No son frecuentes los libros de filología o sobre los propios filólogos que, sin perder un ápice de su rigor, vayan destinados a un público amplio, en un espectro que acoja desde el lector curioso o estudioso al meramente culto. Por eso, cuando estos libros aparecen hay que celebrarlos, si cabe, con más calor que los habituales. En la primavera del año pasado, más o menos por estas fechas, apareció uno de estos libros gozosos, El cuervo blanco, del colombiano Fernando Vallejo (Madrid, Alfaguara, 2012), un proceso de canonización desaforado, pero no menos fascinante, sobre el que, junto con el venezolano Andrés Bello, seguramente sea el más grande de los filólogos de la lengua castellana o española: el colombiano Rufino José Cuervo (1844-1911), autor de los primeros tomos del Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana (Instituto Caro y Cuervo, Santafé de Bogotá, 1994, 8 t.), obra magna, portentosa, de la filología de nuestra lengua. En los antípodas (no me toquen el masculino, por favor) del desparrame talentoso de Vallejo, pero con no menos ingenio y mucha más elegancia, aparece ahora el libro de José Antonio Pascual, No es lo mismo ostentoso que ostentóreo. La azarosa vida de las palabras (Barcelona, Espasa Libros, 2013), un título de enganche comercial que hace referencia al palabro (ostentóreo) popularizado por el abufonado Jesús Gil y Gil (una vía media o atajo entre ostentoso y estentóreo) que en modo alguno se compadece con la excelencia de este libro necesario.
José Antonio Pascual, vicedirector de la Real Academia Española, lleva muchos años hurgando en los entresijos de las palabras de la lengua. Baste recordar que siendo muy joven, Joan Corominas, el gran filólogo catalán al que tanto debemos los castellanohablantes, lo eligió como colaborador del Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico (Madrid, Gredos, 1987) Y desde hace años está al frente del Nuevo Diccionario Histórico de la Academia, obra de largo y costoso aliento en la que trabaja todo un equipo de expertos. José Antonio Pascual es lo que en estos casos se denomina toda una autoridad. Una autoridad, eso sí, muy singular, sobre la que merece hacer un comentario previo para una mejor comprensión del presente libro y de toda su fecunda obra anterior, porque, desde siempre, su actitud hacia nuestra lengua y su normativa ha sido tan respetuosa como abierta y tolerante. Respetuosa con todo el bagaje y riqueza adquiridos, pero extraordinariamente preocupada por persuadir al usuario, al hablante, de que debe familiarizarse conscientemente con el conocimiento y uso de su propia lengua, de modo que, al comprender su importancia y alcance, la descubra no sólo como magnífico instrumento de comunicación, sino como ejercicio creativo y placentero. Pues, en efecto, la preocupación por la lengua y su estudio producen necesariamente curiosidad y no escasamente entusiasmo. Desde esta perspectiva, que es la del autor, no se trata tanto de reprimir constantemente el mal hablar, o declarar una guerra sin cuartel a la estúpida permisividad infractora o el grosero descuido en el hablar y escribir, sino en llevar a cabo una firme y atractiva labor de persuasión y disuasión en todo lo atinente al buen y mal uso de la lengua, pues, en palabras del autor, “no es la equivocación el mayor peligro para nuestra lengua, sino la persistencia en ella” (…) “Insisto en que la enfermedad que me preocupa es la falta de interés que muchos de sus hablantes muestran por ella, no la justificación para darse a la caza y captura del gazapo, de la equivocación que nos acecha a todos”.
Lo que viene a decirnos este libro fundamentalmente es que para servirse bien de una lengua -en este caso la nuestra- es mejor que nada conocer y tratar de comprender las “razones de las palabras”. Y para ello, la mejor posición de partida es el punto medio entre dos extremos, un prudente equilibrio que asegure una defensa razonada frente a la tan eterna como estéril lucha entre puristas y laxos, dos posiciones igualmente nocivas para la evolución de la lengua. Lo hace el autor con un despliegue de erudición espléndida, a través del recorrido histórico de una serie de palabras desde su etimología hasta su significación actual. Trata y consigue mostrarnos, con una precisión admirable, cómo se forman las palabras, conforme a qué reglas; cómo se desarrollan semánticamente, cómo se combinan, cómo entran en la circulación total del lenguaje y qué futuro les aguarda; si permanecerán o desaparecerán con el tiempo, en breve o más tardíamente o si su éxito será esplendoroso y de duración histórica. Y siempre teniendo en cuenta que el factor humano, el usuario de la lengua, será determinante y podrá revolverlo todo o cambiarlo necia o caprichosamente a lo largo del tiempo, porque el azar o la casualidad son parte no pequeña en la navegación del mar proceloso en que se mueven las palabras: “…este proceloso piélago de la lengua en que nos movemos”, escribe el autor.
La amenidad y el tono con que está escrito este libro, su equilibrada concisión, y el planteamiento de alta divulgación, con exclusión de todo tipo de notas o aparato crítico, facilitan al lector no sólo su grata lectura en cuestiones a veces arduas, sino, sobre todo, la comprensión del engranaje de la abstracción de las palabras, su polisemia o variadas acepciones y, cuando funciona la lógica, el placer añadido de la deducción y contexto de su significado. Pero la realidad es también tozuda en la lengua y su evolución. Lo viejo sucumbe, lo nuevo se impone, aunque en materia de lengua no todo lo nuevo subsistirá. He ahí la clave de la evolución de las lenguas, sus préstamos entre unas y otras, sus invasiones parciales, por lo demás naturales y necesarias, como filtro de lo que las irá conformando mediante el uso de sus hablantes. Un proceso de ósmosis, de influencias mutuas, combinaciones y contaminaciones variadas que en el mejor de los casos consolida panoramas duraderos, nunca definitivos. “Este de las palabras -escribe el autor- es un mundo dinámico que cambia según las épocas y a nosotros nos cumple contemplarlo en un momento de su historia. Dado que ese momento es el nuestro, nos parece el definitivo…”, pero, evidentemente, no lo es. Aunque es verdad, como también expresa el autor, que “nunca hubo en el pasado tantas posibilidades como en el presente para conocer los mecanismos de nuestra lengua. Por lo que debería ser cada vez más sencillo controlar aquello que cambia en ella a causa del error. Hablo de posibilidades, pues media una gran distancia, nada poética, entre la realidad y el deseo”.
José Antonio Pascual es un historiador de la lengua con una pulsión sensibilísima para los usos lingüísticos de la más rabiosa actualidad. A partir de esa premisa debe acercarse el lector interesado a este libro. Como buen historiador le interesa el pasado como foco iluminador del presente y barrunto del futuro. Pero sigue teniendo muy claro, como nosotros, sus lectores, que para ello y para comprender la realidad, por compleja que sea, nos queda un arma infalible y un deseo siempre placentero: “lectura, lectura, lectura”.
Una brillante reseña que invita a leer el libro, sin duda.
Imposible es la tarea de comunicar y hacerse entender si no se lee. Leer es asimilar.