A mi abuelo paterno no lo conocí. El otro, el padre de mi madre, era un tipo peculiar. Fumador empedernido de Jean y B&N, dos misiles que perforaban mis pulmones en los primeros escarceos juveniles con el tabaco, siempre tuvo para mí los dos objetivos que todo hombre tenía en la vida antes de cumplir los veinte en España: sacarme el carné de conducir, y pasar por la mili. No le hice feliz con ninguno de los dos aunque, en el ocaso de su vida, atacado por la enfermedad que confundía su memoria y la percepción de lo real, siempre pensó que en algún momento llegué a vestirme de militar. Nunca tuvimos una relación especial. Sé que me quería porque me lo demostró a su manera, y yo tuve que ver como se marchaba para darme cuenta de que era un sentimiento recíproco. No me gustaría que nadie hablase mal de mi abuelo.
Franciso Camps, ese candidato imputado que pretende volver a presidir la Comunidad Valenciana a costa de romper para siempre los límites de la responsabilidad política en este país, parece no tener problema en hablar sobre los abuelos de los demás. Ascendido al doctorado en psicología de la memoria histórica, en medio de su orgasmo diario de felicidad, se permitió el otro día decir que el abuelo de José Luis Rodríguez Zapatero no le transmitió “ternura y cariño” al Presidente del Gobierno de España. Probablemente Camps, con una situación judicial complicada y políticamente en cuestión dentro y fuera de su partido, ha perdido cierto control sobre lo que dice. Sólo así se explica semejante falta de respeto. Se expresa Camps con frases carentes de sentido que dejan al auditorio perplejo, como si sólo él pudiese seguir la lógica de una intervención que se eleva a lo onírico, como poco. Le aplauden, porque en los mítines se suele aplaudir con el automático puesto, pero apostaría sin dudar que la inmensa mayoría no le comprende. Camps habla para la historia, o por no callar, como si ofendido por lo que todos pudimos escuchar a través de las grabaciones telefónicas con su amigo del alma, quisiese devolvernos la jugada. Si ridículo les parecí por teléfono, van a ver ahora de lo que soy capaz en público.
Zapatero no conoció a su abuelo. A ese al que se refiere Camps de forma tan ligera. No le transmitió ternura, ni cariño, ni nada. Fue fusilado por mantenerse fiel al legítimo Gobierno de la II República Española, mientras una parte del ejército se levantaba contra el pueblo usando las mismas armas con las que juraron defenderlo. Forma parte de esa memoria que hoy se quiere recuperar, olvidada, cuando no mancillada, por décadas de dictadura. Lo que sí dejo el abuelo del Presidente del Gobierno fue un ejemplo para todos: la firmeza en los principios, aunque pueda llevarle a uno a la tumba. Porque sin principios, amigo Camps, tío Paco, poco somos. Nada. El ejemplo de un hombre bien vale la admiración pública de su nieto. La evocación de unas convicciones fuertes y la fe en la democracia deberían ser objeto de admiración por parte de cualquier persona de bien. En este país ya hemos visto suficientes excesos con la familia del Presidente en algunas manifestaciones tan dignas como las pancartas que exhiben. Sólo faltaba que el Presidente de una Comunidad Autónoma se sumase a ese selecto club, fundando su Orange Party particular.
Todos tenemos un referente. Ese ejemplo pretérito al que recurrir cuando el presente se llena de dudas. Miramos atrás, en la esperanza de encontrar una respuesta, un guiño, o lo que hubiese hecho nuestro antepasado en una situación similar. Identificar el momento en el que tenemos que parar y reflexionar, utilizando toda esa sabiduría que retenemos en la memoria, es una de las cosas más difíciles. En mi caso particular, si me viese hablando en público del cariño y la ternura que le dejó de transmitir su abuelo a un tercero, tendría muy claro que necesito unas vacaciones. En el de Francisco Camps tengo serias dudas de que esto se produzca, por lo que mantengo la fe en los valencianos. Todos saben, le voten o no, que este señor se ha ganado un merecido descanso.