Francisco Serra
Un domingo de lluvia, un profesor de Derecho Constitucional visitó, acompañado de su hija, la exposición que el Museo de la Ciudad dedicaba a La Codorniz, la revista que, en la tenebrosa época del franquismo, ofreció durante más de treinta años “el humor más audaz para el lector más inteligente”. El profesor recordaba, de niño, la llegada de su padre cada semana con el último número, que toda la familia fisgaba con cierto disimulo. Algunas veces, sin embargo, la revista no aparecía con puntualidad en el kiosco y todos empezaban a sospechar que la habían secuestrado. Eso sucedió en varias ocasiones y su padre casi siempre llegaba a enterarse, por los rumores, de la causa que había motivado la prohibición y se apresuraba a comentarlo a los demás. No siempre esa información se correspondía del todo con la realidad, pero en todo caso eran muestras de gran ingenio. “Fijaos”, dijo su padre una vez, “la han retirado porque decía que ahora estamos “francamente” mal, pero pronto estaremos “realmente” peor”, riéndose a grandes carcajadas.
Cuando el profesor llegó a la adolescencia, con su modesta paga semanal empezó a comprar Hermano Lobo, de reciente aparición y que él y sus amigos consideraban muestra de un humor más incisivo. En el colegio montaron una revista escolar y con su ímpetu juvenil entrevistaron a todas las celebridades a las que pudieron tener acceso y, entre ellas, a los humoristas Manolo Summers y Chumy Chúmez. En contra de lo que pudiera pensarse, parecían gente muy seria, que rara vez reía y transmitía una impresión de profunda melancolía. Ya entonces el profesor comprendió que el humor casi siempre está cargado de tristeza y no le extrañó leer, al ayudar a preparar una edición castellana de la Estética de Jean Paul, que el humor es “lo sublime al revés”, la “melancolía de un ánimo superior que logra divertirse incluso con aquello que le entristece”, “la tranquila, jocosa y reflexiva mirada hacia las cosas”. En realidad, el único de los personajes a los que visitaron que mostró su jolgorio fue Camilo José Cela, cuando el profesor estuvo a punto de meter su larga gabardina en un enorme barreño con agua y solo años después él comprendió que debía utilizarlo para practicar las habilidades de las que se preció en un programa de la Milá (aunque, más modesto en esa ocasión, aseguró utilizar una palangana para ejercitar su capacidad de aspirar el líquido de forma tan poco usual).
Hacía unos días que había fallecido Mingote y el profesor recordaba haber “leído” de niño Hombre solo, una de las más bellas reflexiones jamás “escritas” sobre el ser humano. Pese a todo, como la mayoría de los de su generación, el profesor había sentido siempre debilidad por Forges y, llevado de esa influencia, muchas veces había utilizado neologismos, combinando el español y el inglés, similares a aquellos a los que José María Aznar había recurrido con profusión en sus primeras conferencias en Georgetown, después de dejar la Presidencia del Gobierno: insoporteibol, formideibol…
El profesor, mientras deambulaba entre las láminas, empezó a dudar de que hubiera sido una buena idea llevar a su hija a la exposición, pues muchas de las imágenes representaban a suicidas o estaban cargadas de un implícito contenido sexual y recordó cómo un personaje de una película de Woody Allen afirmaba que lo único en lo que creía era en el sexo y en la muerte. Para Camus el suicidio era el único problema filosófico importante y es probable que los humoristas, tan melancólicos, se refugien en su arte como un remedio contra el suicidio. La crisis ha provocado un aumento del número de personas que deciden poner fin a su vida de forma voluntaria y para evitarlo sería de desear que los cómicos aguzaran su ingenio, aunque nadie puede superar el lúgubre humor del Fondo Monetario Internacional que alerta ante el “riesgo de que aumente la esperanza de vida” y es previsible que en breve presente una “modesta proposición” para que en el momento de jubilarnos se nos elimine discretamente: aunque no seamos ya un bocado tierno y delicioso (como los niños irlandeses en la sátira de Swift), a lo mejor podría elaborarse con nuestros ajados cuerpos una sabrosa mojama.
El profesor recordó haber leído que en la Calcografía Nacional se iban a mostrar dibujos de Ops, que tanta fascinación le habían producido en su juventud, y pensó que ese autor, que ahora firmaba (con un estilo por completo distinto) como El Roto, había sabido mostrarnos la insaciable voracidad de los mercados y la tenebrosa lógica de unos recortes que ya no afectan solo a nuestros bolsillos sino a nuestro propio cuerpo y nuestra propia alma. Del mismo modo que Mingote perfiló el imaginario de la posguerra y Forges el de la transición, todos hemos acabado convirtiéndonos en personajes de El Roto.
En algunos países la crisis ha llevado a confiar la dirección de la política nacional a tecnócratas, en teoría conocedores de los entresijos de la economía globalizada, pero en ese mundo nadie es inocente y esos supuestos expertos son los que antes, desde la esfera privada o desde instituciones internacionales, nos han conducido a la situación actual. En España, por fortuna, aún no se ha llegado a producir la nostalgia de los tecnócratas (que ocuparon un lugar tan destacado durante el tardofranquismo) y de ahí que, aunque estemos “realmente” mal (y no hay más que ver los frecuentes “tropiezos” del Jefe del Estado), no estamos “francamente” peor y la mayoría no ansía gobiernos autoritarios, por muy eficientes que pudieran ser.
El profesor, mientras salía, presuroso, del Museo, le preguntó a su hija qué le había aparecido la exposición y la niña contestó, riendo: “Preciosa” y él pensó que tal vez, cuando fuera mayor y quizás él ya hubiera muerto, y en España se viviera “republicanamente mejor” (incluso aunque siguiera habiendo un rey), ella recordaría aquella ocasión en que su padre la llevó a ver esas imágenes tan bonitas… y tan divertidas.
Me parece que estos humoristas de La Codorniz son freudianos (decían en broma lo que no se podía decir en serio sin que te crucificasen). Caramba cómo la represión agudizó el ingenio. Hoy son más abiertos y descarados
Genial el artículo. Enhorabuena al autor.
Desde aquí recomiendo la lectura de Revista Mongolia. Tan recomendable como el propio artículo.
Llego sola a Madrid para manifestarme el día 1. Iré a la exposición, profesor, sin falta