Lo de menos, en relación con el episodio de la contaminación en Madrid y las medidas restrictivas adoptadas para el tráfico rodado, ha sido el espectáculo bobo que nos proporcionó una Esperanza Aguirre desmelenada, autoerigida en apasionada heroína de un liberalismo automotor periclitado. Porque, a más de no querer entender la significación y magnitud del problema, en realidad la visión que nos regaló fue la de una líder política fuera de combate en la vida institucional madrileña, haciendo evidentes –y ridículos– esfuerzos por sacar la cabeza, mantenerse de actualidad y convocar a sus huestes… si las hubiere.
Lo importante, en efecto, nada tiene que ver con apariciones como ésa, sólo concebibles hace 40 años, sino con la clara incompatibilidad del automóvil con la vida normal de las ciudades. Esta es una percepción antigua, de las primeras que la sensibilidad ecologista destacó y cuyos más elaborados tratamientos críticos quedaron en la literatura del urbanismo ecológico de finales de los años 1960.
Sólo la fuerza de una poderosísima industria, que controla voluntades tanto en gobiernos como en sindicatos, partidos y medios de comunicación, aunada a la inmensa capacidad de perturbación psicológica que el auto –con su simbología– introduce en el ciudadano normal, explica que una creación tecnológica extremadamente ineficiente desde el punto de vista físico (como ya lo era a finales del siglo XIX, cuando se inventó), generadora en consecuencia de contaminaciones mil, culpable de miles de muertes y enfermedades y dictadora implacable de la ciudad, sus formas y convivencia, siga manteniendo, en esencia, su poder y su gloria.
Los primeros gritos alarmados tras la valiente y responsable decisión de la alcaldesa Manuela Carmena de cortar el tráfico en la Gran Vía madrileña los días de Navidad pretendían sintonizar con los intereses de los comerciantes, a los que se sigue considerando convencidos de que el tráfico, el atasco, los humos y el ruido favorecen sus negocios. Fue a principios de los años de 1960 cuando el problema se planteó, quizás por primera vez, concretamente en el Casco Viejo de Bilbao, con una dura pugna entre un ayuntamiento apremiado por la urgencia de adoptar medidas y la intemperancia de los comerciantes; se necesitaron años, intensos debates urbanos y, poco a poco, la comprobación de que la peatonalización de las célebres Siete Calles y aledaños producía réditos al comercio, para que la expulsión de los coches de ese barrio se anotase como un éxito. A continuación, sin embargo, casi cada nueva experiencia ha seguido el mismo itinerario: feroz oposición de los comerciantes, decisiones municipales a ultranza y reconocimiento de que la liquidación de tan ubicua y perturbadora máquina no traía más que ventajas. Así sucedió en Palma de Mallorca, por ejemplo, ya en los 70, otra de las primeras ciudades en seguir el ejemplo de Bilbao; y, aunque parezca mentira, la escandalera se sigue renovando en algunas de nuestras ciudades cuando se decide excluir calles comerciales al tráfico.
Coincidiendo con la escandalera liberal-crepuscular de doña Esperanza, la asociación Foro Empresarial de Madrid se expresó en sintonía con las medidas adoptadas, aunque la poderosa CEIM no perdió la oportunidad de bramar contra la historia, el futuro y la experiencia, sosteniendo que esa prohibición “ha supuesto un duro golpe a la cuenta de resultados”. Y hasta El País, que se muestra sistemáticamente adverso a la alcaldesa Carmena (se supone que por su mero parentesco político con Podemos), ha defendido las restricciones del tráfico, si bien rebuscando titulares para disimular su acuerdo de fondo.
