Francisco Serra
Un profesor de Derecho Constitucional fue a visitar a su madre y, como en muchas otras ocasiones, se tomó un café con leche en la cafetería Hontanares, situada en la Avenida de América, al final de la calle de Francisco Silvela. Empezó a leer el periódico y, en lugar central, se encontró con un artículo de opinión, firmado por tres conocidos economistas, profesores de prestigiosas universidades anglosajonas, que demandaban con urgencia la formación de una especie de “gobierno de unidad nacional”, compuesto por “políticos competentes y técnicos intachables con amplios conocimientos de su cartera” y apoyado por todos los partidos mayoritarios y los expresidentes.
Tal vez porque, a través de la ventana, veía la calle que la villa de Madrid ha dedicado a Francisco Silvela, el profesor se acordó de haber leído que, tras el desastre del 98, en El Tiempo había aparecido un artículo sin firma, pero cuya autoría se había atribuido a ese político, y que llevaba el título de “Sin pulso”. En él se comparaba a España con un enfermo terminal, en el que ya no se aprecian señales de vida. Entonces, como ahora, probablemente se percibía en los españoles una sensación de desánimo generalizado y quizás no fuera casual que entonces sonara La marcha de Cádiz mientras embarcaban las tropas y ahora, ante el agotamiento de un proyecto colectivo de nación, se sucedieran las conmemoraciones de la Constitución de Cádiz, entendida como momento fundacional de la España moderna.
Sin duda, la quiebra del 98 había supuesto sobre todo una “crisis moral”, derivada de la profunda divergencia entre la “España imaginaria” (que aún conservaba los restos de su Imperio y su lejana grandeza) y la “España real” (una pequeña nación en la periferia de Europa que albergaba serias dudas sobre su identidad). El profesor, saliendo de la cafetería, cruzó la Avenida de América y prosiguió su paseo por la calle de Joaquín Costa. Hacía poco se había celebrado el centenario de la muerte del más ilustre defensor del “regeneracionismo”, que había trazado todo un programa de modernización para resolver “los males de la patria”. También hacía unos meses algunos políticos habían llamado a la “regeneración” de España, pero con un significado muy distinto, ya que hablaban de la necesidad de reformar la educación, mientras, por el contrario, miembros de su propio partido aplicaban recortes a lo que debía ser más importante: la formación de la juventud.
La “crisis moral” del 98 se había convertido también en una “crisis económica” y, el profesor, atravesando el Paseo de la Castellana, fue subiendo por la calle dedicada a Raimundo Fernández Villaverde, que sería el ministro de Hacienda encargado entonces de llevar a cabo el ajuste, con unos presupuestos muy mermados ante la pérdida de los ingresos procedentes de las colonias. También hoy se han confeccionado unas cuentas públicas reducidas para intentar enderezar la economía, pero los primeros resultados parecen muy alejados de los objetivos prefijados. El profesor dejó a su izquierda los Nuevos Ministerios, que con su vacua grandiosidad se habían convertido durante el franquismo en la muestra imponente de la presencia del Estado (y que se decía que ahora querían ponerse en venta, permaneciendo las oficinas en régimen de alquiler temporal) y a su derecha los edificios de El Corte Inglés, de cuyos muros colgaba un gigantesco cartel que prometía un “verano fantástico”.
Algo cansado de ese recorrido que le traía a la cabeza los nombres de algunos de los principales protagonistas de la “quiebra del 98” el profesor decidió torcer, poco antes de llegar a la glorieta de Cuatro Caminos, por la primera calle que encontrara a su derecha… y, como no podía ser menos, se topó con una pequeña travesía que desembocaba en unas escarpadas escaleras y, al mirar el nombre de la vía, descubrió que era la de Don Quijote. También en aquellos años algunos de los principales intelectuales habían vuelto sus ojos al Caballero de la Triste Figura y Unamuno, a modo de ejemplo, había hecho profesión, a su manera, de “quijotismo”.
Tras la fatigosa ascensión, el profesor se encontró ante una calle estrecha, que podría pertenecer a cualquier “poblachón” manchego y, avanzando entre comercios cerrados y desechando la idea de entrar en la cafetería Sarajevo (de buena apariencia, por otra parte) por no considerarlo de muy buen augurio, se quedó meditando unos instantes en la manera en que un paseo por Madrid le había hecho reflexionar sobre ese momento, ya algo lejano, en que España se había visto sacudida por una grave “quiebra” y cómo se había buscado solucionar los problemas: la “crisis moral”, la “crisis económica”, la “crisis intelectual”… En aquellos años ese malestar nacional había provocado “ruido de sables” y ahora resuena de continuo en nuestros oídos el “ruido de calculadoras”, la demanda de continuos ajustes, pero la economía es algo demasiado serio para dejárselo a los economistas y cuando surgió, era entendida sobre todo como “economía política”, una rama de la filosofía moral, ligada de modo inseparable a la conducción de los asuntos públicos.
La “quiebra” de 2012, que se adivina en los movimientos convulsivos de la prima de riesgo, pensó el profesor, es bien distinta a la del 98, porque nadie añora un imperio perdido; aunque guarde ciertas similitudes, pues, en contra de lo que parece, es más una crisis moral que una crisis económica, más una “quiebra moral” que una “quiebra económica”: el agotamiento de un modelo de Estado que la Constitución dejó por determinar y los políticos de los partidos mayoritarios han llevado a la consunción. “No hay juventud”, decía Unamuno, y el problema hoy sigue siendo el mismo, que los jóvenes actuales, los más preparados que ha habido nunca (“la mejor juventud”), se tienen que ir al extranjero o malvivir en el subempleo y los del futuro tendrán menos posibilidades aún, porque se ha recortado el gasto necesario para su formación.
El artículo que el profesor acababa de leer terminaba con una referencia a una conocida frase de Ortega, en la que se afirmaba que “frente a los que acusan a Europa de todos nuestros males, hoy como ayer, España es el problema, Europa la solución”. Pero, como se ha visto, Europa por sí misma no puede arreglar nada, mientras se perpetúen los mismos políticos, los mismos economistas, los mismos intelectuales (que hoy parecen refugiados en la ficción) que nos han llevado a esta situación. Sin saber muy bien por donde seguir su paseo, el profesor volvió sobre sus pasos y se quedó parado en la esquina con la calle de los Artistas, pero solo para descansar un poco antes de reanudar la marcha.
¡Excelente artículo!
Me encanta, profesor, y tenga cuidado al cruzar que no se puede pensar tanto y tan bien al pasear
Muy buena comparación y con conclusiones demoledoras. Rodriguez Zapatero no le llega a Azaña a la pantorrilla