Zapatero como ‘artista’ contemporáneo

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Francisco Serra

Un profesor de Derecho Constitucional visitó una exposición en el Reina Sofía. Estaba dedicada a explorar la idea de Aby Warburg de entender el mundo como un atlas, ya que su obra fundamental había consistido en plasmar toda la cultura en un “atlas de la memoria”, en el que se reflejara la complejidad del mundo. Miembro de una acaudalada familia, había renunciado a mantener el control de los negocios familiares a cambio de una cantidad ilimitada que le permitiera formar una biblioteca adecuada a sus intereses y en la que se acumulaban obras consagradas a la filosofía oculta, el arte del Renacimiento y las más variadas teorías de la cultura. Después de fundar en Hamburgo la Biblioteca y el Instituto que llevan su nombre (y que serían trasladados a Londres de manera cautelar ante la llegada del nazismo), había permanecido durante años apartado del mundo bajo atención psiquiátrica y se había dedicado a estudiar los rituales de los indígenas norteamericanos.

El comisario de la exposición, siguiendo la concepción de Warburg, había ideado un itinerario a través del cual se amontonaban cuadros, fotografías, tarjetas postales, libros entreabiertos, proyecciones fílmicas, que proporcionaban una impresión extraña al espectador. Se pretendía mostrar cómo el mundo actual no podía explicarse acudiendo a procedimientos narrativos, sino sólo como un “atlas”, como una superposición de imágenes que se sucedían interminablemente sin descubrir ningún sentido revelador.

El profesor paseó entre las salas y le pareció que mientras admiraba la sucesión de imágenes empezaba a percatarse de la forma en que su propia especialidad se acomodaba a esa “lógica”, en la que las leyes y sentencias de los Tribunales formaban los continentes del gigantesco atlas que representaba al Derecho y en el que, como sucede con el globo terráqueo, la parte más importante le correspondía a unos mares que aún hoy era peligroso surcar.

Del mismo modo, le pareció al profesor que todos los ámbitos del mundo actual parecían seguir las mismas reglas, por mera superposición, sin que se advirtiera una dirección en  la que se encaminara la sucesión de acontecimientos, en un perpetuo hacer y deshacer, como si todos viviéramos bajo el signo de Sísifo, continuamente reconstruyendo nuestras vidas, nuestros trabajos, nuestros sentimientos. En tiempos conversó a menudo con un artista que trazaba unos cuadros en los que, por medio de la utilización de los más variados materiales, producía (tal vez por el empleo de tonos oscuros) una impresión desoladora en los que los contemplaban. Acababa de presentar una exposición dedicada tan solo a fotografiar tapas de alcantarilla y afirmaba que en ella podía adivinarse la misma intención que en las obras realizadas por él mismo. Su propia vida, reconoció en una noche de borrachera, podía interpretarse así, una sucesión interminable de amores que no conseguían colmarle y lo movían a embarcarse en nuevas aventuras.

A los pocos días, el profesor vio en la televisión los fragmentos del discurso en el que Zapatero, ante el Comité Federal de su partido, anunciaba su intención de no volver a presentarse como candidato a la presidencia del Gobierno en las próximas elecciones generales y, a continuación, un rápido reportaje sobre los principales logros de sus años en el poder y le produjo una impresión similar a la que había sentido recorriendo las salas de la exposición del Reina Sofía. El legado de un político queda reducido a una sucesión de fotografías, de tarjetas postales, de momentos en los que se formula una promesa que por necesidad quedará incumplida. Un gran historiador, Burckhardt, al teorizar la cultura del Renacimiento en Italia, formuló la idea de que lo característico de aquella época era concebir al Estado como “obra de arte” y hoy podríamos entender la acción de los políticos también como un “arte”, pero muy alejado de ese supuesto “arte de lo posible” con el que se lo ha querido identificar.

La política actual es “arte”, pero en el mismo sentido en que el “arte contemporáneo” lo es, como metáfora de lo inexistente, como vacío sucederse de instantáneas que no pretenden modificar la realidad o ni siquiera reflejarla, sino que sólo se representan a sí mismas. Si pudiéramos recoger en una sala de exposiciones el legado de la “obra de arte” de Zapatero apenas contemplaríamos cuadros, esculturas, dibujos (que se corresponden con decretos-leyes, leyes, reglamentos) que no tienen forma precisa ni siguen un orden fijo, hasta llegar a su culminación, su “obra maestra”, ese lienzo en blanco, que ya prefigurara Malevitch, y que simboliza el recorrido de su labor política.

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