Un PP depredador: la pulsión liberal-fascista

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Pedro Costa Morata *

Pedro-Costa-Morata¿Repara el PP en el rumbo ultra de su gente y sus políticas? Pues por si acaso, se lo advertiremos, llamando a las cosas por su nombre. Así, sus últimas iniciativas de reducir el derecho de huelga, ampliar la represión de las manifestaciones ciudadanas, minimizar los parlamentos regionales y otras más pertenecen al género fascista, según dicen los libros y enseña la historia.

Ha sido siempre en tiempos de crisis cuando las prioridades económicas, malversadas por ideologías totalitarias y exclusivistas, agazapadas o adormecidas, han logrado imponerse beneficiando a minorías en perjuicio de la mayoría, optando para ello por el autoritarismo rampante y la conculcación sistemática de las libertades, aun las más elementales. Al ritmo de las medidas urgentes y coyunturales, y de forma proporcionada con su acumulación y agudización, se va ensanchado el déficit democrático -¿habrá que considerar como una “ley social” de vigencia rigurosa la relación inversa entre este déficit y el fiscal?-, adquiriendo la democracia parlamentaria el aspecto de un enfermo crónico que en  cualquier momento puede derivar en agonizante.

Y lo agrava todo la odiosa arrogancia de un partido en el poder tramposo y corrompido, que para salir de sus aprietos se ve obligado a manipular y envilecer sus propios órganos de poder y administración, así como instituciones esenciales. Este es el caso de la Agencia Tributaria, la Policía y la Fiscalía, en todas las cuales el PP ha de intervenir para frenar y desvirtuar las investigaciones sobre delitos y pecados propios y ajenos (entre éstos, los de la familia real y la gran banca). Y un Consejo General del Poder Judicial cuya configuración se ha convertido en un serio agravio al Estado, el país y la ciudadanía, implicando en la operación a la mayor parte de la izquierda. Degradar las instituciones de poder para eludir la responsabilidad penal y política, por más que sea una operación habitual en las democracias actuales, es una práctica de evidente corte fascista. En estas circunstancias, es imposible ignorar que la mayoría de los dirigentes de este partido en el poder proceden de las familias y élites del franquismo, y así lo atestiguan sus apellidos o historiales; de un franquismo que fue fascismo siguiendo el modelo italiano pero que se expresó con variado pelaje e intensidad: criminal-genocida, dictatorial, antidemocrático...

Se trata, en el momento español presente (y también europeo) de reconocer la capacidad –e insistencia– del modelo neoliberal para generar formas fascistas que actualizan el concepto y los contenidos, llevando al mismo fin; es decir, de exponer al hilo de los acontecimientos en qué va consistiendo la modalidad liberal-fascista, o dictadura liberal. Teniendo en cuenta la acepción amplia del término fascista, que mantiene su núcleo autoritario, no cabe duda de la aparición tangible de elementos “tradicionales” del fascismo que nos amenaza. Así, la imposición de un solo partido político o el uso de la violencia y el terror se transmutan, sin demasiada dificultad, en el imperio de una sola ideología política en el poder (hacia la que han ido deslizándose partidos democráticos, incluyendo la izquierda socialdemócrata) y la coacción por las leyes crecientemente represivas, así como la anulación o erosión de derechos políticos, sindicales y otros por decisiones claramente liberticidas. No falta, desde luego, la componente de “apropiación del Estado”, que el fascismo histórico realiza por exaltación y con mitología; y que la variante liberal imita, apropiándoselo también, aunque para repartirlo entre los aliados económicos, que lo manejan y esquilman. Las élites liberales se identifican con la avaricia económica, para lo que manipulan el poder político; las fascistas, con el ansia de poder político, para lo que no dudan en aliarse con el poder económico. Liberalismo y fascismo odian, por sobre cualquier otra cosa, la igualdad, y persiguen la cohesión y el poder de sus élites, atribuyendo a las mayorías papeles subsidiarios, inocuos y  borreguiles.

