Pedro Costa Morata *
En lugar de encargar a la Fiscalía la preparación de una demanda contundente que lleve a la justa ilegalización del PP –partido en el que milita y al que entrega su celo y sus visiones– por cohecho, financiación ilegal, delito fiscal, falsedad documental y otras numerosas trapacerías anexas a una trayectoria corrupta (y todas ellas en grado masivo, repetitivo, generalizado), Jorge Fernández Díaz (JFD), ministro de Interior y destacado creyente en un Gobierno que debiera ser laico pero que en realidad es inmoral, asume el papel de represor cerril y trasnochado, trasladando a su práctica política la presión inaceptable de la religión que profesa.
Lo más notable de este ministro no es, desde luego, que no se inmute cuando condecora a la Virgen con medallas castrenses indescriptibles (entre la superstición y el ridículo) sino que encabece un Ministerio anticristiano donde los haya. En un Gobierno cuyas responsabilidades se repartieron desde el primer día en directo desafío a la más rudimentaria de las éticas –Arias el depredador para debilitar al Medio Ambiente; Soria el endeble para allanarse en Industria a los más pujantes sectores económicos; Morenés el de las armas para obsequiar a la industria de Defensa; Montoro el de las contabilidades empresariales para cuidar de los ingresos fiscales del Estado; entre otros– al creyente Fernández Díaz se le atribuyó, tras un análisis que debió ser extremadamente cuidadoso, un Ministerio cancerbero cuyas funciones represivas él ha relanzado y endurecido con profundo sentido providencial y gran arrojo antievangélico.
JFD desempeña así un puesto esencial en este gobierno, definido para hacer daño a manos de un PP castigador y a lomos de una historia degradada. Concretamente, y ante todo, ha sido encargado de salir al paso de la ira ciudadana ante las políticas de empobrecimiento, desigualdad y escarnio democrático, promoviendo la Ley de Seguridad Ciudadana e inspirando endurecimientos sin precedentes del Código Penal, como ese hito de la “prisión permanente”, en realidad condena perpetua, sin que el añadido de “revisable” pueda ocultar la intención ni el enfoque (y ha envilecido la carrera política de un patético Rafael Catalá, joven ministro de Justicia que se ha estrenado con un papel miserable).
Protagoniza, de esta forma, la respuesta de un Estado oprobioso, caído en manos de un poder que enarbola eslóganes económicos indemostrables con los que quiere justificar el inmenso dolor producido, correspondiéndole contener un estallido social que, en buena medida debido a la acción policial, no ha podido traducir en hechos la humillación encajada. Maniobra ahora para explotar el filón del terrorismo yihadista, convirtiendo la seguridad en el mantra que –fe cristiana puesta aparte– pueda conjurar la más que probable debacle electoral.
Con su Ley de Seguridad Ciudadana JFD trastoca nuestra historia democrática para colocarnos, de pleno derecho, en las coordenadas securitarias de la dictadura franquista, quizás en la primorriverista. De ella destaca la represión preventiva y atemorizadora, muy en línea con la estrategia de los inventores del pecado original, hallazgo (¡en verdad antiguo, oh dioses!) con que lo más opresivo de una ideología religiosa atemoriza al creyente y lo castra mental y espiritualmente. Así lo ve este ministro, al que no es difícil pensarlo como inquisidor medieval, ni imaginarlo cubriendo su humanidad justiciera con un hábito monacal para fulminar a los herejes y sectarios que se atreven a pensar, criticar o, simplemente, decir que no.
De look correcto y sobrado (ocultador de un carácter tímido, precavido, más bien inseguro) y un espíritu democrático tan deficitario que revive al jerarca del franquismo, a cuyo marco histórico-político de hecho pertenece, JFD resulta extraído del aborrecido molde del nacional-catolicismo. Con la impronta dada a la Ley de Seguridad Ciudadana se retrata como liberticida activo, quizás nostálgico del control dictatorial de las expresiones públicas, así como sectario religioso en el peor sentido de la palabra, es decir, fanático creyente empeñado en que resplandezcan los intereses de su fe: pulsiones integristas propias de la secta a la que pertenece, el Opus Dei, cuya vocación de “trabajar en el mundo” no oculta, desde su fundación, sus objetivos de poder político y económico.
De ahí que se le observe exaltado cuando lanza sus diatribas y afila la legislación para revestirse de perseguidor de herejes e idólatras, que es como debe contemplar al enemigo yihadista. Y empuña el arma justiciera para lancear al dragón infiel acometiéndolo con la fuerza de la verdadera fe, que siempre habrá de vencer, obsesionándose contra los enemigos de la cristiandad y de la paz mundial, que encuentra agazapados en el cubil patrio.
Porque, efectivamente, JFD parece más veterotestamentario que cristiano, a fuer de reaccionario y empecinado: al estilo tradicional del judío bíblico al que animan mitos y leyendas alucinantes e increíbles; asustadizo más que temeroso, lo que no impide el aparente aplomo y la soberbia con que suelta sus despropósitos, en especial los que se refieren a la inmigración (en franco contraste, ciertamente, con lo que haría el manso de Nazaret, siempre al lado de extranjeros y perseguidos). Portando su pathos bíblico-vengativo nuestro ministro acudió, representando a España, al entierro del ex primer ministro de Israel Ariel Sharon, probablemente el israelí más sanguinario y de más abultados hechos criminales, al que con seguridad el infierno habrá acogido con sus mejores fastos. Su presencia, infamante pese a protocolaria, pudo tener que ver, a más de con sus propios sentimientos hacia el finado, con las relaciones de tipo policíaco, armamentístico e ideológico de su gobierno y su partido con el Estado judío.
Pero donde el mérito represivo de JFD alcanza sus más altas cotas, por negar directa y claramente aspectos esenciales del mensaje evangélico es en la canallada de los desahucios y en la represión de los inmigrantes en las terroríficas vallas que protegen –mediante delicadas concertinas y con caritativos bastonazos– a la civilización cristiano-occidental de humanos subsaharianos hambrientos, desharrapados e inermes; a quienes se ha llegado a recibir con disparos no siempre disuasorios cuando se quiso disfrazar de peligrosidad insoportable a la angustia de náufragos exhaustos, a los que quedaban unos metros para llegar al paraíso de una Europa idealizada.
Poca fe habrá de tener este ministro creyente (¡que no practicante, vive Dios!) en el Juicio final, cuando con su venida majestuosa y justiciera el Hijo del hombre, en plena gloria y acompañado de todos los ángeles, pondrá como el pastor las ovejas a su derecha para premiar con la posesión del reino a quienes tuvieron caridad con su prójimo. Y a los que ponga a su izquierda, como el pastor a los cabritos, los rechazará maldiciéndolos: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y para sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber; fui peregrino y no me alojasteis; estuve desnudo y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel y no me visitasteis” (Mt, 25, 41-44).
Da el perfil perfecto del cacique de pueblo de los años 60