Luis S. Villacañas de Castro *
Fue menos la distancia que la cercanía lo que me llevó a publicar una columna el pasado 13 de abril criticando el uso que Carlos Fernández Liria hacía de términos como “los pedagogos” o “la pedagogía”. El objetivo de aquel texto era sugerir que la condena genérica que el autor dirigía hacia todos los pedagogos era injusta e inefectiva, porque otra pedagogía era posible; y que las ideas que el propio Fernández Liria esgrimía como alternativas eran, de hecho, argumentos pedagógicos en sí mismos, hasta el punto de que planteamientos similares fueron y siguen siendo defendidos por aproximaciones diferentes a las que imperan en la actualidad. De ahí que mi texto se esforzara por reformular sus tesis y propuestas, no como tesis y propuestas “anti-pedagógicas” sino como argumentos pedagógicos de pleno derecho.
La misma cercanía me anima ahora a seguir escribiendo. De hecho, en su respuesta doble a mi texto, Fernández Liria también se mostró medianamente receptivo a mis argumentos. Sin embargo, la frase con la que cerró la primera parte de su réplica reflejó que no por ello había reconsiderado su apuesta: “quizá los pedagogos interesantes (que los hay) deban emprender una revolución contra sus peores enemigos, los otros pedagogos. Pero, por el momento, y para evitar confusiones, sería mejor que dejaran a los profesores en paz.” No suelo incluir detalles personales en mis textos, pero la afirmación de Fernández Liria es tan rotunda que tiene consecuencias inevitables sobre mi persona. Pues, para dejar en paz al profesorado —tal y como él propone—yo mismo tendría que abandonar los proyectos de colaboración que mantengo con los maestros de dos centros públicos de Primaria, instalados en dos de los barrios más desfavorecidos de mi ciudad. Espero que Fernández Liria comprenda que lo haré sólo cuando los profesores con los que colaboro me lo pidan.
En cualquier caso, no sé a qué tipo de revolución pretende animar Fernández Liria si a la vez reclama que los pedagogos interesantes dejen en paz al profesorado. ¿De qué otra manera podría cambiarse la correlación de fuerzas dentro de la pedagogía si no es estableciendo contacto con centros de Primaria, Secundaria y universitaria? Por esto y por otras razones, considero que la apuesta estratégica de Fernández Liria (su frase plantea una política de alianzas) es equivocada e ineficaz. Porque desestima que pedagogos interesantes puedan ayudar a transformar la realidad educativa en un sentido adecuado. Y porque, a la postre, reclamar que los pedagogos (buenos y malos) dejen en paz al profesorado no soluciona nada. Es como si una víctima reclamara piedad al palo que aferra el sujeto que le está golpeando. Puede que malos pedagogos se hayan ofrecido como arma, llenando de conceptos vacíos reformas educativas que no eran sino recortes encubiertos y convirtiendo la planificación del curso (que podría ser un ejercicio creativo sobre el diseño y el desarrollo del currículum) en un acto farragoso y burocrático. Pero detrás de ellos, quien golpea es el neoliberalismo. Y si se le retira la mala pedagogía, el neoliberalismo cogerá otra cosa (por ejemplo, a filósofos del tipo de José Antonio Marina). De hecho, en su mayoría —y esto lo menciona el propio Fernández Liria—, las ideas que se han usado para justificar las diversas reformas educativas han sido reconversiones del pensamiento empresarial, que con el tiempo han acabado naturalizándose en conceptos pedagógicos. Incluso las llamadas competencias, que parecían más enfocadas hacia el proceso educativo que hacia los objetivos, participan de un esquema en el que al alumnado no se le pretende dar más que retazos de conocimiento y know-how (listados infinitos de contenidos, listados infinitos de competencias) pero ningún armazón conceptual desde el que poder ordenar, entender y valorar dichos saberes y aptitudes. De este modo, el horizonte de sentido de la educación tanto como en la vida adulta se establece únicamente alrededor de las necesidades puntuales y esporádicas del capitalismo.
Además de equivocada desde un punto de vista estratégico, creo que la apuesta de Fernández Liria es teóricamente insolvente y por eso mismo contradictoria con otras afirmaciones esenciales que desarrolla en su respuesta. La solución no está en separar a los pedagogos y al profesorado, en lograr que unos dejen en paz a los otros y viceversa, sino en defender que no puede haber separación entre ellos. Lo dije en mi anterior artículo: “el saber de la pedagogía no pertenece a las facultades de educación solamente sino que es tesoro común de todos los educadores (también de los que trabajamos en facultades de educación)”. Esa es la principal razón por la que las ideas de Fernández Liria no pueden dejar de ser de naturaleza pedagógica. Hay que lograr que el profesorado tome consciencia y profundice en su saber pedagógico y no admita la división de trabajo según la cual unos (los pedagogos) ponen la teoría y otros (los profesores), la práctica. Esta separación es epistemológicamente falsa y sus efectos son nefastos para toda comunidad educativa. A los pedagogos, se les debería empujar a relacionarse con los centros educativos de forma directa en vez de hacerlo solamente a través de la jerga que, con cada nueva ley educativa, logra colarse en el BOE. Al profesorado, se le debería facilitar las condiciones para que, si lo desea —y me consta que muchos profesores lo desean—, pueda profundizaren su reflexión pedagógica, también en contacto con la universidad.
