Los títulos no hacen los libros, como el hábito no hace al monje, pero ayudan mucho a su contenido, trayectoria y existencia, con las que a veces se confunden. En ocasiones son tan atinados que se convierten en eficaces referencias conceptuales y, en los mejores casos, irrumpen en el caudal de la lengua como neologismos imprescindibles tras su aparición, acuñados por los hablantes con un uso frecuente y exitoso. Creo que es el caso de La España vacía. Viaje por un país que nunca fue (Madrid, Turner, 2016), de Sergio del Molino, uno de esos ensayos de la actualidad editorial que, socapa de un totum revolutum en su planteamiento y desarrollo, consigue un conjunto bien armado, original e imaginativo, porque en algunas cuestiones capitales no es menor la imaginación que le echa el autor. El libro viene circulando desde hace meses felizmente jaleado, no obstante el tema escabroso que trata, esa España interior no sólo abandonada vergonzantemente por los poderes públicos y privados, sino también despreciada con estúpida suficiencia por la otra España que su vacío hizo posible; la España llena y periférica, donde lo más granado de su sedicente intelligentsia sigue aborreciendo con prepotencia cuanto venga de ese mar interior de tierra parda y sus montañas.
La España vacía, según señala con precisión el autor, es el territorio de las actuales regiones que ocupan las autonomías de Aragón, las Castillas, excluido Madrid (“Madrid, dice del Molino, sería un agujero negro en torno al que orbita un gran vacío”), Extremadura y La Rioja, con el añadido de las tierras interiores de la Comunidad Valenciana, Murcia, Andalucía, Galicia, Asturias y Cantabria. Una extensión que ocupa más de la mitad del territorio español (53%), en el que viven tan sólo 7.317.420 personas, un 15,8% de la población española. O sea, la España que conoció y sufrió la sangría del gran éxodo migratorio de los años cincuenta, sesenta y primeros del los setenta, y está seriamente afectada por el envejecimiento de sus habitantes y la despoblación, que amenaza con hacer de toda ella un verdadero desierto. Se corresponde con la iniciativa autonómica que estas regiones (Aragón, Asturias, Cantabria, las Castillas, Extremadura, Galicia y La Rioja) han remozado en el verano pasado (FREDD, Foro de las regiones españolas con desafíos demográficos) para reclamar un “Fondo de cohesión territorial”, aduciendo la demografía como elemento de compensación. Es decir, más dinero para que cada virrey autonómico justifique su poder con más subvenciones de aldea en cada una de las taifas del desierto.
Es casi impensable que algún político autonómico de la España vacía se haya leído el libro de Sergio del Molino. Y si, por algún fenómeno extraño, alguno lo ha empezado, es seguro que no ha pasado del primer capítulo, en el que el autor habla de la “Historia del tenedor” (sic). Los políticos autonómicos en general (sí, en general; entre los otros hay, incluso, alguna excepción) no leen nada que no esté en su móvil; no tienen tiempo, porque sus agendas están apretadísimas de actos y saraos perfectamente prescindibles, además de onerosos para los estrujados contribuyentes. Viajan mucho fuera de su autonomía, con alguna frecuencia a países lejanos, donde en un futuro más bien cercano puedan abrir sus embajadas, mimetizando a la mafia nacionalista catalana, verbi gratia, con su modelo asimétrico o de Ancien Régime, que nuestra izquierda llama ¡federalismo! Pero es que además, el libro que nos ocupa, pese a su título redondo, no les serviría de nada, ni siquiera a la legión de machacas que les preparan los discursos; pues no se trata de un estudio geográfico, ni sociológico, ni socio-económico, ni político, ni ambiental, ni demográfico, aunque tenga pinceladas de todo un poco… no. El libro de Sergio del Molino es un libro que va más allá, como la metafísica, pero en inteligible. Un libro para mentes desarrolladas, con una preocupación cívica, social y política de cuanto acontece a su alrededor y, sobre todo, en su país.
La España vacía es un ensayo literario tejido con muy buenos hilos periodísticos, que anuncia una generación nueva de españoles, la que no conoció el franquismo ni, por tanto, sufrió su maniqueísmo ni su hemiplejia mental, que ahora vuelve a amenazarnos a todos con la miasma del populismo y sus nuevos redentores; entre la demagogia y el odio, entre el ruido y la furia del desastre que desatan los descerebrados, o el manido recurso del “pueblo”, que Shakespeare radiografió tan temprano: “Una masa de ciegos conducida por dementes”. Esa generación, digo, que en la actualidad frisa o va camino de los cuarenta y que, como el autor de este libro, nos anuncia que no está de ida cosmopolita, como las inmediatamente anteriores, ni quiere emigrar a ninguna periferia, sino que está de vuelta, de vuelta a su propio país, donde quiere permanecer y por el que inquiere y se pregunta el porqué de su estado en la actualidad. Así que lo primero que hace es preguntarse por ese brutal contraste entre el desierto interior y la periferia pletórica y prepotente, entre el mundo rural y el urbano, así como por la ruptura profunda de su intercomunicación, como una zanja que separa y vuelve al recuerdo tópico de la barbarie y la civilización. Por eso este libro recorre y ahonda en la explicación de ese vacío, porque “La España vacía no es un territorio, sino un estado mental”, escribe el autor; una idea que propicia el mundo de la infancia de muchos españoles, todavía vivos, originarios de ella. Al ir avanzando la desertización de su territorio emerge el mito de su recuerdo y de sus ecos, todavía presentes; sobre todo en el cine, la literatura, la propia historia contemporánea, y la historia del presente y su memoria.
Por todo ello viaja Sergio del Molino en este libro. Lo hace con una prosa ágil, muchas veces atractiva; otras, algo sobrada e innecesariamente irreverente, o puerilmente taxativa, como su rebaja de Unamuno (“los viejos pesados de Unamuno y compañía”) o el poco afortunado capítulo, por simplificador, donde despacha a La Institución Libre de Enseñanza. Hay que volver a recordarlo: sin duda lo mejor que nos ha pasado en nuestra historia contemporánea en materia de educación y civismo. Pero hay que decirlo. La importancia de este libro no estriba tanto en sus aportaciones a este o aquel tema concreto, sino en su capacidad nueva de reflexión, libérrima, necesaria, fresca, en este país de esquemas y etiquetas mentales, propias de los viejos fanáticos totalitarios del siglo XX. Una nueva capacidad que en este libro escribe con total naturalidad una frase que quizá resuma con brillante precisión la aberración del Estado autonómico vigente y la grave situación política que ha deparado: “En ningún lugar de Europa la melancolía o la nostalgia por el ancien régime ha sido tan vigorosa y persistente como en España”.
Hay que saludar y acoger estas nuevas voces, verdaderamente fecundas, porque en ellas, sin ninguna duda, frente a toda demagogia, sigue a salvo la civilidad y el futuro.