Sebastián Martín *
A día de hoy, todavía abundan quienes hablan de ‘Estado de derecho’ para referirse al modelo político vigente. La fórmula no puede ser más imprecisa. El Estado de derecho fue la forma política predominante en Europa durante el siglo XIX hasta el final de la I Guerra Mundial. Se caracterizaba por racionalizar las actuaciones del poder público con el fin de comunicar seguridad jurídica a los ciudadanos. Obedecía a la divisa ilustrada de que ningún hombre debe obedecer a otro hombre, sino todos, sin distinción, a la ley común. Y para ello era indispensable recoger en una Constitución los órganos y los procedimientos a través de los cuales esta ley debía discutirse, aprobarse y aplicarse.
Este dispositivo de liberación respecto de los particularismos y sometimientos propios de la sociedad feudal se reveló bien pronto como estructura de dominación. El imperio de la ley, si por un lado emancipó, por otro también sometió. A la discusión y elaboración de las leyes estaba llamada solamente una minoría de varones potentados. Su contenido sustantivo tenía que ver con la protección de la propiedad privada y con las garantías anejas al comercio. Vinculaba, ante todo, a los tribunales de justicia en su función de amparo de la persona y su hacienda; mucho menos a la administración, en la que aún regía la discrecionalidad. Por eso el Estado de derecho decimonónico, pese a protocolizar algunos actos del poder, continuó teniendo inclinaciones excluyentes y arbitrarias.
Romper con ellas fue el objetivo de las repúblicas democráticas de la primera posguerra. Una de sus pretensiones consistió en someter los actos administrativos a la ley. El ciudadano podría acudir así a los tribunales en amparo de sus derechos, no solo frente a las agresiones de terceros, sino de los propios poderes públicos. Pero lo que supuso de veras un salto cualitativo en la organización del Estado fue el decidido empeño de proporcionar un valor jurídico supremo a la Constitución; y no por capricho, sino por blindar los derechos en ella enunciados. El valor de la ley fundamental había sido antes meramente político: carecía de mecanismos efectivos de garantía frente a su conculcación, más allá de la incierta pérdida de legitimidad ante la opinión pública sufrida por el conculcador. Con la puesta en planta de tribunales constitucionales, la torna giró. El valor de la Constitución sería netamente jurídico y su contenido estaría protegido incluso frente a las leyes parlamentarias que lo contrariasen. Había nacido en Europa el “Estado constitucional”. Al “imperio de la ley” debía remplazarlo el “imperio de los derechos”.
La institucionalización de este tipo de Estado trata de ser una síntesis virtuosa entre el principio democrático y el principio constitucional, entre la voluntad de las mayorías sociales formada en ejercicio de las libertades políticas y la protección integral de los derechos declarados en la norma fundamental. Contra lo que suelen sostener los constitucionalistas más anquilosados, la Constitución en su sentido moderno no se limita a ser enunciación de principios ambiguos con el fin de ceder toda la decisión política a los gobiernos de turno. Su vocación actual es justo la inversa, la de sustraer todo el ámbito decisorio posible a la arbitrariedad de los poderes, racionalizando, orientando y limitando al máximo sus actuaciones. Pero no en nombre de las puras formas, sino de la salvaguardia de los derechos constitucionales. Es esa, y no otra, la esencia ética del constitucionalismo contemporáneo.
Bien cierto es que el artificio de dejar en manos de un colegio de expertos la defensa de los derechos frente al dictado de la ley no carece de imprevistos. La historia judicial europea y norteamericana está llena de episodios reaccionarios de boicot judicial a leyes parlamentarias de tono social. La llegada del III Reich es, de hecho, incomprensible sin la acusadísima politización conservadora de la justicia, que apelaba al principio de igualdad ante la ley para abolir las conquistas del derecho laboral. Sin embargo, en la democracia actual estos peligros deberían haberse conjurado ya. Para eso mismo conforman los “derechos sociales” un principio informador de la interpretación jurisprudencial (art. 53.3 CE); por eso también se vincula el contenido de los derechos al derecho internacional (art. 10.2) y con ese mismo fin se obliga a todos los poderes públicos a remover los obstáculos que impidan alcanzar mayores dosis de igualdad real (art. 9.2).
