Pedro Costa Morata *
La aversión que Mario Vargas Llosa viene mostrando hacia el presidente boliviano Evo Morales merece una atención que no sea sólo política ya que es bien conocido que el escritor peruano castiga con su propia profesión de demócrata y liberal a los regímenes latinoamericanos que no le gustan, como el boliviano, a los que suele calificar de populistas y antidemocráticos; sino que también incluya el análisis de otros aspectos de este aborrecimiento, y concretamente los de tipo socio-étnico.
De la ideología de este escritor (recreada sobre una inestabilidad de carácter que ha resultado evidente, al menos, en lo político) ya tomé buena nota cuando leí el discurso que pronunció en la ceremonia en que fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura, en diciembre de 2010, de claros reflejos criollos por sus referencias a lo indígena y por su incapacidad –malamente disimulada por el brillo de su discurso y las alusiones de ocasión a la injusticia con que se trata a los indígenas– para entender un problema tan profundo y consistente en América como es el racismo estructural, tanto el político-institucional como el sociológico, aunados ambos para sostener un sistema secular discriminador e injusto; lo que resulta especialmente insoportable cuando la mayoría demográfica es indígena (Bolivia, Guatemala). Aludía Vargas Llosa entonces, al hilo de su regocijo por la disminución de las dictaduras en el continente en los últimos años, a “algunas pseudodemocracias populistas y payasas, como las de Bolivia y Nicaragua”, pasando a continuación a citar, entre los datos positivos de una América “en el buen camino”, una “izquierda y una derecha que… respetan la legalidad, la libertad de crítica, las elecciones y la renovación en el poder”.
A Evo Morales (véase 'La derrota de Evo') le atribuye el “populismo más desenfrenado”, calificando su derrota en el referéndum convocado para alargar su presidencia con un mandato más, como “una gran esperanza para Bolivia”, queriendo neutralizar la popularidad de este líder con la observación de que esta cualidad ha servido “para acallar la corrupción” de los años de su gobierno. El caso de la manía anti Evo por parte del escritor peruano viene ilustrado por la significativa realidad del neto predominio indígena en la población boliviana, pese a lo cual ha habido que esperar siglos (a 2005) para que esa mayoría natural estuviera representada por un mandatario extraído de ella misma. Ataca esta novedad trascendente con la curiosa observación de que la simpatía de la opinión pública internacional hacia el primer indígena que llegó a ser presidente de Bolivia es “en última instancia discriminatoria y racista”; sin dejar de criticar que muchos europeos “han jaleado al divertido gobernante que se lucía en las reuniones oficiales sin corbata y con una descolorida champita de alpaca…”. Y contrapone a Evo Morales y a quienes le rodean (“que no han hecho avanzar un ápice el progreso de Bolivia”) los políticos de oposición que, enfrentados ahora a la adversidad, son “la verdadera cara de Bolivia” y rechazan un país “pintoresco y folclórico, una anomalía divertida…”.
Nuestro ideólogo disfraza de liberalismo consagrado e impecable su inquina hacia Evo, Chávez/Maduro, Correa y otros líderes suramericanos (de origen indígena o mestizo, de tendencia indigenista) llevados al poder por las urnas en procesos electorales canónicamente liberales, pretendiendo que pase desapercibido un ideario persistente de reconocible tipología criolla, al que sustentan tanto su genealogía, blanca y española, poco o nada mestizada, como sobre todo la cepa elitista de la sociedad, dominante, en la que se crió y desarrolló. Interesante es también su relato identitario –sigo con el discurso de Estocolmo– de “heredero de las culturas prehispánicas” que tan notable civilización dejaron: pero no de los indígenas pobladores del continente a la llegada de los españoles, lo que ha de tomarse por una verdadera profesión de pureza de sangre y de distanciamiento cultural. (Conozco gente culta en Guatemala que muestra una gran emoción ante la civilización maya… antigua, cuidando mucho de diferenciar a “aquellos mayas”, a los que reconocen méritos extraordinarios, de “éstos de ahora”).
En su declaración de orígenes, orgullosa y emocionada, también aludía a “los españoles que, con sus alforjas, espadas y caballos trajeron a Perú a Grecia, Roma, la tradición judeocristiana…”, que es un enunciado típicamente criollo, que pretende la desconexión respecto de las responsabilidades genocidas de conquistadores y colonos, ancestros del criollo y precedentes, con su violencia, de un predominio constituido de la apropiación de las tierras y el trabajo de los indígenas, primero esclavo y, hasta ayer mismo, servil. De personaje tan culto y bien informado como Mario Vargas se hubiera debido esperar alguna alusión a estos crímenes, al menos los perpetrados con la cuasi aniquilación de las culturas prehispánicas, tan de su devoción, imponiendo a sangre y fuego la judeocristiana de marras, tan ajena.
Anotación vergonzante resultó el remate de tan peculiar proclama de mestizaje literario, celebrando que “de España llegara también el África con su reciedumbre, su música…”, haciendo como que el tráfico de esclavos africanos hacia las fincas y encomiendas de los explotadores fuese una alegre romería cultural con la que seres humanos remotos (que llegaban cargados de cadenas) regalaban a la sensibilidad de los invasores españoles. Una distracción que tampoco describe la doble explicación de la presencia de africanos en las colonias españolas: la declaración de la Corona (Leyes de Indias, 1542), de que los indios fuesen considerados vasallos libres, que no esclavos (de muy escasos efectos, por cierto) y el reemplazo de las poblaciones indígenas mortalmente agotadas por la guerra, el trabajo o las enfermedades.
El criollo de la colonia y de las repúblicas que la sucedieron está suficientemente descrito en innumerables trabajos. Uno de ellos es el del guatemalteco Severo Martínez Peláez, La patria del criollo (1970), de aplicación a toda la América hispana en su análisis fundamental, que es la relación de esa caracterización étnica y esa mentalidad socioeconómica –es decir, de la clase criolla privilegiada, sustento y beneficiaria a la vez del régimen colonial, que oprime y saquea– con la tierra usurpada y con el núcleo de su objetivo e ideal: la explotación del indio.
Pero no es de esperar que la curiosidad intelectual de nuestro escritor, pese a ser notable, le lleve a entender desde un prisma no clasista (de clase o casta dominante) estas realidades suramericanas, que se prolongan hasta hoy mismo con formas siempre renovadas de esclavitud de hecho, de marginación socio-étnica y de ausencia de horizontes. Ni que le vaya a servir de gran cosa el análisis del autor que cito sobre el patriotismo del criollo –“idea reaccionaria… lujo de una clase infatuada y haragana”–, bien distinta de la visión poética y nostálgica, ergo falaz e hipócrita, del patriotismo del de Arequipa, que describió en la memorable jornada del Nobel con un racimo de melancolías y añoranzas de muy difícil disfrute para la gran mayoría de la población del continente, sea indígena o, simplemente, pobre.
Sostengo, en resumen, que el admirado autor literario peruano viene explicando sus ideas políticas en un elaborado discurso sociopolítico que –revistiéndose con cáscara liberal y democrática ortodoxa– representa en realidad la actualización ideológica, en grado modélico, del decir y sentir del criollo americano del siglo XXI, cuyo peso y trasfondo sigue estando nutrido de racismo y depredación.
Una descripción precisa y profunda de un personaje educado por esa oligarquía que hoy pervive incólume en latinoamérica.