Sebastián Martín *
De cara al próximo curso, son varios los retos planteados a la izquierda. Algunos dependen de la futura formación de gobierno. En caso de verificarse un acuerdo de centroderecha, con la abstención socialdemócrata, le corresponderá una labor de oposición constructiva con el mayor arraigo posible en las calles. En caso de que las actuales negociaciones fracasen, tendrá que plantearse, en cambio, la facilitación de un ejecutivo socialista con condiciones más flexibles que las antepuestas en la primera vuelta.
Otros retos tienen que ver con su dimensión organizativa, tanto en sentido partidario como electoral. Ya estamos contemplando de nuevo las dificultades que se presentan al formar coaliciones ante las próximas convocatorias autonómicas. Y está por llegar la crisis interna de Izquierda Unida que aglutine a quienes se sienten desplazados en la actual situación de Unidos Podemos.
Junto a estos desafíos asociados a la coyuntura más inmediata, apremian otros de principio. La izquierda debe tomar posición, aunque sea sincrética, ante algunos dilemas que van a definir la política del futuro más próximo. Entre ellos, sobresalen al menos los tres siguientes.
El primero opone la recuperación local de la soberanía popular a la extensión internacional de los logros del constitucionalismo democrático. Colocarse de forma neta en el soberanismo cuenta con ventajas evidentes, pero también con exigencias ineludibles. Cuando los descontentos de la globalización son más agudos, apostar por un repliegue identitario se convierte en una poderosa baza electoral, que en muchos países están explotando el nacionalismo conservador y los neofascismos emergentes. Disputar esta tendencia histórica a la derecha más autoritaria y excluyente debe convertirse en una obligación de primer orden para toda izquierda de tradición antifascista. Conviene poner al descubierto que la movilización ultraderechista de las energías sociales opuestas al capitalismo global solo se traducirá en mayor imperialismo belicista hacia el exterior, y en mayor represión y segregación social en el interior, sin que a la postre se toque un ápice del capitalismo financiero transnacional.
Ahora bien, empujar en esta dirección cuenta también con requerimientos insoslayables. Exige, en términos políticos, la reconciliación de la izquierda con los movimientos locales de autodeterminación, en los que no puede seguir viendo una añagaza de la burguesía contra el proletariado, sino más bien una oportunidad de reñirle espacios a la lógica del capital. Más decisivo aún es asumir principios en materia económica congruentes con el soberanismo, pues, en caso contrario, se estaría alimentando una disociación entre la estructura política (localizada) y la económica (globalizada), que acabaría por anular el margen de maniobra de la primera. Por tanto, si frente al dictado de las burocracias internacionales se opta por la vía ‘nacional-popular’, debe aspirarse asimismo a recuperar la soberanía económica a través de la política monetaria, de ciertas dosis de proteccionismo y de la reactivación de la producción y la distribución nacionales. Y esto supone asumir extremos, como la salida del euro e incluso de la UE, que no todos parecen dispuestos a aceptar.
Si juzgadas las tendencias objetivas actuales del proceso histórico se concluye que los intereses van a continuar predominando sobre la identidad, y la mundialización y el capitalismo global proseguirán su consolidación frente a toda reacción de signo local, cumple entonces situarse en otra línea de reivindicaciones, justo la que exige trasladar las garantías del constitucionalismo democrático y social al ámbito internacional, hoy copado por tecnocracias ajenas al imperativo de los derechos. La ventaja de esta opción, defendida por Jürgen Habermas o Luigi Ferrajoli, es que ya hay bastante camino legislativo, jurisdiccional e institucional recorrido en esta dirección, aunque falta aquí la movilización política y sindical necesaria para insuflar ética constitucional en el entramado organizativo ya existente.
