ECONOMÍA / Ante los desafíos solo puede responderse de manera eficiente con la recuperación de una política constructiva
Necesidad de política
La mutación primera experimentada por el Estado ha sido cultural. La transformación introducida por los sistemas políticos posdictatoriales fue el derribo de la creencia en la armonía espontánea de la sociedad. Dos juristas ideológicamente antagónicos, como fueron Ernst Forsthoff y Wolfgang Abendroth, coincidieron en localizar la esencia del nuevo Estado social en su capacidad de estructuración de la sociedad. Bien es cierto que el primero contraponía estas facultades constructivas a la preferible lógica individualista y abstencionista del Estado de derecho, mientras el segundo las consideraba la esencia misma de la política democrática, pues el intervencionismo estatal debía ante todo producir una igualación política real entre los ciudadanos. Esta llamativa diferencia, representativa de la distancia que separaba a un nacionalsocialista devenido conservador de un socialista, no ocultaba, sin embargo, el acuerdo de partida: la razón de ser del Estado social solo cabía explicarla por el profundo descrédito en que se había hundido la mitología liberal.
«De 1945 a 1948, la convicción hegemónica era que la “mano invisible” del mercado resultaba a todas luces evidente que era la causante del máximo y peor de los desórdenes»
Nadie pensaba ya que la “mano invisible” del mercado fuese por sí sola capaz de producir orden alguno. Por el contrario, resultaba a todas luces evidente que era la causante del máximo y peor de los desórdenes. Durante el primer ciclo constituyente de posguerra, que abarcó de 1945 a 1948, fue esta una convicción hegemónica. “Consenso keynesiano”, así la ha bautizado Tony Judt. Pero, prácticamente desde el primer momento, la propaganda asociada a las corporaciones privadas y la propia política cultural estadounidense inmersa en la Guerra Fría, comenzaron a socavarla. En su magnífico documental The Trap, Adam Curtis ilustra las estrategias a través de las cuales la vieja idea individualista de libertad, que opone a los sujetos entre sí en una lucha sin cuartel por la supervivencia, fue carcomiendo la entonces preponderante idea de libertad, inseparable de la cooperación y la solidaridad y también de la garantía institucionalizada de las necesidades materiales básicas.
A España le llegó la hora de la democracia cuando la disputa entre las ideas social y liberal de libertad estaba prácticamente cantada. La cultura política oficial de la dictadura había abrazado de forma entusiasta desde los años 1960 el principio de “socialización” defendido por el ordoliberalismo, aquel que admite la intervención pública solo como lubricante de la competencia entre privados. En el trance constituyente, esta visión procapitalista del intervencionismo tuvo en Manuel Fraga a su principal defensor. Dejar que las “leyes económicas” de la oferta y la demanda y la “libre empresa” operasen sin cortapisas, para que aumentase “la tarta nacional” y se garantizase con ello “la igualdad de oportunidades”, tal era el modo en que el ministro de la dictadura entendía el carácter “social” de nuestro Estado. Aunque todos lo hayan olvidado, a él precisamente se debió la inclusión del citado adjetivo en la ley fundamental.
La Constitución de 1978 lleva así en su código genético, y en su propia definición del Estado como “social”, la resurrección de la mitología liberal. La mutación mencionada al inicio tiene su propio arrastre histórico. La última crisis no ha hecho más que potenciarla, tornándola irrevocable. Más allá de las razonables críticas nostálgicas que puedan lanzarse contra este giro cultural, conviene ahora reparar en sus contradicciones y en la indefensión en que coloca a la sociedad ante sus desafíos más apremiantes. Detengámonos en el caso español e ilustremos la cuestión con tres ejemplos.
«La última política energética del país optó por la vía de subvencionar a compañías privadas interesadas en invertir en energías renovables»
La creencia en que las propias fuerzas sociales pueden autocomponerse, reduciéndose el Estado a una instancia distributiva de fondos y tutelar de incapacidades transitorias, presidió la última política energética del país. En lugar de un diseño de predominio y gobierno estatal con la finalidad de garantizar la independencia y respetar el medio ambiente, se optó por la vía de subvencionar a compañías privadas interesadas en invertir en energías renovables. El resultado está a la vista de todos: el ideal de la armonía espontánea entre privados se tradujo en malversación corrupta de caudales públicos, esterilidad de las subvenciones y una retirada abrupta de las mismas que tiene al Estado enredado en decenas de pleitos ante tribunales de arbitraje.
Otro aspecto que desmiente el orden ilusorio producido por las fuerzas del mercado es el de la distribución demográfica con el dramático vaciado de nuestros pueblos. Dejando la misma conformación de la población a las preferencias de las inversiones privadas, y encontrándose el tejido productivo inmerso en una destrucción paulatina de la pequeña y mediana industria en beneficio de entidades oligopólicas transnacionales, la resultante demográfica no puede sino reproducir a escala territorial la concentración y aglomeración, con sus correspondientes consecuencias de desposesión y vaciamiento, que signan el proceso económico general.
«Una parte creciente del patrimonio inmobiliario de los cascos viejos pasa a inscribirse en un circuito comercial que engulle negocios tradicionales»
Igual sucede con el fenómeno paralelo de expulsión de los residentes en ciudades históricas. El derecho a la vivienda ensombrece frente al predominio de la industria turística. Una parte creciente del patrimonio inmobiliario de los cascos viejos pasa a inscribirse en un circuito comercial que engulle negocios tradicionales, proscribe a inquilinos modestos y convierte la fisonomía de las ciudades en un parque impersonal de atracciones. El carácter absoluto de la propiedad privada y la incontrastable libertad de empresa continúan así des-dibujando nuestro entorno urbano.
Ante estos desafíos solo puede responderse de manera eficiente con la recuperación de una política constructiva. Conscientes de nuevo del desorden generado por los meros afanes del beneficio, tan solo una intervención transversal racionalizadora puede combatir esta descomposición paulatina. Solo una política de planificación y participación pública mayoritaria puede acometer entre nosotros el urgente tránsito energético. Solo una intensa inversión pública descentralizada y una intervención decidida en la radicación de las inversiones privadas pueden revertir la desertificación demográfica. Y solo una política de intervencionismo decidido en el suelo, capaz de crear un parque formidable de vivienda pública a precio asequible tanto de alquiler como de venta, lograría frenar la especulación y la desnaturalización consiguiente de nuestras ciudades.
Algunos dirán que así despertaríamos de nuevo al Leviatán. Mientras, padecemos un Estado satelizado por corporaciones privadas, impasible e inerme ante las urgencias más acuciantes, pero presto a exhibir bríos autoritarios en los más delicados frentes del control policial y la represión penal.