OPINIÓN

El presidencialismo norteamericano y el momento Weimar

  • Se está generando un estado de opinión que reactiva el imaginario de la crisis institucional de la República de Weimar
  • Más allá del deseo de Trump de permanecer en el poder, la autoridad burocrática ejerce una fuerza que lo limita de forma permanente
  • Si Biden gana las elecciones, pero no controla el Senado podrá encaminar algunas de las medidas más inmediatas y revocar las órdenes ejecutivas de la previa administración

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Desde que el gran historiador Arthur Schlesinger Jr. publicara La presidencia imperial (1973) en
pleno huracán del gobierno de Nixon, no han parado de activarse las alarmas que anuncian con no poca vehemencia la llegada de una verdadera crisis presidencial en los Estados Unidos. Cada década asistimos a la misma alarma. Ciertamente, con la dilatación del conteo de votos y la autoproclamación de Trump como “presidente reelecto” a través de Twitter, se está generando un estado de opinión que reactiva el imaginario de la crisis institucional de la República de Weimar. No en vano, hace unas pocas semanas el gran constitucionalista de la Universidad de Yale, Bruce Ackerman, alertaba que las elecciones pudieran desembocar en un angustioso momento “Weimar con tintes norteamericanos”. Ahora bien, ¿hasta qué punto nos ayuda la analogía Weimar entender lo que pudiera ocurrir en la actual crisis electoral? Mi hipótesis es que muy poco o nada. De hecho, estamos lejos de Weimar, y esta lejanía no es meramente de fe en los jueces o de convicción ideológica, sino que se basa en la propia configuración de los poderes públicos norteamericanos. De ahí que sea necesario entender la especificidad de los mecanismos de la rama ejecutiva.

Conviene recordar que este presidencialismo, a diferencia de tradiciones personalistas o caudillistas, consta de una importante concentración de poderes que se circunscriben a un vasto aparato administrativo que coordina y centraliza las agencias que regulan la mayor parte de la vida social. La paradoja del presidencialismo norteamericano radica, como han mostrado brillantemente Eric Posner y Adrian Vermeule en The Executive Unbound (2010), en el hecho de que al mismo tiempo que el poder presidencial consta de una fuerza casi ilimitada (unbounded), esa misma fuerza es constreñida a las diferentes funciones delegativas de las agencias, cuya capacidad de decisión es independiente, aunque ordenada desde el ejecutivo. Esto explica el grado de plasticidad entre las diversas agendas presidenciales, dado que la función del gobierno ya no se atiene al lento proceso legislativo del Congreso, sino que pude proceder mediante recursos estatuarios específicos a la normatividad burocrática. De ahí que, como ha dicho la gran jueza de la Corte Suprema Elena Kagan, el presidencialismo norteamericano es siempre, en cada caso, un “presidencialismo administrativo”. Todo ello implica nada más y nada menos que una racionalidad de naturaleza compensatoria, y, por lo tanto, en lo esencial ajena al impulso de un personalismo dictatorial.

De ahí que suceda lo que suceda en los próximos días o semanas en el período del reconteo de votos, uno de los ganadores es el presidencialismo administrativo. Al menos por tres razones. En primer lugar, porque su diseño institucional, operativo desde la potestad delegativa de la administración pública, neutraliza cualquier tentación dictatorial. Esto significa que más allá del deseo de Trump de permanecer en el poder, la autoridad burocrática ejerce una fuerza que lo limita de forma permanente. Esa estructura burocrática presente en el ejecutivo impide toda posible coagulación de índole personalista desde el interior mismo de esa rama del poder. En segundo lugar, la dimensión administrativa del ejecutivo permite un grado de funcionalidad que no da la espalda al principio de realidad. En lo concreto, esto significa que, si Joe Biden gana las elecciones, pero no controla el Senado, podrá encaminar algunas de las medidas más inmediatas y revocar las ordenes ejecutivas de la previa administración. De ahí que algunos constitucionalistas describan la constitución norteamericana como una “pieza suelta”, ya que las capacidades administrativas hacen posible un ordenamiento interno flexible a escala nacional, que, al mismo tiempo, evita un choque frontal con el cuerpo legislativo o los niveles subfederales de los estados. En tercer lugar, la capacidad administrativa del gobierno dota paradójicamente de energía al mando presidencial (digo paradójico ya que solemos equiparar a la burocracia con la inacción).

