Hugo Martínez Abarca *
Por toda Europa están cobrando gran fuerza opciones de extrema derecha cuyo discurso se centra en el odio al inmigrante. Finlandia, Grecia, Reino Unido, Holanda, Bélgica, Suiza...por todas partes están en auge las fuerzas políticas xenófobas y en el centro de todas ellas Francia, con Marine Le Pen encabezando los sondeos de las elecciones europeas. Es un fenómeno bastante heterogéneo cuyo tronco común es la xenofobia: el inmigrante como causante de la crisis.
Llamativamente en España, uno de los países con mayor tasa de desempleo de Europa y donde la crisis (y su gestión política) está sacudiendo más duramente, no está surgiendo un fenómeno de este tipo. Por un lado, la extrema derecha no ha conseguido presentar un referente político propio (separado del PP) que sea mínimamente relevante; por otro, el CIS descarta tozudamente que la población española sitúe la inmigración como uno de sus principales problemas pese a las machaconas amenazas de los 30.000, 40.000, 80.000 africanos o los que haga falta que acechan nuestras fronteras para asaltarlas.
De hecho cuando sí cuajó esa percepción xenófoba fue en el final del ciclo económico alcista: en septiembre de 2006 casi un 60% de los ciudadanos mencionaban la inmigración como uno de los tres principales problemas que tenía el país, mientras que en la actualidad sólo un 2.1% mencionan la inmigración al ser preguntados. Aquel pico de la xenofobia se debió a una intensa campaña de la derecha española contra la regularización de los inmigrantes que trabajaban en España, pero se diluyó pronto. Que ni siquiera en los momentos más agudos de la crisis haya pasado el extranjero a ocupar el papel de chivo expiatorio que sí ha adquirido en casi todo el resto de Europa es una singularidad (en principio positiva) española.
¿Qué tiene de particular España para que aquí no cuaje el discurso que tan fácilmente echa raíces en el resto de Europa? Desde luego no es la inexistencia de extrema derecha en España. Sólo hace falta ver las resistencias que encuentra la memoria democrática, un rasgo de fascismo popular que también es insólito en el conjunto de Europa, en la que nadie se atreve a reivindicar, disculpar ni “contextualizar” los crímenes de dictaduras genocidas.
Valga como síntoma para el análisis la primera escisión relevante que el PP tiene por su flanco derecho: Vox. Aunque en las declaraciones de sus fundadores se llamase entre otras muchas cosas a poner freno a las “olas de inmigración” que ponen en riesgo a Europa, en su manifiesto fundacional no aparece referencia alguna a la inmigración. No, su chivo expiatorio no son los inmigrantes, que apenas aparecen como nota al pie. El reclamo es la unidad de España y de ahí se deriva su rechazo a las autonomías, su crítica a toda concesión (real o imaginaria) a la agonizante ETA: La “razón de ser” de Vox según se indica al inicio de su manifiesto es que “España atraviesa una crisis múltiple y profunda de carácter sistémico que afecta a su economía, a sus instituciones, a su unidad nacional y a su moral colectiva”.
Esta no es una característica única de Vox, sino que tradicionalmente las vísceras más ultras de nuestra derecha han identificado el conflicto nacional español como un conflicto interno con los españoles que no quieren serlo o quieren serlo de otra forma que como un conflicto externo con quienes vienen de fuera. Los “España una y no cincuenta y una” y “Antes España roja que rota” han sido eslóganes de nuestros ultras con mucho más arraigo que cualquier discurso contra los inmigrantes. Aquel boicot al cava catalán tuvo más calado popular que los intentos de señalar un supuesto conflicto migratorio salvo en aquel momento puntual de la primera legislatura de Zapatero.
Esa explicación según la cual el conflicto nacional español es el que de alguna forma nos blinda de una xenofobia de la relevancia que está adquiriendo en el resto de Europa nos permitiría entender por qué sólo en Cataluña aparecen los brotes xenófobos de relevancia con 67 concejales de la Plataforma Per Catalunya (2.3% de voto en las últimas elecciones municipales) y con los ejemplos más agresivos de xenofobias en ayuntamientos del PP (Badalona) o CiU (Vic) que hacen gala de su islamofobia reiteradamente. En el resto de España, la demagogia ultra se centra en supuestos conflictos con los catalanes, en una defensa casi religiosa de la unidad de España, en culpar a las autonomías de la crisis como en otros países se culpa a los inmigrantes o en hacer aparecer a ETA como mucho más relevante políticamente en su agonía de lo que era en su apogeo. Lógicamente, en Cataluña no se tira de catalanofobia y precisamente ahí surge la xenofobia relevante que no existe en el resto del Estado.
Esta explicación nos permitiría ubicar políticamente los discursos centrados en la unidad nacional, en la desaparición de las autonomías (o de recentralización de sus principales competencias -muy singularmente la educación-) y en agudizar el conflicto nacional desde un unionismo obsesivamente españolista. Tales posiciones tienen, como en el resto de Europa, versiones ultraconservadoras y versiones con discursos mucho más actualizados. En algún caso, de manera análoga a lo que hace Marine Le Pen con muchísima más inteligencia que su padre, estos discursos se cimentan argumentalmente en la radicalidad democrática.
En España existe extrema derecha, claro que sí. Como en el resto de Europa, si no más por la ausencia de ruptura política con el fascismo. Lo que igual nos está ocurriendo es que no la estamos buscando donde debemos, porque igual nuestra demagogia ultraderechista, también en auge, tiene su propio chivo expiatorio.