Francisco J. Laporta *
Si nos preguntáramos hoy si la vieja institución del caciquismo ha sobrevivido imbricada en algunos rincones de nuestro sistema social e institucional, la respuesta, me temo, no podría ser negativa. Quizás haya desaparecido aquel cacique de antaño que viciaba las prácticas electorales pero hay otros espacios de nuestra vida pública en los que su figura se resiste tercamente a desaparecer. Uno de esos espacios es la vida universitaria. Con no poca frecuencia, en efecto, se producen todavía en nuestro país episodios deplorables en la toma decisiones académicas o la selección de profesorado. En ellos se ve con toda claridad que el viejo espectro del cacique ha logrado atravesar los filtros del tiempo, la transición y el cambio de la sociedad española y habita todavía entre nosotros gracias a la obsequiosidad de algunos, el temor de otros y la ignorancia de la mayoría. Debemos por ello inventariar los rasgos estructurales de tales personajes. La interferencia caciquil en el funcionamiento de la institución universitaria perjudica la salud de nuestro desarrollo científico y cultural y alienta en él los comportamientos corruptos y ventajistas.
La silueta del cacique universitario es fácil de dibujar: Un actor que accede a una posición de poder en el entramado de roles académicos y teje a partir de ella una telaraña de relaciones clientelares de protección y favores que se mantiene con la apariencia externa de respeto a la ley y al rigor aunque los ignore claramente en su espíritu y contenido. Este tipo de caciquismo es, pues, una manifestación más de aquel viejo clientelismo en el que un patrón urdía lazos personales de sujeción a partir de ciertas posiciones de poder social o institucional. La plataforma universitaria desde la que se actúa puede ser cualquiera: un decanato o un rectorado pueden bastar para ello.
La personalidad del cacique es siempre autoritaria. Pero no necesariamente de un autoritarismo ideológico. Es más bien un rasgo de carácter, aunque se produce también con el sectarismo religioso o doctrinal. Pero en no pocos casos es consecuencia de falta de seguridad en sí mismo o de una percepción dubitativa de su propio valer. Sea porque ambiciona méritos que duda conseguir limpiamente, sea porque necesita hacerse pasar por lo que no es, el problema del cacique es que no puede enfrentarse a la discusión abierta o al rigor en la selección y la crítica científica. Se ve así compelido a urdir la red caciquil para desactivar los mecanismos naturales que teme y se apoya en esa red como en una suerte de prótesis sobre la que levantar ficticiamente lo que no está seguro de poder conseguir sin ella. Alardea externamente de reputación y juego limpio pero sólo se alimenta del funcionamiento de la red clientelar de los leales. Por mucho que presuma de autoridad o prestigio académico, sabe como los viejos tiranos que se trata de una ficción que le condena a realimentar incesantemente la red de sus favores.
La relación caciquil es siempre desigual: quienes entran en ella han de saber desde el principio que no van a ser tratados como iguales. El patrón ejerce el control y mantiene la hegemonía. Las obsequiosidades y pleitesías son siempre debidas, aunque se simule que no son exigidas. Un pequeño error u olvido generan en el cacique un malestar explícito que sirve como advertencia. Y la desigualdad de la relación se recuerda eventualmente con alguna pequeña humillación. Hay que estar siempre dispuesto a mostrarse sumiso o servicial: mediante una acción cómplice, un cotilleo o una maledicencia contra el enemigo, real o inventado, artes todas en las que los que aspiran a su favor logran una repugnante maestría. La red va así nutriéndose de pequeñas claudicaciones morales. Los favores que se reciben no son producto de la generosidad ni de la amistad porque en el momento en que sospecha de la deferencia del cliente, el cacique desactiva la relación y deja abandonado al réprobo. Siempre, en todo caso y sin cesar, hay que darle la razón en su decisión administrativa o en su doctrina académica. Siempre hay que citar y alabar sus escritos pues de lo contrario aparece una sombra en la relación de lealtad. Todos lo hacen así, manifestando con ello ritualmente su pertenencia a la red de favorecidos. Esta insólita actitud anticientífica llega hasta el efecto perverso de que el cacique mismo se enajena la posibilidad de saber si se le cita por sus méritos reales o en virtud de la amenaza tácita que implica no hacerlo.
El cacique pervierte también las relaciones de lealtad, porque lo que cuenta en ellas es sólo la obsequiosidad con el cacique. Sus arbitrariedades, errores o desmanes son siempre disimulados y silenciados: en eso consiste la lealtad. Muy pocas veces se ha señalado que esa indignidad potencial a que está siempre expuesto todo aquel que hace depender su proyecto profesional de una relación de este tipo ha demostrado ser un poderoso incentivo para la corrupción en la vida académica en que se instala. En todo lo que se refiere a las acciones y omisiones de los caciques, por dudosas que sean, se establece una aprobación acrítica, un razonamiento exculpatorio ‘ad hoc’, o una suerte de silencio cómplice u omertá. Y se va así abonando el terreno para la corrupción en las universidades. Porque en la trama caciquil es difícil ejercer la crítica y el control de las decisiones dado que cualquier enjuiciamiento de los actos del cacique aparece como una quiebra de la lealtad y, en consecuencia, como una debilitación de la red de socios y clientes. Al cacique no se le pueden recordar nunca obligaciones ni criterios de responsabilidad porque tal cosa no encaja en este género de cohesión: responder ante leales es un contrasentido equivalente a servir a criados u obedecer a súbditos. Lo único que cabe es orbitar en torno a su figura y prestarle adhesión en virtud de los favores y beneficios que produce. No es infrecuente por tanto que aparezcan cínicos u oportunistas que se postran ante esos patrones simplemente para obtener la prebenda del contrato o la plaza.
