Pedro Costa Morata*
Los acontecimientos recientes político-ambientales relacionados con el embalse de Biscarrués (Huesca) y la central nuclear de Garoña (Burgos) ofrecen en común la evidencia de que la tecnocracia, más y más armada y envalentonada, pretende llevar por sus senderos lo que debiera discurrir por cauces político-sociales.
Por una parte, la Declaración de Impacto Ambiental (DIA) sobre el embalse de Biscarrués, en el río Gállego, emitida en términos positivos, plantea de forma muy explícita la verdadera clave de la parte más delicada de la tramitación de ese proyecto, la Evaluación de Impacto Ambiental (EIA, de la que es elemento final y decisoria la DIA); esto es, que constituye un instrumento burocrático creado para neutralizar y sustituir los numerosos procesos de tipo sociopolítico que surgieron, sobre todo en la década de 1970, en todo el mundo y en especial en los países llamados desarrollados, tratando de descalificar y evitar proyectos industriales o de infraestructuras de evidente trascendencia ambiental. El procedimiento de la EIA, surgido en la Europa comunitaria y extendida pronto a los países miembros, posee una intención tan lógica como ladina: se trata de dar una “respuesta racional”, es decir, sistemática y exhaustiva, por parte gubernamental a los proyectos de cierta envergadura, dejando fuera de juego a los movimientos sociales de oposición, con su lógica global y su carácter ajeno a todo mecanismo burocrático.
En España, la demanda de una legislación tipo EIA se puede constatar desde los primeros años de 1970, con su feroz industrialismo franquista, y era parte de las reivindicaciones democráticas; se hizo más y más apremiante tras la primera gran ola de luchas sociales antinucleares. Con la democracia y la integración europea este clamor se vio “cumplido”·con la legislación de EIA de 1986, que transponía la norma europea y que entró en vigor dos años después. No tardó el movimiento ecologista en percibir la trampa que suponía la legislación de EIA, y por eso los conflictos no han cedido ni un ápice tras su promulgación y entrada en vigor, dirigiendo su inquina de modo especial contra la cláusula más perversa: la que prevé imponer “medidas correctoras” cuando los daños ambientales resulten evidentes a posteriori, sin poder impedir ya que el proyecto se lleve a cabo en su más contundente materialidad.
El caso del embalse de Biscarrués, un proyecto hidráulico de los pocos que van surgiendo en las últimas décadas, cumple este guión histórico: las razones burocráticas que lo aprueban pretenden acallar el clamor que lo rechaza; esta oposición está tan ampliamente fundada que, en su texto, la DIA aprobatoria trastoca sensiblemente las características originales del proyecto, pero lo acepta y lo aprueba en su emplazamiento más denostado.
El segundo acontecimiento semejante, aunque de sentido inverso, es el rechazo en los tribunales de la pretensión –de las empresas propietarias y varias instituciones políticas y sindicales relacionadas– de mantener el funcionamiento de la central nuclear de Garoña contra la decisión del Gobierno de prorrogar su vida útil sólo dos años más allá de los 40 de diseño. El recurso a la Audiencia Nacional se basaba en que la central había sido “mejorada” con inversiones millonarias recientes y en que el Consejo de Seguridad Nuclear (CSN) había avalado, desde el punto de vista de la seguridad nuclear, el funcionamiento de la instalación.
De este caso interesa destacar el papel altamente tecnocrático de ese CSN, que viene desde su creación (1980, aunque entró en funciones algunos años más tarde) comportándose en general como un fiel y eficaz aliado del sector eléctrico con independencia del color político de sus miembros. El CSN es una institución que creó el Parlamento y cuyos cinco miembros son nombrados por el órgano legislativo en base a representantes de los partidos mayoritarios. Se constituye, así, con miembros aparentemente políticos, pero escogidos a la hora de la verdad de entre la prolífica cofradía de creyentes en la energía nuclear y, más concretamente, de entre los adoradores de esa deidad, tan poco fiable, de la seguridad nuclear.
La reciente sentencia de Garoña establece que el Gobierno puede –y debe, en coordenadas de política energética general, por ejemplo– decidir contra los informes favorables del CSN (como ha sido el caso en Garoña), reconociendo a este órgano técnico y especializado un carácter vinculante sólo en el caso de pronunciarse negativamente en materia de seguridad. De esta forma el CSN ha quedado chasqueado (con la ayuda de la tragedia de Fukushima, seamos realistas), así como esa cierta e irritante tradición suya de decir sí a las empresas eléctricas, quedando limitadas su capacidad y naturaleza, claramente tecnocráticas, en favor de la soberanía de lo político.
De forma semejante a como sucedió con las demandas de legislación de impacto ambiental por el movimiento ecologista originario, el movimiento antinuclear dedicó buena parte de su actividad a denunciar el papel de la Junta de Energía Nuclear (JEN) franquista, por ser juez y parte en la tramitación y seguimiento de los proyectos nucleares. Y se tomaba como referencia lo sucedido con la Comisión de Energía Atómica norteamericana (AEC), que precisamente por las críticas a su doble papel hubo de escindirse (1974) en dos: la ERDA promotora (Energy Research and Development Agency) y la NCR reguladora y fiscalizadora (Nuclear Regulatory Comission). Y, de nuevo de forma parecida a la decepción producida por la entrada en vigor de la legislación de EIA, no tardó mucho en presentar su cara frustrante el CSN (con el que, sólo aparentemente el CIEMAT hace de “pareja” compensatoria al modo norteamericano), en el que pronto se localizó el mismo espíritu pronuclear ya denostado en su antecesora, la aborrecida JEN.