cuatro de ellos fueron cesáreas. El último fue en la fatídica Nochebuena. “Hasta ahora 80 personas han muerto en mis manos. Pero mientras unas vidas se van, otras llegan”, sonríe el doctor con amargura. “Me limito a hacer lo que puedo. Pero sé muy bien que cada vida que salvo lo hago de milagro”.
La muerte de Sleiman
Un día después de escribir esta crónica, Baba Amr sufrió uno de los ataques más despiadado desde el inicio de la revolución. En el hospital de campaña, los heridos y los cadáveres se acumulaban; Abu Berri, Leila y otros voluntarios se multiplicaban mientras Sleiman dejaba nuevas víctimas en las camillas antes de partir en su furgoneta en busca de más gente necesitada. Media hora después de dejar por última vez el hospital, entró asistido por otras personas: le habían disparado en la pierna. Cuando le tumbaban en una camilla, me hizo un gesto que pretendía decir: “No es nada”.
El paramédico se volcó con él, y pocas horas después volvía a salir en busca de heridos, esta vez en el vecino barrio de Inshaat. Una nueva bala le atravesó el vientre. Abu Berri no pudo hacer más que estabilizarle antes de enviarle a un hospital público. “Era una mala herida, es una operación muy difícil”, explicaba Abu Berri con la mirada empañada. “Es poco probable que sobreviva”. Las enfermeras lloraban escondidas en la enfermería. “Antes de salir, nos dijo que no llorásemos, que la muerte era algo natural y que él estaba dispuesto a morir”, gemía Leila. Una hora más tarde se confirmó su muerte. El hospital de los milagros no pudo salvar su vida.
Este es un claro ejemplo de una persona con dignidad y, con indignación quiero mostrar mi repulsa por todos aquellos dictadores que por la fuerza quieren conseguir el poder. Que sepan que el camino que han elegido es incorrecto y solamente les guiará a su final.
¡SALUD, PAZ, AMOR, TIERRA Y LIBERTAD!
Como libertad es mostrar todos los puntos de vista, copio aquí link con la réplica del periodista Fernando Casares a la serie de artículos de Mónica G. Prieto.:
http://www.kaosenlared.net/component/k2/item/2391-la-siria-de-m%C3%B3nica-prieto-y-periodismo-humano.html