A liberales como la señora Aguirre les vendría bien recapacitar, o que alguien les advierta, que el liberalismo en materia de tráfico urbano es imposible, como lo es en general en materia ambiental: no hay soluciones liberales frente a la crisis ecológica general y el cambio climático en particular. Eso de reclamar libertad para desplazarse en el coche particular allá donde nos plazca y cuando nos apetezca ha pasado a la historia hace tiempo y se ha instalado en el género delictivo; a los ciudadanos libres de la polución ideológico-liberal corresponde, ya, exigir medidas drásticas contra la contaminación global del automóvil, llevando ante los tribunales a las autoridades que se resistan, ya que consienten en daños ciertos y graves a la salud pública porque el automóvil mata con sus gases de combustión. Ni siquiera puede considerarse vigente la oportunidad de llamar a esta máquina auto-móvil, ya que, al menos en medio urbano, dista mucho de ofrecer la autonomía de movimientos que lo ilustra convencionalmente, como no sea a tan alto coste que resulte una denominación carente de sentido. En efecto, la antropología liberal insiste en el individualismo y la codicia como rasgos naturales en los humanos, pero elude afrontar la estupidez tantas veces a ellos adherida.
Es evidente, por otra parte, que el complejo sistema industrial-psicológico al que aludimos sigue pese a todo deificando al coche, y se muestra reincidente cuando ofrece como alternativa y esperanza el automóvil eléctrico, como si resolviendo el problema energético-contaminante tal artefacto quedase exento de daños e impactos. Pero su tiranía implacable se mantiene incólume, concretamente sobre la organización del espacio, urbano y no urbano, de forma directa o indirecta; y esto no sufre variación porque queme petróleo o se mueva con electricidad.
Conviene plantear que el futuro que se perfila debido a la contaminación en general y la atmosférica en particular nos lleva a restricciones y limitaciones en buen número de libertades que, sin base alguna, muchos consideran derechos elementales (¡incluso constitucionales!). Más todavía, las tendencias sin aparente vuelta atrás por las que las sociedades actuales se deslizan nos anuncian como primera nota a tener en cuenta un autoritarismo inevitable, de índole bien distinta a las políticas de contención general que viene pidiendo el ecologismo desde hace décadas sin el adecuado y oportuno eco institucional. Se trata de un elemento más en contra de la fe en el progreso que todavía muchos políticos, y hasta intelectuales, predican.
Porque ante el colapso que con razón se nos anuncia por el cambio climático en ciernes, y enfrentados a desequilibrios ambientales y alimentarios crecientes, la perspectiva global no puede ser más que autoritaria, con medidas de alcance que las democracias occidentales –no digamos ya los teóricos del liberalismo doctrinario– todavía encuentran inaceptables, improcedentes o, en el mejor de los casos, muy lejana: como las de cualquier racionamiento. Pero está claro que la circulación alternativa, según la matrícula de los coches, es una medida de racionamiento, en este caso de movimiento (mecanizado: no se olvide) personal. No cabe duda de que las primeras medidas ante las crisis que vienen, de racionamiento en el consumo, se referirán al agua y la energía, tanto la petrolera como la eléctrica.
Son medidas de racionamiento ante las que el sistema liberal –que se resistirá a negarse a sí mismo y a ceder el paso por las buenas a un sistema socioeconómico de fondo y forma ecológico– responderá con la segunda de las notas que la crisis ecológica nos adelanta: la desigualdad agudizada y generalizada, con las élites cada vez más acorazadas y a la defensiva.
El sistema liberal fue necesario y, entre sus muchos defectos, quizá tuviera también diferentes rasgos heroicos hasta finales del XIX.
… Al fin y al cabo, nadie como ciertos burgueses liberales se batieron con mayor coraje para intentar civilizar a la cruel alimaña eclesiástica.
…
Pero desde finales del XIX y principios del XX era evidente que el liberalismo tenía que virar al socialismo.
….
era la única salida humanizada.
…….
Se intentó, se logró algún progreso. Y cuando se pensaba que podía ser; despertó la cruel alimaña,
…..Y de la mano de nazis fascistas, franquistas y neoliberales, está consiguiendo que hasta el socialismo se torne liberal .
…….. y los «anticapitalistas» también.