Fernando Álvarez-Uría
Hubo un tiempo, cuando se luchaba contra la gran depresión económica y contra el fascismo, en el que los ideales de humanidad prevalecieron sobre los intereses mercantilistas y sobre la militarización misma de la sociedad. Durante la Segunda Guerra Mundial, cuando la victoria de los países aliados ya estaba en marcha, se empezó a preparar un proyecto de paz enraizado en la solidaridad. No la paz de los cementerios, ni tampoco la paz engendrada por el miedo, sino una paz activa, asociada a la justicia y la libertad. Fueron momentos en los que colectivos guiados por un progresismo reformista generaron cambios sociales en cadena, tanto en el interior de los Estados como en la escena internacional.
Entre el 1 y el 21 de julio de 1944 se reunieron en Bretton Woods, en el Hotel Mount Washington, los representantes de 44 países con el fin de pactar un nuevo marco económico mundial. La reunión, convocada por el propio Presidente Roosevelt, se denominaba Conferencia Monetaria y Financiera de las Naciones Unidas. En representación de Inglaterra figuraba, entre otros, John Maynard Keynes. De este encuentro, que se saldó con un acuerdo firmado el 22 de julio, conocido como el Acuerdo de Bretton Woods, surgieron dos instituciones destinadas a colaborar a escala global en la domesticación del mercado: el Banco Internacional de Reconstrucción y Desarrollo, más conocido como Banco Mundial, y el Fondo Monetario Internacional. Estos organismos financieros estaban destinados a contribuir a la planificación de un orden mundial más justo, y respondían a la convicción de que la economía, es decir, el sustento del hombre, es un asunto demasiado importante para dejarlo al arbitrio de los vaivenes del mercado, o a los caprichos de los economistas. Es preciso contemplar el nacimiento del FMI y del BM en íntima relación con el nacimiento de otros organismos internacionales como por ejemplo la ONU, la UNESCO, la FAO, la OMS, y otras instituciones surgidas de la derrota de los fascismos, que representaban prácticamente a escala mundial la prolongación consecuente del modelo del Estado social keynesiano.
El 24 de Octubre de 1945 se reunieron en San Francisco 50 países para redactar la Carta de las Naciones Unidas. Dominaba en aquel tiempo un espíritu de fraternidad que hoy parece eclipsado por el espíritu del capitalismo. El 10 de Diciembre de 1948 la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó y proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Algunos textos del Preámbulo, y de los primeros artículos, hablan por sí solos:
"La libertad, la justicia, y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana. (…) El desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad. La Carta aboga por el advenimiento de un mundo en el que los seres humanos, liberados del terror y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias. Defiende la igualdad de derechos de hombres y mujeres, y en su artículo 3 proclama: Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la dignidad de su persona.
Por su parte la UNESCO, es decir, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, se creó en Londres el 16 de noviembre de 1945 y en su nacimiento participaron 37 países. Su principal función era la de promover la solidaridad intelectual y moral de la humanidad. En 1948 la UNESCO recomendaba a los Estados miembros que declarasen obligatoria para todos la enseñanza primaria gratuita. El 7 de abril de ese mismo año nacía la Organización Mundial de la Salud destinada a luchar contra la enfermedad y promover las condiciones de una vida digna. Se podría afirmar que, con altibajos, el nuevo sistema permitió combatir la pobreza, la enfermedad y la ignorancia en el interior de los Estados, crear una mayor cohesión social, a la vez que dio una cierta estabilidad al orden geopolítico mundial. George Orwell, en un texto de septiembre de 1944, expresa bien la fuerza de aquel reformismo nacido en abierta oposición a los totalitarismos: Es posible, escribía, que cierto grado de sufrimiento sea inextirpable de la vida humana. Quizás la elección del hombre sea una elección entre cosas malas, y quizás la finalidad del socialismo no sea hacer un mundo perfecto, sino hacer un mundo mejor.