Denunciar que la separación entre los pedagogos y el profesorado es conceptualmente falsa, dañina y que debe ser evitada (como la que separa a la gente corriente de los representantes políticos) es la única estrategia adecuada para combatir los efectos del neoliberalismo en educación. Creo que todo lo que no sea esta opción implicará, sencillamente, esperar a que el neoliberalismo elija su próxima arma entre nosotros. Por eso lamento que Fernández Liria opte por insistir en su separación; incluso establece una división ulterior entre didactas y pedagogos, mediante la cual los primeros merecen su respeto pero los segundos, no. En parte me alegro, porque yo pertenezco a un departamento de didáctica (de lengua y literatura). Pero justo por ello sé que entre didactas también hay de todo, profesionales interesantes y algunos que no lo son tanto (y una de las causas más frecuentes del segundo caso, a mi parecer, tiene que ver con el desinterés por ir más allá de su disciplina y pensar las realidades donde su enseñanza se integra: el alumno, el aula y la sociedad; es decir, con una carencia de reflexión pedagógica).
La conveniencia de que pedagogos y docentes, docente y pedagogos, colaboren en pie de igualdad a través de iniciativas conjuntas de innovación e investigación educativa no sólo guía mi propia práctica (como docente, didacta y pedagogo) sino que fue algo propuesto hace más de 40 años, en el Reino Unido, por el paradigma del 'maestro como investigador' que hace Lawrence Stenhouse —pedagogo—. Para él, la pedagogía era lo que debía resultar de la reflexión sistemática que los docentes desarrollaran sobre su propia enseñanza. Este modelo tomó impulso durante los años setenta y después fue derrotado. Y no por cualquiera: por el mismo gobierno que derrotó a los sindicatos mineros. Con todo, sigue vigente en círculos minoritarios a un nivel internacional y no quisiera terminar este texto sin destacar su sintonía con al menos dos de las propuestas que realizó Fernández Liria en sus dos artículos: sobre la libertad de cátedra y la enseñanza de contenidos.
Primero, el esquema del maestro como investigador demanda plena libertad de cátedra para el profesorado como condición de posibilidad de que éste pudiese desarrollar su dimensión investigadora y reflexiva. Sólo así podrá tomar decisiones acerca del currículum y experimentar con hipótesis de innovación que asumen la forma de “estrategias de enseñanza”. Precisamente —y en segundo lugar— una de las estrategias que más favorece este modelo es la de lograr que el alumnado experimente qué significa ser científico, artista, poeta, o filósofo, dentro de las diferentes asignaturas. No se trata, pues, de asumir una lista de contenidos inconexos, ni tampoco de desarrollar solamente competencias ajenas al núcleo interno de las materias. Antes bien, se busca que el alumnado asuma los contenidos esenciales de cada asignatura a través de las epistemologías propias y específicas de las disciplinas que representan: en Historia, pensar y actuar como historiadores; en Filosofía, como filósofos; en biología, como Biólogos; en Literatura, como escritores, etc.
Si bien los ecos del paradigma del maestro como investigador llegaron a España (léase el Documento de Carboneras de 1987), también fueron derrotados. El modelo perdura hoy, sin embargo, como una oportunidad para transformar y democratizar la comunidad educativa a través de las mismas líneas de acción que deberían guiar la transformación y democratización de nuestra sociedad.
De cualquier manera, es evidente que la psicología y la pedagogía tienen mucho que decir en educación.
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Y no obstante, el pedagogismo y el psicologismo sufrido a partir de los ochenta, unido a la manipulación política de los estudiantes de bachillerato, ha sido la lacra que ha erosionado la educación pública. (La privada se benefició y continúa beneficiarse a más y mejor de las huelgas de las enseñazas medias) .
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Pero, por otro lado está la actitud del PP y el integrismo social (el Tea Party hispano: El Foro Español de la Familia, HazteOír, Profesionales por la Ética, la traílla del obispo Rouco y demás gente de mal vivir, apoyados por las FAES aznarianas, y en especial, por la ignominia de la ministra Ana Pastor y la Consejera madrilleña Lucia Figar, que en aras de los intereses más rastreros y bastardos de su partido no dudaron en calumniar y desacreditar la educación pública.