Emilio Sola *
Año cervantino nos amenaza de lugares comunes y desencuentros con Cervantes una vez más. Como los franceses con Rabelais, los españoles de la democracia formal, con la amansada mascota de Estado en la que han convertido a Cervantes, no se atreven en profundidad con él, si no es que le tienen miedo, cuando hay materia cervantina abundante para hacerlo actual e incisivo.
El Cervantes que dice que no vale para cortesano −sobreentiéndase político profesional− porque tiene vergüenza y no sabe lisonjear, lo que equivale a llamar a los políticos cortesanos sinvergüenzas y lisonjeros −o pelotas o lameculos, que sería lo mismo− o el Cervantes feminista que en una sociedad patriarcal y macha hace decir a la Marcela que ella nació libre y que pasa de que su enamorado no correspondido, Crisóstomo, se haya suicidado, porque era un acosador y eso no era su problema; o el Cervantes que, en una sociedad confesional fundamentalista como era la monarquía católica, hace despedirse a un moro y a un cristiano en una pieza teatral, así: "Tu Cristo vaya contigo", dice el moro Ali; "Tu Mahoma, Ali, te guarde", dice el cristiano; formulación sin parangón en la literatura europea de entonces y casi de hoy, tal como van las cosas.
O el que en un análisis maestro de la modernidad que se avecinaba y que captó lúcidamente en Argel, en otra pieza teatral, compara la empresa económica moderna con la galeota corsaria, y lamenta que el nuevo dios de los nuevos tiempos sea el 'interese', como él dice, el dinero; de manera que "el cambio injusto y trato con maraña" −la corrupción económica más elemental− sea la nueva ley de esos nuevos tiempos bárbaros por encima de toda ley y moral anterior, bárbaros porque el bárbaro, frente al civilizado, es el hombre sin fe y sin ley; el Cervantes, pues, del origen corsario del poder financiero que convierte a las repúblicas corsarias en ladroneras...
Ese es el Cervantes que no parece que tengan ningún interés en glosar para que todos lo entiendan, hasta el punto de que todos los abordajes audiovisuales que se han hecho sobre él −y prácticamente sólo sobre el Quijote− sean de una pobreza imaginativa desesperante. Sin pretenderlo, creo, sólo en El día de la bestia, de Alex de la Iglesia, con un cura vasco aquijotado y que lee el mundo madrileño en clave apocalíptica, y su compañero sanchopancesco postpunki devorado, alguien logra una aproximación mínima a lo que podría ser el mundo cervantino −y quijotesco en este caso también− medianamente presentable.
Frente a la riqueza del tratamiento audiovisual de la obra de Shakespeare, con tantas actualizaciones interesantes, la tosquedad y limitación de los ensayos con la literatura cervantina asombra y cabrea, y de eso la culpa la tienen precisamente los cervantistas, que se acojonan ante planteamientos que los desbordan; la historia de amor a tres que es El curioso impertinente −que también está en el Quijote, además− es un trío que desborda el vodevil clásico, aunque Cervantes lo hace terminar en tragedia porque no era posible hacerlo terminar bien. O la obra de teatro de La casa de los celos, que un cervantista clásico ve sin pies ni cabeza porque no sabe leer y no se da cuenta de que el autor ha hecho un guión cinematográfico para que se ruede al estilo Almodóvar, pues se ríe de todas las convenciones de géneros del momento. O las escenas sevillanas de Rincón y Cortado, en donde el chulo Maniferro y la prostituta Cariharta tienen escenas de sado-maso de cine B de todos los tiempos, en la onda del Bartolomé Manchego y su novia la Talaverana, del Persiles y Sigismunda, que terminan en Roma ajusticiados como emblema de la desdicha de ese pueblo español maltratado y abandonado por sus élites, en una Roma en la que el Papa desaparece ante la presencia abrumadora de la cortesana Hipólita, la Ferraresa, y su chulo,QUINOTE Pirro Calabrés…
Es el Cervantes que no puede digerir una sociedad formal que en el fondo no entra de lleno en él porque, como en vida le sucedió, lo desprecia y oculta, lo difumina o ningunea, y sólo es capaz de reírle gracias al loco que dice tonterías, y que inventó por pura necesidad de libertad de expresión, en un artilugio literario que crea la novela moderna: esto, que es aventurado o heterodoxo, no lo digo yo, lo dice ese personaje que está loco, ya sea el Licenciado Vidriera o sea don Quijote.
No es extraño que fueran los ingleses precisamente, que miman a Shakespeare, los que se tomaran en serio a Cervantes y en el siglo XVIII lo recuperaran del olvido en que lo habían sepultado los españoles. Y sigue así la cosa. El otro día en un periódico alguien decía que se lo regaláramos a los ingleses, que lo iban a tratar mejor que nosotros. Siempre fue así, los ingleses, y los rusos, y los alemanes. Todos. Y sin embargo, Cervantes es único para muchas cosas y, una no menos importante, para hacerse amar incluso por los infieles musulmanes, enemigos clásicos de nuestros casticistas, con historias en las que el matrimonio mixto entre una mora y un cristiano o una cristiana −nada menos que una Catalina de Oviedo− con un musulmán −nada menos que el sultán otomano− parecía indicar que el futuro del Mediterráneo no se arreglaba con las armas sino en la cama. No son tonterías, sino mensajes de ese Cervantes que poco antes de morir dice que él ha escrito como “en profecía”, o al menos ése había sido su deseo, para que le entendieran los que venían después.
El ultraje mayor que siempre se le ha hecho a este señor que ahora todos miman de boquilla es no querer leerle o, más aún, ocultar sus cargas de profundidad más potentes. Últimamente se ha lanzado la operación de la estrella Cervantes y sus cuatro planetas, Quijote, Dulcinea, Sancho y Rocinante, cuando Cervantes, si se leyera bien el Quijote, ya había previsto esa posibilidad de identificar a las cuatro ruedas de su artilugio literario más famoso:
“¡Oh, autor celebérrimo! ¡Oh, don Quijote dichoso! ¡Oh, Dulcinea airosa! ¡Oh, Sancho gracioso! Todos juntos y cada uno de por sí viváis siglos infinitos para gusto general y pasatiempo de los vivientes!” (Quijote, II, 40).
Ese autor celebérrimo no era él, Cervantes, sino Cide Hamete Benengeli, el autor arábigo y manchego que había escrito el verdadero Quijote y que Cervantes se lo inventa en el prodigioso capítulo IX de la primera parte del Quijote. Pero no; se silencia a Cide Hamete −no vayan a pensar que sea un talibán cualquiera− y se lo sustituye por un caballo, simpático, sí, pero neutro, aséptico, intrascendente, sin trastienda incómoda, insípido… Como se le quiere a él, al verdadero autor, Cervantes, al fin neutralizado, si no asesinado.
En efecto, para hablar con entusiasmo de algo tan valioso como el patrimonio cervantino antes hay que conocerlo bien. El profesor Sola demuestra conocerlo en este articulo, escrito con pasión. Si embargo, a Francisco Rico Manrique, que va por ahí como el gran conocedor del Quijote, que dice haber leído ochenta veces o más, sólo le interesa si Cervantes tenía indigestiones frecuentes o que una coma en el capítulo XXXV esté mal puesta. ¿Cómo va a entusiasmar a nadie desatinos semejantes? España tiene mala suerte con los españoles trepas, a los que admira; los españoles valientes y sabios tienen mala suerte con España que los desprecia. Y así nos va yendo.