Más allá de las ideologías y de las utopías sin tierra, el New Deal y el Plan Beveridge sentaron las bases, en las sociedades industriales, para avanzar hacia sociedades democráticas en las que el trabajo gozase de una tupida red de protecciones. Hoy sabemos que el equilibrio alcanzado entonces entre laboristas, cristianos sociales, y demócratas reformistas de diferentes tendencias, era un equilibrio inestable amenazado constantemente por organizaciones extremistas. La secta nacida en Mont Pelerín había crecido ya suficientemente en los años ochenta como para convertirse en una iglesia. La tesis de la necesidad de retornar a la centralidad del mercado fue asumida como un ritornello por los gobiernos neoconservadores. La canción de Hayek, que sonó antes en Inglaterra y en USA que en el resto del mundo, fue cantada a coro por los grandes poderes financieros, y a sus voces se sumaron los departamentos universitarios de economía, especialmente los de las grandes Universidades norteamericanas. Fue entonces cuando organismos internacionales surgidos para propiciar la solidaridad entre las naciones pasaron a convertirse en los mejores aliados del capital especulativo internacional. Cuando gobernantes sin escrúpulos emprendieron el proceso de desmantelamiento del Estado social, y favorecieron la desregulación del empleo, fue muy importante que las revistas económicas y los Departamentos de Economía, con Harvard y Chicago a la cabeza, asegurasen que al fin se entraba en el camino de la ortodoxia económica. Al amparo de la figura emblemática del premio Nobel de economía Friedrich Hayek las propuestas neoliberales se hicieron realidad, y fue también en ese momento cuando resurgió la utopía negativa de una economía pura, es decir, una economía auto-regulada que avanza a tumba abierta, sin contar en su marcha con los intereses de la sociedad.
El ejemplo de la Inglaterra de Mrs. Thatcher y de la América de Ronald Reagan se propagó como si se tratara de una epidemia. Los virus se hicieron presentes en el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, y la Organización Mundial de Comercio. Los gobiernos procedieron entonces a la venta de las joyas de la corona desgajadas del patrimonio común. Las privatizaciones proliferaron al tiempo que se agigantaba la burbuja inmobiliaria y crecía la corrupción. Corrupción y crisis del trabajo contribuyeron de forma concertada a la deslegitimación del sistema democrático.
En la actualidad vivimos en una época en la que la pujanza de los intereses privados. y el desarrollo del mercado especulativo, libre de trabas, señalan un declive de las sociedades democráticas. El espíritu de nuestra época dista de valorar las instituciones de propiedad social que en los países industriales están siendo desestabilizadas, cuando no desmanteladas. La planificación económica, vinculada a un proyecto progresista de sociedad, ha cedido terreno ante el gran empuje de las exigencias planteadas por las multinacionales a los gobiernos, de modo que los mercados globalizados imponen su ley, la ley de la flexibilidad en el mercado de trabajo, la eliminación de disposiciones legales que sirvan para disciplinar el mercado, y la supresión de otras barreras de protección social. Por su parte los gobiernos, integrados de lleno en la economía de la oferta, están obsesionados con abaratar el empleo, bajar los impuestos, reducir el gasto público, eliminar los derechos reales en la transmisión de las grandes fortunas, y maximizar las comisiones de los banqueros.
Las instituciones públicas son espacios de cobijo para todos. Su pérdida resulta irreparable, y sume a los ciudadanos más desasistidos en la soledad, sin otro recurso que pedir el auxilio de la filantropía, el voluntariado, la caridad de las iglesias, o el apoyo psicológico proporcionado por los especialistas en inteligencia emocional. El avance de los fundamentalismos en nuestro tiempo, el empuje de las religiones, los nacionalismos fanatizados, y la xenofobia, constituyen la otra cara del proceso incesante de derribo del Estado social. Mientras que los neoliberales ven en el desarrollo de la denominada nueva economía el triunfo de la libertad y de la sociedad civil, otros analistas sociales, más próximos a planteamientos propios de la sociología económica temen el retorno de la jaula de hierro que Max Weber anunció con temor y temblor como un fenómeno consustancial al espíritu del capitalismo.
