El mundo como un libro y la Alemania secreta

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Francisco Serra

Una radiante mañana de primavera, un profesor de Derecho Constitucional se acercó a la Feria del Libro de Madrid. Después de pasar un rato curioseando entre los libros, un repentino chaparrón lo obligó a guarecerse de la lluvia y, muy despacio, fue acercándose a la caseta de una de las editoriales con las que más había colaborado. Acababan de publicar una antología de Stefan George y, mientras paseaba por el Retiro, fue sumergiéndose en la obra del hermético poeta alemán, que había fundado un Círculo de iniciados, del que llegaron a formar parte conocidos pensadores e incluso algunos famosos opositores al nazismo, como los hermanos Stauffenberg. Un poema suyo, dedicado a la “Alemania secreta”, había servido para designar a todos aquellos intelectuales que durante el siglo XIX y comienzos del siglo XX habían recurrido a la idea de una Alemania oculta y a su soberano durmiente (el Emperador en la montaña) para expresar su frustración ante la inexistencia de una unión nacional y su anhelo de grandeza para un futuro incierto. Aunque ese programa no dejara de presentar similitudes con el del nacionalsocialismo, el propio George había rechazado los honores que le habían ofrecido y prefirió morir en el extranjero, en Suiza, sin regresar a la patria alemana.

Sentado en un banco, el profesor echó un vistazo al catálogo de la editorial y descubrió que un amigo suyo, fallecido un par de años antes, había publicado en ella, poco antes de morir, la traducción de un libro de Hans Küng y lo invadió una repentina tristeza ante el recuerdo de quien había compartido con él tantas gratas conversaciones sobre las más variadas cuestiones. Traductor de Bloch, Lukács, Curtius y otros célebres humanistas del siglo XX, con razón podría ser considerado como uno de los últimos representantes de la tradición de la Kultur alemana. Algo reacio a la escritura, había publicado poemas arcaizantes y críticas cinematográficas con el seudónimo de Yuri Voyeur. Cuando murió, su viuda convocó a sus amigos para que se llevaran los libros que quisieran de su inagotable biblioteca, que había llegado a convertirse en una presencia opresiva en la casa. El profesor recordaba haber seleccionado, de entre los abarrotados estantes, bellas ediciones alemanas de las obras completas de Hölderlin, Kleist y otros poetas románticos. Meses después, la mayoría de los libros, entregados en donación a la Facultad de Filología de la Universidad Complutense, aún aguardaban en cajas a ser catalogados y puestos a disposición del público.

Yuri había sido traductor del Ministerio y, una vez jubilado, se impuso unos horarios muy estrictos con la vana pretensión de leer, antes de su muerte, todos los fondos de la biblioteca que había ido formando a lo largo de su vida y en la que podían encontrarse volúmenes en las más variadas lenguas y que versaban sobre las más diversas materias, desde la historia de Vietnam hasta el pez pulmonado, aunque la mayoría de ellos trataban de literatura española y alemana. Conocedor de Elfriede Jelinek y Herta Müller, mucho antes de que fueran galardonadas con el Premio Nobel de Literatura, parecía haber considerado el mundo como un gigantesco libro, que debiéramos intentar llegar a conocer durante nuestro breve paso sobre la tierra. Nadie como él, con seguridad, podría asemejarse al retrato del bibliotecario que pintó Arcimboldo.

El profesor, mientras deambulaba entre la multitud, algo menos numerosa que la de otros años, pensó en que muchas veces se había utilizado la idea de comparar al mundo con un libro, del que solo era necesario conocer la lengua en que estaba escrito para descifrar su contenido. Para Galileo, la naturaleza estaba escrita en lenguaje matemático y para los cabalistas el único sentido de la sabiduría era llegar a descubrir los verdaderos nombres de Dios, como afirmara en un hermoso ensayo el sabio Scholem. Mas en el momento presente, cuando podríamos tener a nuestro alcance en un instante todos los libros del mundo, apenas creemos en dioses y hasta nuestra propia lengua nos es cada vez más ajena. No hay una Alemania secreta ni una España enigmática (como una vez quiso un gran historiador), sino una realidad mediocre, que se nos torna indescifrable. Ahora que tal vez podríamos llegar a comprender el universo (al que, fabuló Borges, otros llaman la Biblioteca), los caracteres en que ese libro está escrito van borrándose ante nuestros ojos, pensó el profesor, cerrando el bello volumen y encaminándose a una de las puertas de salida del parque.

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