Tampoco es garantía de mejor protección de los derechos el concentrarla en una corte de juristas de élite permeables a las pulsiones del poder. Existen alternativas, desde desconcentrar el control de constitucionalidad a todos los jueces, hasta elegir por sorteo para cada caso de una lista amplia a los magistrados llamados a ejercerlo, como ha propuesto Juan Carlos Escudier. Incluso ha habido constitucionalistas (Albert Noguera) que han reclamado algún dispositivo de control popular directo en el nombramiento de los magistrados, sustrayendo el monopolio de su designación a los partidos.
El caso es que en nuestro actual sistema político no contamos con otro garante de los derechos frente a las decisiones del poder ejecutivo y legislativo que el propio Tribunal Constitucional. Sin embargo, ya ha dado suficientes muestras de contravenir esta función garantista. Prefiere desempeñar una labor de blanqueo de las medidas que prosiguen con el actual desmontaje del Estado social. Ya lo demostró cuando avaló el uso del decreto ley para aprobar la última reforma laboral. Y ahora vuelve a hacerlo permitiendo la eliminación de la universalidad en la protección del derecho a la salud.
Por lo que se conoce de auto, el Tribunal vuelve a legitimar la práctica, expresamente prohibida por el art. 86.1 CE, de regular mediante decreto asuntos concernientes a derechos. Y no cabe plantear como excusa que la protección a la salud conforma tan solo un “principio rector de la política social”, no sujeto, por tanto, a reserva de ley, pues el citado art. 86.1 veta el decreto para todos los “los derechos, deberes y libertades” del título I, donde también se encuentra el art. 43.
El problema del planteamiento del Tribunal es, además, de principio. Su misión natural no es la de amparar la discrecionalidad gubernamental frente a la intangibilidad de los derechos, sino justo la contraria. Con el auto del pasado día 21, rechazado por tres votos particulares, vuelve a pervertirse su función. Y según lo han descrito los medios, la perversión se verifica con una falacia argumental. El art. 13.1 hace extensible a los extranjeros el goce de todos los derechos constitucionales, salvo el de sufragio, en los “términos que establezcan los tratados y la ley”. Por eso, para avalar el recorte sanitario, el Tribunal se refiere a la legítima capacidad del legislador para modular el ejercicio del derecho a la salud por parte de los extranjeros. Pero una cosa es regular por ley su ejercicio y otra muy distinta es negarlo. Nada impide, en efecto, introducir requisitos legales que impidan su disfrute fraudulento, como pasa con el turismo sanitario. Pero la modulación de un derecho no puede equivaler a su discriminatoria supresión para un determinado sector, el de los extranjeros asentados en España, a los que las restricciones normativas vigentes impiden obtener la residencia oficial.
Deslizar que, en caso contrario, se estaría admitiendo una suerte de derecho abusivo a “prestaciones gratuitas” roza el trazo grueso, pues desprecia la aportación económica que realiza la población inmigrante sin residencia legal a través de su trabajo no regularizado y de impuestos indirectos. Por otra parte, admitir la eliminación de un derecho como mecanismo de estabilización económica del sistema sanitario sienta un funesto precedente. Nadie negaría la tutela judicial a los extranjeros sin residencia porque el aparato de justicia resulta económicamente deficitario.
Con la mayoría de este Tribunal Constitucional ajena a su labor garantista no sigue quedando otra a la ciudadanía que la reivindicación activa de los derechos, como en el caso de la salud ha venido demostrando la Marea Blanca. Y el horizonte perseguido debe ser el de una reforma constitucional que equipare en todos sus extremos el derecho a la asistencia sanitaria con el derecho a la educación, donde los miserables argumentos economicistas y ordenancistas sobre su oportunidad, extensión y grado de protección parecen encontrarse aún en franca posición de debilidad. Solo así podría restaurarse en este punto la lógica del imperio de los derechos frente al vetusto principio del imperio de la ley propio del Estado de derecho.