Isaac Rosa *
Si quieren ir de verdad contra corriente, y ser los raros del barrio, a riesgo incluso de que la delegada del Gobierno les mande una patrulla a casa, háganme caso: cuelguen del balcón una pancarta que diga “¡Vivan las subvenciones!”, y paséense por la calle defendiendo en voz alta la existencia de subvenciones públicas.
Si la propia palabra “subvención” siempre ha tenido una carga peyorativa en España, últimamente suena satánica, y nuestros gobernantes se apresuran a exorcizarla. No hay ayuntamiento, comunidad o ministerio que no presuma estos días de reducir, eliminar o incluso prohibir las subvenciones, tanto más si van dirigidas a colectivos que incluso sin subvención son de por sí satánicos, tales como los sindicatos o los trabajadores de la cultura.
Es verdad que no todas las subvenciones se enfrentan al mismo grifo cerrado. Ahí está, por ejemplo, el generoso caudal de dinero público que recibe la iglesia católica por sus múltiples cañerías. Pero salvo esta excepción (y otras igual de castizas, como las corridas de toros), el resto de ayudas han sido sentenciadas a muerte: las destinadas a los sindicatos y a la cultura, sí, pero también aquéllas para servicios sociales, investigación científica, colectivos desfavorecidos, deporte de base o ayuda a países en desarrollo.
La cultura de la subvención se ha acabado en España, proclaman los gobernantes. Algunos de ellos, por cierto, especialmente imaginativos durante décadas para crear fundaciones y ONGs fantasmales con las que recibir esas mismas subvenciones que dicen odiosas. Las subvenciones son un lujo que no podemos permitirnos en tiempo de crisis, anuncian, ofreciendo al ciudadano un dilema innegociable: ¿prefieres que recortemos en hospitales y escuelas, o en “mamandurrias”?
Al final, ya hemos visto, el recorte o desaparición de “mamandurrias” no evita los recortes en hospitales, escuelas y en todo tipo de servicios esenciales. Pero eso no importa demasiado, porque en tiempo de escasez nadie va a protestar por la reducción o desaparición de una subvención, ya que su mala prensa viene de antiguo, y con la crisis sólo se ha acentuado. Sin embargo, hay subvenciones y subvenciones, y cuando hablan de acabar con ellas, no se refieren a todas por igual.
Hagan un ejercicio de demoscopia casera: pregunten en la calle, en el bar, en el trabajo, quiénes son los subvencionados en España, y ya verán como las respuestas se repiten: los sindicatos (¡parásitos!), los actores (¡chupópteros!), los partidos políticos (¡gorrones!), y para de contar.
El discurso de la derecha ha calado hondo, y al tiempo que convertía a esos colectivos en el rostro de la subvención (rostro sobre el que descargar las bofetadas), ha ocultado con celo a otros subvencionados, que lo son en cuantía muy superior: la iglesia católica ya mencionada, en sus muchas manifestaciones (todas subvencionables, incluida la muy subvencionada escuela concertada), pero también grandes empresas, sectores enteros que han recibido generosas ayudas de las administraciones, y la lista de beneficiados sería interminable: desde la minería (donde se subvenciona a las empresas, aunque el sambenito caiga sobre los trabajadores) hasta los medios de comunicación; desde la mayor multinacional hasta el más humilde autónomo; desde la agricultura (una vez más a los grandes propietarios antes que a los trabajadores) hasta la compañía de tecnología más innovadora, pasando por los fabricantes de automóviles, las aerolíneas o los clubes de fútbol.
Sí, las empresas son las grandes beneficiadas de la maléfica cultura de la subvención en España. Incluyan, junto a las ayudas directas y a fondo perdido, avales, financiación barata, cesiones de terreno, construcción de infraestructuras, descuentos fiscales y otras mamandurrias en las que nunca pensamos cuando oímos hablar de subvención. ¿Y la banca? ¿Incluimos los rescates bancarios como subvención extrema? Lo mismo podríamos decir de otras formas de subvención “inversa”: la que no da dinero, pero renuncia a cobrar lo que corresponde, vía desgravaciones fiscales, facilidades de evasión “legal” para grandes patrimonios y sociedades, etc. Pero nada, nosotros sigamos pensando en sindicatos y titiriteros.
Sí, es cierto que las subvenciones, tanto las empresariales como las asistenciales o las culturales, han sido durante años un vivero de corrupción y arbitrariedades. Sobran los ejemplos; entre sus protagonistas, otra vez, no pocos de quienes dicen aborrecer de la “cultura de la subvención”. Pero la solución no tiene por qué ser necesariamente su desaparición, sino su regulación estricta y la persecución del delincuente.
También es cierto que buena parte de las subvenciones ha alimentado el clientelismo, y ha servido al gobierno de turno para engrasar su máquina de poder (y una vez más en lugar destacado aparecen los enemigos confesos de la subvención). Pero sabemos de países donde las ayudas públicas se basan en criterios de concesión y mecanismos de control que limitan esos riesgos. Entiendo su sorpresa: no se le había ocurrido pensar que en otros países pudiera haber también subvenciones. Ya ve, no es un invento español.
Dicho todo lo anterior, atendamos a las consecuencias del “fin de la cultura de la subvención”. Porque la tijera implacable de la austeridad y el déficit deja en cueros a los sindicatos (por cuyo derecho a recibir dinero público pondré otra pancarta en el balcón, para espanto de mis vecinos), a los cineastas (ídem de lo anterior), pero también a quienes trabajan con la población excluida, a los científicos, a las bibliotecas, al tejido social asociativo, a los discapacitados, a las escuelas de música, a los dependientes de todo tipo, y en general a todas aquellas actividades y servicios con los que la sociedad organizada (y subvencionada, sí) llega allí donde el Estado se desentiende.
Y esa es la clave del asunto: se eliminan las subvenciones, pero el Estado no asume las actividades y servicios que menguarán o desaparecerán sin esas ayudas, pues el propio Estado está en retirada. Ni el Estado las asume, ni el “mercado” está hoy por la labor de hacerse cargo, pues esa es la otra cara del cacareado fin de la cultura de la subvención: que el hasta ayer subvencionado queda a merced del mercado; la asistencia o la cultura de las que el Estado se desentiende dejan de responder a un interés social, e ingresan en el imperio del dinero, de la ley de oferta y demanda. Un mercado libre de cuyo funcionamiento eficiente hemos tenido sobradas pruebas estos últimos años.
De modo que sólo sobrevivirá aquello que la sociedad (ciudadanos y empresas) tenga interés en “subvencionar” con sus propios recursos, lo que en una sociedad tan poco filantrópica como la nuestra (y menos en tiempo de crisis) supone una condena de extinción para toda manifestación cultural minoritaria o toda actividad social cuyo “beneficio” no sea contable en términos económicos.
Por eso termino como empecé, a riesgo de que me apedreen: ¡vivan las subvenciones! O al menos, vivan algunas subvenciones, fundamentales, imprescindibles. Su desaparición no nos salva de otros recortes mayores; al contrario, facilita el avance limpio de la tijera.
Chapó…!! En el curro: «de acuerdo: firmo eliminar las subvenciones SI LAS ELIMINAMOS TODAS: incluyendo Iglesia Católica y a los Empresarios» -dije. «¡Esas ni tocarlas! Los empresarios crean empleo. Y por eso han de subvencionarse.» -me dijeron levantándose para reafirmar posiciones. Así. Con un par…
¡Hombre, cómo vamos a dejar de subvencionar a la FAES, que tanto bien hace a España y a los que cambian de chaqueta!