La vida en el estado de excepción permanente

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Francisco Serra

Un profesor de Derecho Constitucional cayó enfermo y visitó al médico. Le dolía mucho la garganta y tenía una fiebre muy alta. El médico le auscultó y, después de descartar otras posibles afecciones, le diagnosticó una faringitis y le recetó un conocido antiinflamatorio y un potente antibiótico. Llegó a casa y se metió en la cama y, aunque notaba cierto alivio en los momentos en que le bajaba la temperatura, la medicación le produjo fuertes dolores de estómago y una vaga sensación de malestar. En los días siguientes apenas salió de casa y vio en la Red que el presidente Obama había ordenado una operación relámpago en la que parecía haberse llevado a cabo la sumaria ejecución de Bin Laden y que el Tribunal Supremo había rechazado casi todas las candidaturas para las elecciones presentadas por Bildu; en un breve plazo el Tribunal Constitucional debería resolver sobre la posibilidad de que la coalición acudiera a los comicios.

Tumbado en el sofá, arrebujado entre las mantas, mientras tiritaba por la calentura, escuchó como su hija, que estaba viendo en la televisión el último episodio de las aventuras de su personaje favorito, le decía: “El papá de Caillou también estaba malito” y él pensó que, tanto las personas reales como los personajes de ficción (y él, en ocasiones, no sabía muy bien a cuál de esas categorías pertenecía) e incluso las sociedades, a veces, temblaban de fiebre y se veían invadidos por una vaga desazón. Después del 11-S parecía haberse extendido por todo el planeta una enfermedad contagiosa, que había llevado a poner en cuestión las libertades que con tanta dificultad habían llegado a ser reconocidas en los llamados “países civilizados”. Más que el peligro “real”, lo que había llevado a establecer límites a las posibilidades de actuación de los ciudadanos había sido el “miedo al miedo”, un pánico irracional que desbordaba el riesgo real de que se llevaran a cabo acciones terroristas, que en el mundo contemporáneo ya se habían convertido en una realidad cotidiana desde la época del “nihilismo”.

De forma similar a como en la época del fascismo se decía que se había llevado a término una “estetización” de la política, ahora el horror se había instalado en el corazón del hombre actual y no puede haber mejor caracterización de la “sociedad del espectáculo” que la brusca colisión de los aviones pilotados por los suicidas contra las Torres Gemelas, retransmitida a través de la televisión en tiempo real a todos los habitantes del mundo. Para un conocido arquitecto los atentados  del 11-S habían representado el supremo acontecimiento artístico del nuevo siglo, la performance inigualable y devastadora que inauguraba una nueva época. Ese nuevo tiempo que se había iniciado era el del “estado de excepción permanente” y lo único que podría haberlo clausurado lógicamente hubiera sido el juicio y subsiguiente expiación del “artista” que lo había inspirado en el mismo lugar en el que tuvo lugar. Del mismo modo que los aliados eligieron Nuremberg para enjuiciar a los jerarcas del nazismo por tratarse del lugar en el que habían tenido lugar las grandes concentraciones que reflejara en sus documentales Leni Riefensthal con desoladora belleza, la única forma de poner fin al “estado de excepción” que se había iniciado con los ataques del 11-S hubiera sido celebrar en la Zona Cero el proceso a Osama Bin Laden y sus principales colaboradores.

Al procederse a la ejecución sumaria del autor intelectual de esos crímenes, el “estado de excepción” no ha concluido y las libertades a las que “patrióticamente” se ha sometido a limitaciones tal vez nunca vuelvan a recuperarse; cualquier forma de obtener una información o la confesión de la autoría de un delito quedará legitimado por haber conducido, supuestamente, a restaurar el “orden”, pero la “normalidad” no va a retornar ya nunca más y seguiremos condenados a vivir “enfebrecidos”, sin las garantías que proporcionaba el cumplimiento de las cautelas establecidas por las leyes para los “tiempos de paz”.

En España, desde el 11-M también un malestar indefinible se ha instalado en la vida política y hasta las decisiones aparentemente más obvias son sometidas a la revisión del Tribunal Constitucional que, tal como lo prevé la Constitución, no debiera actuar más que de forma “excepcional”, cuando se producen circunstancias que se desvían de la “normalidad”. El resultado es que también a nivel nacional vivimos en un “estado de excepción permanente”, en el que el Alto Tribunal se convierte en el “perro guardián de la Constitución”, en permanente vigilia.

El profesor, al cabo de unos días, se sintió algo mejor y ya apenas le dolía la garganta, pero le seguía doliendo el estómago. Bin Laden ya no existía, pero el mundo nunca volvería a ser como antes del 11 de septiembre: le seguirían molestando “las tripas”.

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