El segundo campo de tensión para la izquierda es el que confronta las estrategias del populismo democrático con las del racionalismo crítico. Cuenta aquél con dos ventajas relativas respecto de los métodos de la izquierda ilustrada: su realismo y la inmediatez de su eficacia. Sin engañarse con coartadas humanistas acerca de la medianía intelectual de la población, emplea sin reservas los resortes viscerales que la movilizan para granjearse adhesiones masivas. Cultivando el aspecto mitológico e irracional de la política de masas, construye nuevas identidades colectivas que logran socavar el statu quo, abriendo una brecha considerable para la entrada de las fuerzas transformadoras. Con la divisa de una ‘izquierda plebeya’, acepta lo realmente existente, lo trata de amoldar con la técnica de la comunicación y suministra con ello una base social consistente para el cambio.
Las objeciones de la crítica ilustrada a esta estrategia son bien conocidas, y se resumen en señalar la incapacidad transformadora de los medios y las técnicas que conforman el orden de poder vigente. El empleo de la industria cultural para fines políticos y electorales, sin una toma de distancia que censure sus usos propagandísticos, no altera, sino que consolida la fisonomía viciada del presente. La sustitución de unos mitos por otros, renunciando a toda labor desmitificadora, perpetúa las jerarquías y el ejercicio elitista y opaco del poder. El liderazgo democrático, que tiene como fin promover la autonomía individual y social, resulta incompatible con omnipresencias carismáticas y rechaza toda forma de manipulación de masas. En definitiva, para la izquierda crítica tradicional, utilizar los mismos medios de que ya se sirve el poder instituido, aunque permita acceder a mejores resultados a corto plazo, recorta con severidad el alcance transformador de las políticas aplicadas una vez asaltadas las instancias directivas.
Dadas estas flaquezas, parece que ha comenzado a buscarse una síntesis entre los dos extremos. Puede, sin embargo, que en esta encomiable labor de conciliación entre el “populismo” y el “republicanismo” se estén manejando conceptos de forma algo apresurada. Por ejemplo, el populismo democrático, en su cristalización española, dista de ser poco institucional; su apuesta preferente por la conquista del Estado, postergando la movilización en las calles, parece señalar justo lo contrario. Y el republicanismo, al menos en su tradición europea, no se reduce al cultivo de las virtudes privadas del ciudadano y a la consagración de la institucionalidad vigente como su canal obligado de expresión pública. Por el contrario, el republicanismo puede abogar, más que por la conservación de las instituciones vigentes, por la devolución del poder instituido a una ciudadanía políticamente activa, movilizada y no reducida en absoluto al coto privado del trabajo y la propiedad.
Existe una última disyuntiva para la izquierda, la que la hace oscilar entre constituirse como una moral o como una forma de conocer la realidad con vistas a su superación en un sentido de justicia. Son múltiples las evidencias que muestran su paulatina conversión en una moral, ante todo en sus vanguardias más reivindicativas en el campo ecologista, feminista o animalista. No carece de ventajas esta vía. Consigue operar una transformación en la sociedad a través del cambio en las costumbres, y acaso sean estos los avances más efectivos y duraderos. Sin embargo, cuenta también con notables desventajas. Su instrumento básico, como en toda moral, es el de la represión, factor por definición opuesto a la dinámica de la emancipación que debiera definir a la izquierda. Y, abrazada sin reservas, la moral izquierdista –o el izquierdismo como moral– puede recaer en su contrario, esto es, en nuevas formas de fundamentalismo conservador que aprisionan la expresión en lo políticamente correcto y rechazan con odio la diferencia.
Frente a este estatuto de moral política, con sus riesgos de degenerar en puritanismo intransigente, la izquierda puede seguir aspirando a instituirse como conocimiento crítico de la realidad en aras de su transformación en sentido igualitario. Requeriría para ello un retorno a los usos epistemológicos materialistas. Con ellos, tendría que acometer un análisis fundamentado de las actuales direcciones del proceso histórico para llevar a cabo dos tareas: de un lado, activar dispositivos de prevención frente a las tendencias presentes de regresión autoritaria, y de otro, organizar el conocimiento y la técnica acumulados en la sociedad con el fin de ir conquistando mayores parcelas para la autonomía y dignidad humanas. Con esta política de la razón se aspiraría probablemente a los mismos fines que se propone la izquierda moralista sin por ello convertirse en ninguna forma de ortodoxia.