Hugo Martínez Abarca *
Durante el siglo XIX los socialistas y los demócratas iban de la mano e incluso muchas veces eran los mismos. Se oponían a la “democracia” censitaria por la cual sólo una élite propietaria podía votar y exigían el sufragio universal (primero masculino; luego real). La lógica de ambos bandos no era moral sino materialista, de clase: la élite económica pretendía quedarse para sí los derechos políticos pues si sólo votaban los propietarios (con la excusa de que eran quienes pagaban impuestos) elegirían representantes de sus intereses; por su parte los partidos obreros suponían que el sufragio universal daría a la mayoría social la mayoría política. La democracia era una cuestión de clase.
Andando el tiempo no hubo más remedio que convertirse en demócrata. El jurista nazi Carl Schmitt presumía en su libro Sobre el parlamentarismo (1924) de que los fascistas eran los únicos que no se reclamaban demócratas, algo que hoy sería inexacto porque hasta los grupos más claramente herederos de aquellos fascistas no sólo se declaran demócratas sino que exigen el adjetivo en monopolio (el resto somos terroristas, populistas, totalitarios…). Han conseguido que la palabra democracia deje de ser una reivindicación de clase para ser una cuestión de ética colectiva: un gobierno no es legítimo si no todos los ciudadanos (entiéndanse excluidos los inmigrantes, presidiarios y menores de edad) tienen derecho a ejercer algún tipo de voto; y para que un gobierno sea legítimo parece ser suficiente con ese requisito electoral mínimo.
Para ello el poder económico necesitó idear instrumentos para que el sufragio universal fuera inofensivo, esto es, para que el voto de todos no convirtiera en mayoría política a la mayoría social. Hay múltiples instrumentos para ello. Unos instrumentos se dirigen al pueblo; otros al mecanismo de traducción de su voz (las elecciones); finalmente, otros se dirigen a los gobiernos resultantes. De los instrumentos dirigidos a que el pueblo no actúe políticamente de acuerdo con sus intereses el principal es el dominio ideológico, identificado por Marx, la hegemonía teorizada por Antonio Gramsci. Por si esto fallara existen mecanismos para que su voz quede distorsionada: leyes electorales espurias, mecanismos de financiación (legales o ilegales) que otorguen mucha ventaja a los grupos más serviles al poder político…
Finalmente están los instrumentos dirigidos a que en ningún caso las personas elegidas para liderar la acción política defiendan los intereses de la mayoría popular. Así, el poder económico se ha dotado de instrumentos complementarios a los anteriores para cooptar al poder político, para convertirlo en su siervo o al menos en un invitado a su consejo de administración. Forman parte de estos mecanismos la corrupción, la famosa puerta giratoria e incluso esos privilegios (desde sueldos descomunalmente superiores a los de la mayoría trabajadora a condiciones de vida claramente separadas de las de la canalla) que pretenden conseguir que quienes lleguen de abajo a esa élite política se sienta invitados a las alturas, sientan que los suyos son quienes viven como ellos, quienes comparten palcos y no tienen problemas de aparcamiento, quienes están judicialmente blindados formal o informalmente… Ya se sabe que el ser social determina la conciencia social: por tanto la modificación del ser social de quienes toman decisiones determinará la conciencia social que las dirija.
Es ahí donde cabe ubicar uno de los términos de moda, la famosa casta. Frente al intento de caricaturizarlo como una referencia a “los políticos”, sus impulsores (el núcleo que puso en marcha Podemos) han dejado claro reiteradamente que se refiere a quienes han adquirido una forma de vida material que los sitúa mucho más cerca de un poder económico al que sirven que del pueblo al que supuestamente representan. Seguramente habría sido mucho más claro usar el término “corte” (que tiene la ventaja lingüística de su correspondencia con “cortesano”, algo de lo que carece “la casta”: ¿cómo se llama al miembro de la casta?). Es mucho más fácil de saber intuitivamente quién es cortesano, que no se refiere sólo a una élite política (también periodística, empresarial…), que mucha gente que tiene cargos políticos no es precisamente de ese grupo sino su enemigo... Y además el término “corte” permite identificar el problema como un problema estructural, un asunto de régimen y señalar un vértice, la Corona, ejemplo y motor de las alianzas corruptas entre las élites económicas (locales e internacionales) y las instituciones. Pero seguramente la suerte esté echada y el término casta esté ya tan popularizado que no quepa más que aprovecharlo para señalar un enemigo realmente existente y que es vital para la dominación de clase.
Lo que no tiene ningún sentido es contraponer la denuncia de esa “casta” y el discurso de clase. Se puede hacer señalando a esa “casta” como un fenómeno aislado, denunciando a los corruptos pero no a los corruptores, tendiendo a esa caricatura de la antipolítica en la que tan bien se ha manejado UPyD, por ejemplo; una reducción que podría ser tentadora para Podemos. También se puede hacer ninguneando la existencia de esa forma estructural de cooptación de élites políticas, esencial para el dominio de clase: es la forma de resurrección de aquel economismo, aquella interpretación tradeunionista de la política con la que confrontaron los revolucionarios históricos pero que siempre está presente en los sectores más conservadores de la izquierda. No podemos entender el saqueo de las clases dominantes sin el protagonismo de la corte, la casta o como lo queramos llamar. Esa es la razón por la que hacemos de la lucha política un frente de radical importancia; si no, la batalla política sería secundaria. Esa idea sí sería el triunfo de la antipolítica.