Germán Gómez Orfanel
El artículo 61.1 de la Constitución vigente, establece de modo claro que "el Rey al ser proclamado, prestará juramento de guardar y hacer guardar la Constitución”. El problema reside en que en España, en dónde por jurar se viene entendiendo desde hace siglos poner a Dios por testigo, es decir incluyendo una connotación religiosa, se ofrece para quiénes no deseen tal enfoque religioso, la posibilidad de prometer. Esto sucede en diversos supuestos como el Juramento o Promesa ante la Bandera (artículo 3 de la ley 17/1999) o como la fórmula de acceso a cargos y funciones públicas (R.D.707/1999). Lo relevante de esta alternativa es que acaba por implicar una declaración sobre la ideología, religión o creencias personales en contraste con lo establecido en el artículo 16.2 de la Constitución. Así, cuando se forma un Gobierno del Partido Popular todos suelen jurar con alguna excepción (Álvarez Cascos) y si es del PSOE, domina la promesa con José Bono como excepción. Se llega a la situación absurda de que un no creyente no pueda o no deba jurar, a diferencia de países como Alemania o Austria en dónde el juramento es una fórmula neutral apta para todos, pudiéndose añadir invocaciones religiosas. Mientras en Finlandia se pide una declaración de observar la Constitución, en Grecia se exige al Presidente jurar, nada menos que , en nombre de la Santa Trinidad Consustancial e Indivisible. Volviendo al núcleo de este texto, cabe interpretar que el Rey podría prometer, si así fuese su deseo, la Constitución. España no es un Estado confesional, ninguna confesión tendrá carácter estatal y la persona del Rey tiene garantizada la libertad ideológica y religiosa (art.16 CE). El Rey de España podría ser incluso ateo o no creyente, a diferencia por ejemplo de lo que sucede en Dinamarca, cuya Constitución obliga al Rey a pertenecer a la Iglesia evangélica luterana (art.6). Otra cosa puede ser el enorme peso de la tradición a lo largo de siglos de la Monarquía católica española, de un Estado cuya existencia llegaría a justificarse en la salvación de las almas y en la preocupación por que sus súbditos sirvan a Dios y guarden sus preceptos, tal como escribió Rouco Varela en su tesis doctoral (Estado e Iglesia en la España del siglo XVI, BAC, Madrid, 2001, p.50). En el último tercio del XIX, la teoría de Cánovas de la “Constitución interna”, se basaba en la soberanía compartida y eterna de un Rey católico con las Cortes y con predominio del primero. Además hasta la caída de la Monarquía en 1931, se consideraba a la persona del Rey no sólo inviolable sino sagrada. No me han extrañado nada las declaraciones del pasado 5 de junio, de José María Gil Tamayo, secretario general y portavoz de la Conferencia Episcopal Española, afirmando que la Casa Real española tendrá unas manifestaciones coherentes con la tradición católica de la Familia Real y no con la del Estado aconfesional. Parece como si una cosa fuese el Estado español aconfesional y algo distinto, la Casa Real que está sometida a la Constitución y es un órgano de relevancia constitucional, un organismo que, bajo la dependencia directa de Su Majestad, tiene como misión servirle de apoyo en cuantas actividades se deriven del ejercicio de sus funciones como Jefe del Estado (Real Decreto 434/1988). Con la singularidad de que ámbitos de la actividad de la Casa Real no están sometidos a refrendo y el Rey puede actuar libremente (art .65 CE). Como he señalado, el Rey y los miembros de la Familia Real tendrán que actuar en un espacio dónde libertad religiosa, tradiciones y prácticas católicas y la no confesionalidad estatal se verán entremezcladas, generándose situaciones conflictivas que pueden causar rechazo en importantes sectores ciudadanos. La web de la Casa Real resulta bastante ilustrativa. Valgan las siguientes dos muestras, de fácil comprobación. Se destaca que la historia político-institucional de España, como la de otros países europeos, se corresponde con la historia de su Monarquía y sus Reyes, lo cual es compatible con la consideración de que la historia de la evolución política europea es un reflejo de la lucha contra los poderes primero absolutos y luego más limitados de las Monarquías, hasta someterlas al Parlamento o sustituirlas por Repúblicas democráticas, y para ello basta pensar en la trascendencia constitucional de procesos como las Revoluciones inglesa o francesa, o lo que para nosotros significó el frustrado constitucionalismo de Cádiz. Respecto al Patrimonio Nacional se alude a los bienes que la Corona cedió al Estado, conservando su derecho de uso, como si áquella estuviese por encima de éste. Me vienen a la memoria, respecto a Madrid, dos ejemplos que cabe interpretar desde otra perspectiva notablemente distinta: Una vez destronada Isabel II, el Decreto de 6 de noviembre de 1868, del Gobierno Provisional cedía para Parque de Madrid el sitio del Buen Retiro en toda su extensión. El 1 de mayo de 1931 otro Gobierno provisional, el de la Segunda República, cedía también al pueblo de Madrid otra propiedad de la Corona, la Casa de Campo. La auténtica parlamentarización de la Monarquía, debe tener en cuenta que el Poder simbólico y mediático de ésta tiende a expandirse y a intentar recuperar espacios perdidos de influencia que desde un enfoque realista, no pueden dejar de calificarse como poder político. En la medida en que la Monarquía de Felipe de Borbón, Felipe VI se aproxime a lo que es una República democrática podrá limitarse el número de desafectos, sin olvidar que hay repúblicas autoritarias e incluso brutales. En el fondo la única razón básica para mantener la Monarquía, aún Parlamentaria, es la existencia de una mayoría de ciudadanos que así lo desee y mientras tal deseo perdure.