Casi como una moda vienen sucediéndose, in crescendo, los ensayos sobre la tragedia ambiental en ciernes, así como acerca de las alternativas por las que habría que optar para evitarlo. Son trabajos muy serios y fundados, justificadamente alarmistas y, al tiempo, henchidos de capacidad teórica para conjurar los dramas que se perfilan en el horizonte del medio plazo. No obstante su justeza y actualidad, estos análisis merecen algunos comentarios que, aun respaldando esa preocupación y las soluciones propuestas, subrayen notas y perspectivas adicionales, que este cronista cree que deben considerarse también oportunas.
Por supuesto que el motor de estos análisis negros es el cambio climático, que se acerca y masca según va enhebrándose récord tras récord en el incremento de las temperaturas medias en el planeta, consecuencia a su vez de la acumulación en la atmósfera de gases de invernadero, principalmente dióxido de carbono, el CO2. Acerca del primer indicador, informes suficientemente serios señalan que sólo en el paso de 2014 a 2015 el incremento en la temperatura media del planeta ha sido de una décima de grado, lo que anuncia para un par de años que se alcancen los 16 grados centígrados, tras siglos en que esa temperatura no ha superado los 15º C. Por otra parte, el contenido de este gas, principal determinante del cambio climático, acaba de alcanzar el nivel de las 400 ppp (partes por millón, referidas a este compuesto en el contenido medio de la atmósfera), con un estirón sin precedentes desde 1958 (315 ppm) y una base casi estable antes de la era industrial (280 ppm). Todo esto agrava y adelanta la mayoría de las previsiones negativas acerca del calentamiento global.
Se trata de una nuevo “milenarismo racional y optimista” que, sobre anunciar la catástrofe global (aunque no el fin del mundo, patrimonio hasta ahora de la superstición y la manipulación religiosa), toma como referencia las consecuencias perniciosas (que incluyen las desconocidas) del proceso de calentamiento del planeta, se dota de una singular fecundidad para delinear alternativas que hagan frente a lo que se nos viene encima y estructuran estas propuestas de salvación sobre la variable energética en primer lugar, así como la educación y concienciación de los ciudadanos, la multiplicación de iniciativas salvíficas incluso a nivel individual, los cambios sociopolíticos, etcétera. Se destaca la inminente necesidad de una gran transición, que sobre todo cambie el modelo energético, transforme la democracia en algo más participativa, ciña la economía a los ciclos naturales…
De entre los últimos trabajos elaborados más o menos con esta estructura, citaré tres, todos ellos de 2016: La gran encrucijada. Sobre la crisis ecosocial y el cambio de ciclo histórico, de Fernando Prats, Yayo Herrero, Alicia Dorrego); Colapso. Capitalismo terminal, transición ecosocial, ecofascismo, de Carlos Taibo y Rutas sin mapa. Horizontes de transición ecosocial, de Emilio Santiago Muiño). Como se ve, tanto la idea de encrucijada, transición u horizonte, que se admiten y definen como complejos y difíciles, como la alusión al contenido ecosocial que ha de caracterizar el periodo redentor aparecen como términos comunes, reflejo evidente de que la angustia sentida viene a ser la misma, así como la voluntad de evitarla o suavizarla.
Por lo que se refiere a los autores de este tipo de trabajos, el primer rasgo es que en su mayor parte no pertenecen al movimiento ecologista en su versión más histórica y política, ámbito en el que sigue habiendo pensadores y plumas de mérito y experiencia. Esto puede ser así porque estos ecologistas primerizos vienen advirtiendo sobre los desastres de la degradación del medio ambiente desde principios de la década de 1970, sin que la crisis climática añada nada nuevo, ni siquiera sustancial respecto al proceso de degradación del planeta y su ya larga trayectoria; o porque, pese a las apariencias, el estilo de estos precursores no ha sido nunca milenarista e incluso no han ocultado su ocasional hastío ante la “carrera” por describir con tintes y perfiles tremebundos el nuevo paradigma de la agonía climática.
La segunda observación de interés, que también es diferencial respecto de esa otra forma de ver los problemas ambientales, tiene que ver con cierto desapego hacia el tratamiento político de la crisis ecológica global, muy especialmente en relación con el trauma climático-energético. El enfoque ácrata parece predominar en estos textos, recordándonos que en el ecologismo político originario siempre estuvieron enfrentadas las versiones marxista y anarquista, aunque el “desenlace” ideológico fuese propio y genuino, siendo el ecologismo políticamente una alternativa global y suficiente, sincrética y empírica, pero de calidad. Se entiende mal cómo sin actuaciones y alternativas políticas vigorosas pueda llegar a producirse el menor golpe de timón, en las sociedades actuales o en las relaciones internacionales, que sea generador de inflexión o de una transición neta que facilite las alternativas esperanzadoras.
Y adolece de ingenuidad y voluntarismo el tratamiento que en muchos casos se hace sobre la crisis del capitalismo o incluso su hundimiento a cuenta de la crisis ecológica, porque este capitalismo no hace más que fortalecerse y reconstituirse, precisamente, con la mentada crisis ante el debilitamiento evidente de las fuerzas que podrían enfrentarlo. Ambas crisis –la ambiental y la política, si es que se prefiere diferenciarlas, aunque en realidad son indisolubles– contribuyen al envilecimiento democrático “desde arriba”, proceso que se intensifica a caballo de ambas, y viene provocando el desguarnecimiento “desde abajo”. (La inexistencia en el partido Podemos, para muchos reserva de reivindicación y lucha por el medio ambiente, de la menor expresión ecologista, señala este debilitamiento político-ecológico general, que muchos yerran al creer que pueden compensar ciertos éxitos en lo judicial.)
Asistimos a un incremento general de la represión, sea policial, legislativa o política, que afecta tanto a la sociedad como a la naturaleza, con agudización de las desigualdades y oscurecimiento radical de toda fe sobre la salida de la crisis, momento en el que nada será como antes de ella y en el que el capitalismo exhibirá sus fuerzas recompuestas y afiladas: que nadie espere que la crisis ecológica sea una oportunidad para combatirlo o aniquilarlo ya que las realidades apuntan por lo contrario. Ciencia y tecnología, por su parte, mediatizadas políticamente tanto como económicamente, seguirán siendo más eficaces en la destrucción ambiental que en lo contrario; y por ahí va el repunte de la investigación espacial: Marte, otra vez la Luna, estúpidos estímulos a los hallazgos en astros inconcebiblemente alejados... sin duda destinada a provocar esperanzas en el espacio dando por liquidado el futuro de la Tierra.
El análisis político del que adolecen estos trabajos debiera incluir, por lo demás, la pregunta, combinada, de base rigurosamente biológico-antropológica y aun metafísica, acerca de si el planeta (con su meritoria historia evolutiva, sus equilibrios, bellezas y resistencias) merece tener que soportar a una especie necia y necrófila, ciega y corrosiva, que desde su configuración como conjunto de seres inteligentes (!) no ha dejado de agredir a la naturaleza a la que todo lo debe, mostrando sobradamente que ni siquiera es capaz de interesarse por su propia supervivencia. Lo que, alterando levemente los términos, nos haría cuestionarnos que haya motivos serios para desear que esa especie montaraz e intratable supere sus propias miserias.