En estrecha relación con el núcleo autoritario, el fascismo coloca a la mentira como base “argumental” (y hasta metafísica) de su teoría y su práctica de forma descarada, persistente, justificativa, insultante y por supuesto impune: sin autoritarismo eficaz, es decir, represivo, la mentira pierde vigor y pone en evidencia a los embusteros, que serían castigados. Aquí y ahora, esta mentira se proclama en el ámbito de lo económico para adormecer, con falsas cifras, noticias y esperanzas, la indignación de los ciudadanos, que sienten que la salida de la crisis tardará mucho más en producirse de lo que se anuncia y que, además, en ese momento la mayor parte de la población habrá regresado, en poder adquisitivo y ventajas sociales, a los años de 1970. Liberalismo y fascismo necesitan, ambos, el uso y el “apoyo” habitual de la mentira. Y es el ejercicio mentiroso e hipócrita lo que puede marcar el grado de adaptabilidad al fascismo de los dirigentes actuales del PP.

En la profesión diaria de la mentira (simplemente cínica, oportunista, banal o hiriente) compiten el propio presidente del Gobierno con Wert y Montoro entre otros ministros, así como con varios de los portavoces del partido, que mienten como ejercicio de trámite y vicio menor, sin sentirse en absoluto obligados a la verdad. La señora Cospedal, por su parte, es un caso difícilmente superable de descaro dialéctico y perversidad político-social: a la mentira que la envuelve y que su propia mente engendra, se añade su propensión antidemocrática y así se ha delatado podando la Asamblea castellano-manchega para –con la excusa de reducir el gasto público– asegurarse la victoria en las próximas elecciones (la Ley d’Hont resulta más injusta cuantos menos escaños hay en pugna). Esta ha sido una medida aparentemente liberal y responsable, pero en realidad es un gesto fascista de libro, con cubierta liberal. Por esa regla de tres, el imperativo fiscal-financiero, el liberalismo “tiende a cero” en representación (lo que, por cierto, no le repugna gran cosa, a juzgar por cómo prospera en las dictaduras).

Cumplen varias de las condiciones para la identificación fascistoide personajes significativos del PP, como Aguirre y Aznar. Esperanza Aguirre gusta decir: “siempre me he reconocido liberal”, lo que es falso y acomodaticio. Primero, porque no sabe lo que es la libertad ya que nunca la ha perdido, y segundo porque para ella ese vocablo alude y describe a su clan, que se contrapone a la mayoría: su encuadre político es aristocrático-fascista. Se le ve muy segura, y podría resultar gran beneficiaria de las manipulaciones institucionales que la liberarían de sus probables responsabilidades en la trama Gurtel y otras bagatelas de la usura –liberal, por supuesto– del poder. Y José María Aznar rezuma resentimiento general, contra la España que lo destronó, el partido que lo ningunea y hasta la historia, que sin duda lo señalará con el estigma del fascismo por la guerra de agresión inventada, inmoral y criminal; su rencor omnidireccional quiere romper por algún sitio y para ello dispone de su esposa Botella, ejemplo político del estupor y el retruque.

Y nadie deberá dudar de la pulsión parafascista de los ministros confesionales Ruiz Gallardón y Fernández, cuyas pompas y obras pertenecen a las antípodas del Evangelio (que los fulminaría con la maldición del “sepulcro blanqueado”), y prometen mucho para el nuevo bienio del PP en el poder.

(*) Pedro Costa Morata es ingeniero, sociólogo y periodista.
2 Comments
  1. Álvaro says

    Estamos ante una muestra de lo que es terrorismo de Estado, gobernar a base de violencia y miedo. Intentan engañar a la gente distorsionando el lenguaje, lo llaman seguridad ciudadana cuando en realidad significa proteger sus propios intereses a costa de los del resto de ciudadanos, incluso poniendo en riesgo la integridad física de la población.
    http://abajolascadenas.wordpress.com/2013/12/19/la-violencia-como-forma-de-gobierno/

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