Las relaciones caciquiles son romas en cuanto a contenido científico, e indiferentes a criterios de calidad teórica. Aunque se disfracen a veces con títulos pomposos, como ‘escuela’, la realidad es que quienes se encaraman a la red clientelar no suelen participar realmente de un método de investigación o de una teoría científica. Lo que prima en ellos es la ganancia potencial y el estar al abrigo de los climas competitivos que exigirían una actitud firme de integridad. Por eso la relación caciquil tiende a succionar la savia moral de la vida universitaria. Si es verdad que quienes toman decisiones o asignan bienes no deben moralmente obtener ganancia personal con ello, entonces el caciquismo universitario es la inmoralidad establecida, pues quienes se sientan en juntas, comisiones o tribunales prefigurados por la red caciquil emiten su voto pensando en el favor o la represalia y lo vacían así de toda integridad: no es raro que se rechace una opción mejor o un candidato con más méritos sólo para satisfacer un capricho insustancial del cacique o para crear una nueva trama de favores.
El caciquismo es una infección difícil de cortar porque funciona con apariencia de orden y de respeto externo y formal a las normas. Aunque esta forma de clientelismo prescinda del respeto a las instituciones y se constituya en una suerte de pústula que intercepta su funcionamiento, no es infrecuente que adquiriera una pose entre solemne y formalista de adhesión a las normas cuyo espíritu traiciona. Cumple con todas las formalidades exteriores y se harta de recordarlas pero ignora que todas ellas no están ahí sino para tomar las decisiones mejores y postular a los mejores candidatos. El resultado es que principios como el de mérito y capacidad en el acceso a la carrera docente son permanentemente traicionados en beneficio de los clientes leales siguiendo exteriormente la formalidad de la ley. Y el resultado, claro está, es el empobrecimiento de las universidades por la tendencia a la apariencia y la destreza del cacique en el arte de la selección negativa. Con el cacique se establece siempre un doble código: quienes quieren acceder a una plaza universitaria sin prenderse en la red caciquil han de realizar un esfuerzo superior de trabajo y mérito, y aún así, se ven usualmente postergados en favor de sujetos de calidad subalterna. Este fenómeno, que se dio con especial virulencia durante el franquismo para los que aspiraban a cátedras universitarias desde la izquierda, ha traspasado limpiamente el filtro de la transición política y ha pervivido entre nosotros, incluso alardeando a veces de progreso y ecuanimidad, pero produciéndose exactamente igual que lo hacían aquellos viejos integristas. Mucho sufrimiento, mucha gallardía y algunos actos decisivos de dignidad hubo entonces que poner encima de la mesa para sanear nuestra vida académica. No debimos olvidarlo en estos años, ni debemos olvidarlo en adelante.
Magnífico artículo. Supongo que sólo la elegancia del profesor Laporta le ha impedido poner caras (sí, «caras») a la figura del cacique universitario. Pero, al leer el texto, me ha venido espontáneamente la imagen de algún rector o ex-rector autoproclamado, sedicentemente, de izquierdas y de progreso…siguiendo la mejor tradición autoritaria del franquismo.
pero no es la manera de funcionar de este pais?,no solo en la universidad si no tambien en cualquier empresa,administracion,politica ,etc
Profesor Laporta, aborde vd también el caciquismo sobre los sexenios, la investigación y toda la mandanga de grupoides y trampas de revistas seudocientíficas. Muchas gracias por su denuncia que explica nuestro atraso como país.
Lo que usted magnificamente describe en su artículo, sucede de la misma forma en las Cooperativas de trabajo asociado dedicadas a la enseñanza. Hasta hace muy poco he sido socia de una de estas empresas y me encuentro de patitas en la calle por no congeniar con las actitudes caciquiles de mis socios, para los que es mucho más importante el beneficio económico que le pueden aportan algunos profesores contratados con los que comparten otras empresas e intereses económicos, que el nivel académico de los alumnos que pueblan sus aulas y el grado de satisfacción de estos y de sus padres. Todo esto con el beneplácito de la administración correspondiente que, aún conociendo los desmanes que se están cometiendo, se mantiene impasible.
Ciertamente, la figura caciquil se extiende por toda la administración pública. Para hacer carrera no importan los méritos y las capacidades sino situarse a la sombra del que te puede nombrar. ¡Triste país el nuestro!
Realmente es una infección difícil de curar y que tanto «daño» va causando poco a poco en la Universidad. Es una rémora a la que podríamos poner muchos y muchos nombres (miembros, presidentes y secretarios de tribunales, decanos y directores electos, etc., etc.), todos ellos compañeros con los que vamos pasando el día a día laboral, en una situación de desgaste e impotencia. ¿Hasta cuándo seguiremos permitiendo la corrupción en nuestra Universidad?