Cuando oigo hablar de la fiesta nacional me acuerdo de inmediato de la canción de Georges Brassens, La mala reputación, esa de la que blasonan, como guapetones, sobre todo los que la tienen buena. Y es que la mala reputación viste más, en estas tablas de exhibición permanente sin las que ya no se concibe la vida. Si la tienes que pagar es otra cosa, porque sale cara.
Y no solo eso, sino que lo común es que, además de disfrutar de mala reputación, en cuanto nos dan ocasión pregonamos que seguimos caminos a contrapelo, en la famosa dirección contraria de Thomas Bernhard (otro patriota), tal vez para no reconocer que en realidad vivimos más sometidos que otra cosa, en libertad condicional y vigilada, y que en lugar de hablar con verdadera voz propia, coreamos consignas de una u otra trinchera, algo que nadie admite porque la imagen se estropea mucho.
Dice Brassens en su canción que el día de la fiesta nacional, el de los desfiles nocturnos de antorchas (en los pueblos), él se quedaba tumbado en su cama mullida y hacía caso omiso del clarín y de los pasos marciales que resonaban en las calles, y de toda la faramalla que de ordinario los acompaña. También dice que a la mayoría no le gusta ver disidentes de esos fervores patrióticos que ahora mismo le sirven al ministro Fdez. para afearle la conducta a Pablo Iglesias, como si el desfile de la cabra dichosa fuera un acto religioso de obligado cumplimiento, de los que al ministro le arrebatan. En realidad el disidente está mal visto en todas partes, aunque vista más serlo del lado del desorden que del lado del orden, que también los hay. No corren buenos tiempos para rebeldía, disidencia o inadaptación alguna, hay que marcar el paso. Como dejes de hacerlo, la tribu no te lo perdona, sea cual sea su himno, su bandera y su fiesta nacional. El rebelde está bien en los libros, en Ernst Jünger (más citado que leído), en Michel Onfray, enardeciendo lectores que se ven obligados a vivir, no ya como los demás, sino como pueden, que es toda una forma de vida y hasta una hazaña merecedora de mayor reconocimiento. Está visto que no se puede aborrecer de los desfiles militares y de las mojigangas de exaltación patriótica, que falta alguna hacen en este siglo no ya del miedo, que decía Camus del XX, sino del terror pleno, pero que con un propósito que se me escapa han ido creciendo por aquí y por allá con el menor pretexto. Tal vez para poner remedio a una imparable desafección patriótica de gente que harta de burlas y abusos, quisiera estar en otra parte. Vuelven los desfiles, las mascaradas de afirmación patriótica, los aparatosos encomios a los cuerpos policiales. ¿Tan necesarios son? Y si lo son, ¿por qué? ¿Qué se pretende sostener con eso? La desafección, el desinterés, el encono no se curan cantando a coro vibrante de emoción Soy el novio de la muerte, ni mucho menos el Banderita de Las corsarias, entre cuartelero y golfo.
En mi infancia había muchos desfiles y tantas o más procesiones porque en mi ciudad, aparte de cuarteles, iglesias y conventos, no había nada. A mí me gustaban más los desfiles que las procesiones, pero por la caballería, pues los caballos, no siempre en manos expertas, a veces se desmandaban y tiraban coces, y sobre todo por los empleados municipales o los chortas que iban recogiendo la bosta: ese rotundo "y se acabó la función", era la otra cara del aparato, además de producir un temblor de vanitas y de tempus fugit; y es que darse la cencerrada formaba parte de la educación sentimental.
¿Fiesta nacional? ¿Da alguna fiesta con barra libre ilimitada y arrebuche de euritos el Fondo Monetario o el Banco Central Europeo o el Mundial? ¿No? Pues entonces, nada, en casa, en la cama, mullida, o a la redes sociales, a nuestro mentidero particular que viene a ser lo mismo, a barbotar soflamas entre cofrades.
Y si me acuerdo de Brassens y de su fiesta nacional a contrapelo, me acuerdo también de José Gutiérrez-Solana y de sus toreros y capeas embarulladas, sus momias y fuerzas vivas siniestras, sus máscaras destrozonas y su desgarro, tejido ese sobre el que en alguna ocasión filmó de manera genial Edgar Neville que, además de coleccionar Solanas, había pasado por Hollywood y que, con o sin Conchita Montes, creyó en otra España posible que lamentablemente dio en una fiesta de crueldad y sangre cuya sombra se proyecta a diario en el presente. Lo que llamamos solanesco asoma por las esquinas –sería injusto y faltar a la verdad que todo lo sea–, lo traen de mano los que ahora mismo detentan el poder, está vivo y coleando a nada que te asomes a las trastiendas.
Que la fiesta nacional coincida con la fecha del descubrimiento de América me parece algo más triste que otra cosa, por ser un asunto que se presta no a convenir, sino a disentir, un episodio que se ve de muy distinta manera de un lado o de otro del océano, y también dentro de la misma cordillera, paramera, selva, asentamientos bravos o ventisqueros de esa América que todavía Octavio Paz insistía en llamar Hispanoamérica. Y digo que es triste porque es como si no supiéramos a qué mito común agarrarnos, a qué momento de una historia también común remitirnos sin enconos ni sobresaltos, que de eso se trata, a algo más tangible que a Atapuerca me refiero. Me temo que no hay nada que de verdad nos una en una referencia fundacional y festiva, ni los prodigiosos embutidos siquiera, que con sangre se hacen... tal vez por eso. Lo digo con amargura, más que como chanza. Y por lo que se refiere al Descubrimiento, estoy con Eduardo Galeano cuando dice que España conquistó América, no cabe duda, que de verdad la descubriera está todavía por ver.