En aquellos años de la irresistible ascensión y derrota de los fascismos surgieron propuestas democráticas destinadas a crear en una Europa en ruinas una sociedad habitable que en la actualidad está siendo asediada. No todo fue perfecto en la nueva sociedad del mal llamado bienestar: Las desigualdades sociales, aunque se vieron aminoradas, no desaparecieron. La burocracia fue en aumento, y la participación ciudadana, que refleja el grado de democracia de una sociedad, se vio frenada por el peso en alza de los partidos políticos convertidos en poderosas maquinarias electorales. El Estado social construido por minorías reformistas, a pesar de que constituía una respuesta a demandas sociales reales de poblaciones muy amplias, pronto dejó de ser un proyecto colectivo, un fuerte proyecto europeo, para ser sustituido por un proyecto técnico en manos de técnicos y profesionales. De este modo los ciudadanos percibieron al Estado no como una institución democrática vinculada a los intereses colectivos, sino como un poder separado, una instancia externa de regulación de la sociedad. Las elites, como pretendían Karl Mannheim y Ortega, sustituyeron a las masas, y las masas, en el interior de una sociedad basada en el crecimiento de la producción y del consumo, aceptaron entrar en la sociedad del consumo, una sociedad de la abundancia incompatible con un desarrollo sostenible. Así pues no todo fue perfecto en la construcción del nuevo Estado social keynesiano, y los movimientos sociales de los años sesenta y setenta fueron una buena muestra de este malestar. Los equipos de renovación pedagógica reclamaban una escuela más democrática en la que el fracaso escolar dejase de golpear primordialmente a los niñas y niñas de las clases populares. Los defensores de la sanidad pública reclamaban una gestión democrática de los hospitales y, frente a la medicina del capital, proyectos sólidos de prevención sanitaria y de salud pública. Los movimientos antipsiquiátricos, los colectivos en lucha contra las cárceles y contra las torturas, ponían en cuestión los poderes exorbitantes ejercidos en las instituciones de control social al margen del derecho, y en ocasiones contra todo derecho. Mujeres, homosexuales, minorías étnicas reclamaban y hacían valer sus derechos contra la dominación masculina, la homofobia y la represión sexual, el racismo y la xenofobia. Por su parte los trabajadores, agrupados en las instituciones representativas de los sindicatos reclamaban a la vez mejoras salariales, la reducción de la jornada laboral y mejores condiciones de vida. La existencia misma de estas luchas prueban que el Estado social había abierto una dinámica democratizadora, una dinámica en la que la política, y no la economía, ocupaba el puesto de mando.
Es preciso supeditar los mercado a los imperativos democráticos de un Estado social activo y participativo. Es preciso hacer de las instituciones públicas servicios públicos. Es preciso que organismos internacionales garanticen mecanismos de distribución y de protección social a escala planetaria. Es preciso consolidar e institucionalizar servicios públicos de propiedad social que estén al abrigo de veleidades políticas y coyunturas económicas. Es preciso acabar con la corrupción y luchar por el pleno empleo. A todo ello nos convoca el movimiento del 15 M el domingo 19 de junio. Es preciso por tanto salir a la calle, y compartir colectivamente con miles de ciudadanos las demandas de democracia participativa y un cambio de rumbo. Aún estamos a tiempo de actuar con el fin de evitar que la situación se degrade aún más. De otro modo el imperio del capitalismo salvaje podría llegar a poner de nuevo el mundo al borde de la barbarie.
Escuchad el grito de 1700 indignados: http://clearrevolution.blogspot.com/p/voluntarios.html
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Ojalá estemos a tiempo, pero pinta muy mal. Y como se dice en el título, la barbarie, que no es que se hubiera ido ni mucho menos, quiere enseñorearse de todo.