Julián Sauquillo
El día 7 se desarrolló una manifestación juvenil contra el paro. Parece todo un símbolo que se concentraran en la Plaza de Antón Martín de Madrid, frente al grupo escultórico inspirado en El abrazo de Juan Genovés. Partieron a escasos metros de donde ocurrió la matanza de Atocha, que acabó con jóvenes comprometidos, entre cinco víctimas mortales, del terrorismo tardofranquista en 1977. Les he visto descender hacia la Glorieta de Atocha con deseo de seguirles y con la certidumbre de que se bastan. “Menos mal que protestan” le dije a una librera vecina y con los cincuenta también ya cumplidos. Inés Sabanés, de Izquierda Unida, estaba contenta y hacía fotos. Tampoco faltaban los medios de comunicación, prestos a captar el comienzo de un movimiento civil muy necesario.
No les faltan razones. Su pertenecía al grupo demográfico más castigado por la crisis les hace víctimas de la precariedad, los bajos salarios, la irrelevancia de su cualificación profesional alta, la vulnerabilidad extrema como futuros pensionistas, la privatización de su educación, la carencia de vivienda y la mayor tasa de desempleo, padecida en torno al cuarenta por ciento. La palmaria limitación de sus derechos sociales les hace acreedores de un lenguaje reivindicativo anticapitalista sin contemplaciones: organización, lucha, explotación, clase obrera,…y una señalada desconfianza de las élites políticas y económicas. Son conscientes de que la dualización de la sociedad, cada vez mayor, se les lleva por delante y han decidido movilizarse al grito del octogenario Stéphane Hessel: «¡Indígnese!». Los jóvenes árabes también son un ejemplo reivindicativo en occidente, apuntaban en alguna octavilla y estamos de acuerdo. Pero sería conveniente que la manifestación fuera pacífica y acabó en altercados y cortes de calles, provocados por una minoría de manifestantes tras la lectura de un comunicado. Los destrozos no simbolizan el sentir mayoritario.
El lenguaje político no es nuevo, pero estos jóvenes no tienen fácil comparación con sus antecesores de la misma edad. Los jóvenes del mayo del 68 francés se disolvieron en junio para no perderse los exámenes. Eran los reivindicadores del sexo libre en una fase de expansión del capitalismo. El desarrollo económico y el bienestar europeo llevaban a concebir el sexo como un producto preferente para consumir. A Pier Paolo Pasolini, ésto lo exasperaba. Estaba en contra del aborto porque muchos embarazos venían del consumo opulento del cuerpo de las mujeres. A Pasolini le inspiraban más simpatía solidaria los carabinieri italianos que los jovenes manifestantes. Los primeros, suponía, procedían del sur pobre y no desarrollado y los segundos –los melenudos- venían del norte educado y rico de Italia. El sociólogo Pierre Bourdieu les tachó, también, de herederos de los privilégios de las clases altas urbanas, frente a los desheredados de la campiña francesa con difícil acceso a los estudios. Sobre todo, en las facultades de humanidades, vivero de los contestatarios, se reproducía la selección de clase en favor de la grandeza de estilo de la alta burguesía. Fueron tan pedantes que se arrogaron un inusitado ingenio. Creyeron inventar frases como «Sed realistas pedid lo imposible», cuando ya se había subrayado, a comienzos del siglo pasado, que para que se haya realizado lo posible en la Historia hubo que pedir, una y mil veces, lo imposible.
Pero, ahora, el escenario, por el momento, es más honroso. Estos jóvenes, educados y formados en gran medida en una Universidad pública, asequible y relativamente abierta, son un grupo interclasista. Muchos son los hijos de la clase media y de la esforzada clase trabajadora que se sacrificó por facilitar estudios a su descendencia. A pesar del esfuerzo promocional de las clases bajas, son conscientes de que son «la juventud más preparada de nuestra historia» pero que «vivirá peor que sus padres». De los futuros hijos de esta juventud, mejor no hablamos. En derecho, los futuros estudiantes tendrán que pagar, si el ejemplo es Inglaterra, ocho mil euros (seis mil libras) al retirarse la actual ayuda del Estado en los estudios superiores.
Se lamentan de que se les ofrece entrenamiento laboral pero no formación universitaria. Por el momento, el Plan Bolonia para las Universidades les facilita a unos pocos la ilusión de adquirir una patente profesional práctica. Se da una paradoja lamentable: hoy las bibliotecas universitarias están mejor dotadas que nunca para la investigación pero los procedimientos virtuales de acceso al conocimiento especializado alejan más que nunca a jovenes y a troyanos del libro. El espacio tradicionalmente reservado al estudio, la mesa de trabajo, ha sido sustituido por la rentable pantalla de ordenador. El cálido papel es sutituido por el frio plasma. Desaparecen las editoriales o se adaptan urgentemente a la cultura masiva popularizando sus contenidos; cierran las librerías; se desertizan las bibliotecas, salvo en días previos a los exámenes. Desconfío de las consecuencias educativas de este proceso formativo vertiginoso. Sin embargo, algunos estudiantes participan de una quimera: sentirse poseedores de un conocimiento especializado que sólo ellos detentan individualmente. Se trata del sueño de una llave salvífica, una solución individual, de entrada gloriosa en el mercado. Pero los manifestantes del abrazo de Atocha saben que las desigualdades sociales solo se superan con salidas colectivas. Y no son ingenuos porque conocen la experiencia juvenil anterior.