La presencia y estudio de los clásicos vienen siendo marginados en los sistemas de educación desde hace ya décadas. Su apartamiento progresivo comenzó en forma de seminarios especializados, como apéndices exquisitos al margen de la educación troncal. Una tendencia que en Europa se ha ido consolidando gravemente, y en países como España ha llegado a la práctica extinción de su enseñanza. Por curioso contraste y compensación, en los Estados Unidos, el país que adora el beneficio y el éxito, como motores de la sociedad y de la vida misma, prevalecen y gozan de muy buena salud los departamentos universitarios de humanidades, con pingües medios y recursos, y soberbias bibliotecas para la investigación y estudio de la historia, la filología, la literatura y las lenguas antiguas. El olvido de los clásicos parece tener su origen en los años inmediatos a la Segunda Guerra Mundial, en el afianzamiento político de sociedades que primaban la investigación científica y técnica, como un fin de utilidad productiva en la competencia feroz de un mercado mundializado, marginando poco a poco las humanidades como un saber decorativo e inútil. La irrupción generalizada de la oferta cultural de los media audiovisuales, la eficacia, velocidad y éxito de los mensajes de la nueva comunicación masiva, estarían también en la causa de la merma progresiva de la lectura y estudio de los clásicos, antiguos y modernos, y en el paulatino abandono de la tradición educativa y su gran cultura de referencia. La era digital iniciada a finales del siglo xx vendría a poner la guinda a un proceso histórico inédito, en el que el libro es sustituido como medio principal de transmisión de conocimiento y formación intelectual, y los clásicos desaparecen como modelo canónico.
Desde la Antigüedad tardía hasta el siglo xx, los clásicos y las humanidades han preservado, nutrido y aumentado brillantemente la gran tradición cultural. Han establecido su elevada autoridad en las letras y las artes hasta alcanzar verdaderas cumbres, que cientos de generaciones han imitado con efusión fecunda y desinteresada para la humanidad entera. El cristianismo incorporó a su nuevo mundo la grandeza de los autores griegos y latinos, y aun la Revolución Francesa, que proclamó la igualdad de los ciudadanos ante la ley, los mantuvo con satisfacción promocionando su enseñanza: “La igualdad civil -escribe Marc Fumaroli-, conquista irreversible de la Revolución, no parecía lesionada, sino al contrario, por la diferencia de los talentos. La enseñanza pública, accesible gratuitamente para todos en el nivel primario (…) parecía a los más feroces republicanos el alambique ideal donde se combinaban la igualdad legal y el juego natural de las vocaciones, las ambiciones y los talentos. El hecho de que la rama noble de esa educación republicana continuara siendo el estudio precoz de los clásicos tampoco parecía una ofensa a la igualdad”.
Los clásicos ofrecían entonces y nos siguen ofreciendo la descripción más inteligente del universo de su tiempo, la mirada más precisa, exacta y bella del ser y el espíritu humanos en su intemporal medida. Nos arrebatan ahora y siempre porque su esplendor hace palidecer hasta el ridículo las pretensiones vulgares de la cultura comunicacional masiva, su tendencia al kitsch y la ordinaria fealdad que la acompaña, cada vez más grosera; el adocenamiento de una sociedad de autómatas que producen y consumen, despojados de su condición de ciudadanos libres, incapaces de discernir cuanto les rodea con espíritu crítico, resultado de una sólida y exigente educación. Un tiempo que, como advirtió Martha C. Nussbaum en su libro Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades (Katz Editores, 2010) corre el riesgo de alumbrar “generaciones enteras de máquinas utilitarias, en lugar de ciudadanos cabales capaces de pensar por sí mismos”. Los clásicos nos muestran nuestras propias posibilidades en el camino intelectual y estético, nos iluminan el cauce del espíritu crítico, independiente, y la vía de la duda y el razonamiento al margen de intereses inmediatos, de medros y famas ansiosos en el vértigo fugaz de una sociedad esclavizada ya por su propia tecnología. La nueva tiranía de la inmediatez, como escribe Carlos García Gual, nos entontece: “La atención centrada en lo inmediato y una visión reducida a los brillos y urgencias del presente, de lo más último y lo cotidiano, produce una deformación de la mente y una peligrosa limitación de la imaginación y la inteligencia”.
De Homero y Sófocles a Virgilio y Horacio; de Cicerón a Séneca y Marco Aurelio; de Montaigne a Cervantes y Shakespeare; de Tolstoi y James a los ya grandísimos clásicos del siglo xx, imprescindibles, la pléyade secular que encabeza ese friso subjetivo, nos acompañará siempre con la luz de cien soles, no obstante las batallas perdidas en esta rabiosa actualidad que trata de arrumbarla. La vanguardia tecnológica de la sociedad digital ha sustituido la educación y formación, desinteresada y fecunda, de los ciudadanos por el acceso instantáneo a la información, “toda la información” disfrazada engañosamente de conocimiento, un espejismo si quien se pone al frente de las maquinitas no ha adquirido verdadero conocimiento y un claro sentido moral con respecto a la existencia y comportamiento de los demás. El problema es que el uso, manejo, utilización y asimilación selectiva de la información exigen capacidad de discernimiento, y éste no lo da la tecnología; los clásicos y las humanidades, sí. Esa es la clave de su necesidad.
A nuestra sociedad tecnológica, a los mansos individuos que genera, las humanidades y los clásicos les parecen prescindibles antiguallas, cosas viejas inservibles y nada “modernas”, cuyo supuesto goce no justifica en modo alguno el estudio, la preparación, el tiempo y la soledad que su lectura y comprensión implican. Les parece incomprensible el rigor, atención, concentración, y esa mezcla de aguda inteligencia y exquisita sensibilidad que el mundo de su lectura y estudio entrañan. No se imaginan, ni por asomo, lo que se pierden, entre otras cosas porque ante su simplicísima mirada no aparece ninguna rentabilidad, el otro becerro de oro de nuestras sociedades y organizaciones políticas. Quizá sea esa triste, patética incapacidad la que explique el aborrecimiento de los clásicos. De ahí podemos ir deduciendo el porqué de la educación unidimensional de nuestra actualidad, su cultura y pensamiento líquidos, como primera y nítida radiografía de nuestro tiempo. Los clásicos son su antítesis: la aventura libre y fascinante de la más alta dimensión de la complejidad y belleza humanas. No hay sitio en nuestro mundo actual para una constante tan intempestiva, pero vale la pena luchar hasta el final para lograr recuperarlos. Como vienen apuntando algunos de sus defensores, quizá la guerra no esté perdida.
Sin embargo, cuando llega el momento de abatimiento o de perplejidad, los que hemos tenido la fortuna de saber de los clásicos, de traducir a César o a Jenofonte en el instituto, podemos acudir a Marco Aurelio, por ejemplo, para aliviar la prosa vital en su escritura. Gracias por recordarlo.