Francisco Serra
Un profesor de Derecho Constitucional llevó a su hija al colegio y, después de verla entrar en el aula, se quedó un rato mirando a través de la ventana cómo se reunía con los demás niños, que ya estaban, entre risas, formando un corro, junto a la pizarra, para celebrar en torno a la maestra la “asamblea” con la que solían iniciar las clases. El profesor, mientras se alejaba despacio, recordó sus primeros años en la escuela y cómo, antes de empezar las lecciones, tenían que formar en el patio y corear canciones patrióticas e incluso, en ocasiones, los gritos reglamentarios.
De vuelta en casa, se dedicó a programar el veraneo. Solía ir todos los años a pasar unos días en Lisboa, pero ahora se encontraba con que la casa en la que había estado en sus dos últimas visitas había tenido que ser derribada, porque las termitas la habían horadado de tal forma que era imposible frenar el deterioro. Aquella vivienda del barrio de Graça, que gozaba de espléndidas vistas sobre la ciudad y en la que él había dormido en su cama plácidamente, sin tener conciencia de lo que sucedía, después de leer unas páginas del “Libro del desasosiego”, ya no existía.
Recibió la llamada telefónica de un amigo que acababa de volver de una larga estancia en Harvard y se extrañaba de que en España los partidos dominantes siguieran con sus querellas insensatas sin percibir la gravedad de la situación económica que para los medios de comunicación norteamericanos presagiaba un próximo rescate.
Por la noche, volviendo a casa, después de una cena, en compañía de un amigo, escuchó a unos jóvenes que, a la puerta de una discoteca, discutían sobre la conveniencia de suprimir el Senado. Algo extrañados, comentaron que la gran virtud del 15-M era que había conseguido que se volviera a hablar de “política” en la calle, de “problemas reales” y no de meros cotilleos.
El domingo, en la manifestación, el profesor se perdió en la multitud que abarrotaba Neptuno, leyó los lemas que aparecían en las pancartas y escuchó las proclamas de los indignados y se dio cuenta de que, en ese momento, ante el Congreso de los Diputados, se estaba produciendo una confrontación no entre “legalidad y legitimidad”, sino entre dos legitimidades, entre dos formas diferentes de entender la democracia. Como quedaba claro en el libro de Joaquín Abellán que acababa de leer, el concepto de democracia no siempre había significado lo mismo y para muchos, incluso, había sido imposible identificarla con una forma de gobierno representativo. Las elecciones generales, comprendió en ese instante, no iban a servir para nada, porque lo que pretendía el movimiento, en realidad, era algo distinto, una “forma diferente de hacer política”, otra clase de democracia.
Mientras caminaba a casa, empezó a pensar en el modo en que esas dos formas de entender la democracia, que representaban en el fondo a dos Españas distintas, aunque en un sentido muy diferente a como se había formulado en tiempos esa contraposición, pudieran combinarse de manera que no llegara a producirse una confrontación grave. Le pareció que el movimiento del 15-M debía de proponer una reforma más profunda, aunque muy sencilla, del sistema político y que no se limitara a pedir un cambio de la ley electoral que, aun siendo necesaria, apenas serviría para que algunos partidos minoritarios consiguieran algunos escaños más. Lo que en realidad buscaban los indignados era que se prestara más atención a formas de “democracia participativa” y que no podía provenir más que de potenciar los procedimientos de “democracia directa”.
Había que proponer una reforma de la Constitución, que apenas consistiría en modificar un par de artículos y que no requeriría acudir al procedimiento “agravado”, ampliando la figura del referéndum, para permitr que se pudiera convocar cuando lo solicitaran un determinado número de ciudadanos y que pudiera llegar a producir incluso, con todas las cautelas que se estimaran necesarias, la derogación de una ley (como acababa de suceder en Italia).
Hasta ahora se han propuesto reformas que afectan a instituciones como el Senado, que sólo cobraría sentido para la mayoría si definitivamente se reconociera la naturaleza “compuesta” del Estado español y se convirtiera en Cámara territorial, o a la Corona, pretendiendo una alteración del orden sucesorio, aunque dado el desapego que los jóvenes muestran ante la Monarquía es dudoso que llegue a ser necesaria. También Zapatero consideró conveniente que aparecieran referencias a la Constitución europea, pero esta no llegó a aprobarse y lo que se ha demostrado es que en realidad Europa no precisaba de una Constitución formal, ya que la que para algunos es la verdadera Constitución, la Constitución económica europea, está “materialmente” vigente, sin aparecer en los textos constitucionales de los Estados miembros. La peregrina idea de que se incluyeran los nombres de las Comunidades Autónomas no era más que un mal remedo de la verdadera modificación que hubiera debido emprenderse y que llevaría al reconocimiento del carácter federal del Estado español.
Al día siguiente, en un seminario en la Facultad de Filosofía uno de los más prestigiosos estudiosos del constitucionalismo norteamericano, Bruce Ackerman, se refirió a la manifestación del día anterior y al movimiento del 15-M como el inicio de un “momento constituyente”, aunque todavía débil. El profesor, por la noche, mientras intentaba conciliar el sueño, deseó que esas dos Españas, esas dos formas de entender la democracia, no entraran en colisión, que las “termitas” no acabaran obligando a derribar esa casa llamada Constitución y en la que todos debemos vivir.
«Esa casa llamada Constitución» parece más bien una jaima, un albergue temporal para quien no se atreve a construir a cielo abierto o quien no se fía del suelo que pisa. Confío en el movimiento del #15M como inicio de la #spanishrevolution. En lugar de otro referéndum de mínimos como la Ley de Reforma Política, es hora de convocar Cortes Constituyentes. Una revolución puede ser pacífica, pero nunca timorata.