No podemos olvidar que esto no responde a una reciente invención, sino que remite a la concepción de un “mando enérgico” tal y como teorizó el propio Alexander Hamilton en el Federalista 70. Allí escribía: “Todos los hombres de buen sentido estarán de acuerdo de que un buen ejecutivo implica la necesidad de un ejecutivo enérgico…los ingredientes de esa energía interna al Ejecutivo son la unidad, la duración, y la provisión adecuada para la realización de las competencias efectivas de sus poderes”. Desde luego, en el siglo dieciocho Hamilton no podía imaginar el desarrollo del estado administrativo, pero podemos leer en la mención a las “competencias efectivas” un proto-presidencialismo administrativo que luego, con la consolidación jurídica del estado regulatorio en el siglo veinte, ha terminado dotando de agilidad a la rama presidencial. A diferencia de las formas caudillistas del poder, la invención hamiltoniana del “ejecutivo enérgico” radica en un movimiento sutil pero transformador: si bien la presidencia necesita energía, sus competencias están vinculadas a la coordinación y a la delegación del aparato burocrático. 

¿Tiene todo esto algo que ver con el momento de Weimar? ¿Se debió aquella profunda crisis constitucional que dio lugar al ascenso del nacionalsocialismo a una configuración presidencialista tal y como la hemos descrito? En lo absoluto. Aquella crisis tuvo su origen en algo diametralmente opuesto; a saber, a debilidades y patologías en las asimetrías entre el mando ejecutivo y la función administrativa, entre la configuración del derecho positivo y las restricciones de los partidos, así como en la disyunción entre la territorialidad del pueblo y el déficit de representación de las instituciones. El jurista más brillante de aquellos años, Carl Schmitt, describía por entonces en su opúsculo “Estructura del Estado y derrumbamiento del Segundo Reich”, estas patologías con una claridad sorprendente: “La Constitución de Weimar fue una aplicación tardía de un estado prusiano del soldado que no existía…que añadió un programa de partido fraccional, que no podía dotar de sustancia a la constitución. El artículo 48 de esta constitución fue una fiel expresión de todo esto, pero no de comportarse como un estado neutral”. Esto último tiene que ser leído al pie de la letra: la aceleración de la crisis de legitimidad junto con la impronta de una movilización partisana fue el sobrevenido de un desequilibrio en el diseño constitucional, que solo tenía en el estado de excepción (el artículo 48) la “válvula de escape” para responder a la emergencia política. Haber llegado a este punto fue síntoma de lo que luego el filósofo Helmuth Plessner llamó el síndrome de una “nación tardía”, cuyo elemento cardinal residía en un déficit de mediación entre el polo concreto del pueblo y el diseño general de las instituciones. A ningún observador se le podría ocurrir decir que esa es la situación concreta que contemplamos en los Estados Unidos, a pesar de la continua fragmentación social. Sin embargo, hoy necesitamos de una hermenéutica que no descuide lo que se juega en la facticidad de los poderes públicos. Por ello, por más que Trump intente sabotear el resultado electoral, su modo “preventivo” en el actuar contribuye a su eventual derrota, tal y cómo ha mostrado el constitucionalista Noah Feldman. Es en este sentido que Trump se muestra con motivo de la torpeza con la que se maneja dentro del diseño y las normas de la rama presidencial un síntoma de su extrema debilidad

Muchas son las lecciones que podemos sacar con respecto al presidencialismo, pero me voy a detener a dos. Desde una dimensión histórica, podemos inferir que, en el mejor de sus casos, la “democracia”, tal y cómo se ha ido desarrollando en la singularidad americana, consta de una legitimidad que ha terminado alojada en un cuerpo administrativo cuya energía ordena un funcionamiento mínimo entre estado y sociedad. No podemos obviarlo, se trata del regreso del Leviatán; aunque se trataría de un Leviatán que, desde la tecnificación del derecho administrativo, ha sido capaz de sobrevivir al desgaste de la división tripartita de los poderes integrándolos en un mando único. He aquí otra importante diferencia con respecto a Weimar: mientras que en la Alemania de los 30 la debilidad constitucional hacía del “pueblo” una energía volátil; el desarrollo integral del poder administrativo en América ha terminado por neutralizar la energía de lo político en un vórtice, el presidencial. Y este vórtice siempre tiende al equilibrio de su propia eficacia; siempre habrá gobierno. De manera que insistir de manera compulsiva en la analogía con Weimar no solo desvirtúa la esencia del poder público norteamericano, sino que impide la elaboración de otra hermenéutica que pueda hacer legible la sutura entre política y derecho en el momento actual de la democracia norteamericana. Todo horizonte transformador depende de este punto de partida. 

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