Juan Ángel Juristo *
El último día del año murió apenas rebasada la cincuentena Sigfrido Martín Begué, uno de los representantes genuinos de la versión más presentable de la movida madrileña, una suerte de movimiento cuyo eclecticismo fomentó que se convirtiera también en un campo sembrado también de cadáveres, de fracasos innúmeros y de figuras inciertas, hoy día casi fantasmales. A veces convendría hablar de personajes como Eduardo Haro Ibars y tantos otros, los del otro lado de aquello, los irreductibles, pero hoy toca rendir un recuerdo a Sigfrido Martín Begué, un arquitecto y pintor de hondo genio metafísico, parecía nuestro particular Giorgio De Chirico madrileño, al que se ha llevado por delante una diabetes no por previsible menos traicionera, un pintor del que menos que se podía decir es que ha hecho una obra que tiene poco parangón con lo que se ha hecho en los últimos veinte años y que, aunque sólo fuese por eso, habría que reconocer su coraje como artista en unos tiempos, además, que se reconocen por desgracia en su estéril mimetismo y poco más.
Sí, Sigfrido fue en cierta manera nuestro Chirico particular, lo que no es poco, pero también le debemos algunas bellas escenografías de ballet y ópera, como ese El Barbero de Sevilla que iba a estrenarse en Murcia esta próxima primavera, ninots ya legendarios, como el llamado Na Jordana, hecho para las Fallas de 2001, o exposiciones varias como la de Le Corbusier, en el Reina Sofía, o la de Carlos Berlanga, amigo, y la que se hizo de algunos representantes de la movida hace tiempo en la sala Conde Duque madrileña, por no hablar de los diseños que realizó para la Ópera de Florencia o el Teatro Verdi de esa misma ciudad. La retrospectiva de su obra, póstuma, la veremos en Cuenca esta primavera, en el mismo lugar en que Sigfrido daba clases.
El haber mezclado ópera con cuadros, fallas con comisariados al recordarle no es baladí. Creo que esa mezcolanza era una de las características suyas más genuinas, también de su generación, desde luego, y de aquellos años de la movida, pero lo cierto es que mezclar puede ser también una labor un tanto tonta si no se posee un sentido de la forma. Sigfrido Martín Begué lo poseía en grado sumo, y de ahí esa sensación de coherencia que recorre toda su labor desde sus comienzos.
Muchos recuerdan ahora que Sigfrido Martín Begué fue una suerte de figura puente entre dos maneras de entender el arte, pese a su juventud. Yo prefiero imaginármelo de otra manera, sin tanto respeto por la evolución de las modas y más por lo que significa un artista. Creo que Martín Begué ha sido un pintor de un arrojo excepcional en tanto en cuanto realizó la obra que quería hacer contra viento y marea, es decir, hizo una pintura narrativa en tiempos no muy propicios, y si bien es verdad que su obra, vista en conjunto, como tuvimos ocasión de contemplar en su día en la retrospectiva del Conde Duque por allá el 2001, tiene mucho de repetitiva, de ejercicio de una brillantez que se remite a sí misma, también es cierto que muchos de los símbolos que empleó se muestran fecundos… arte narrativo, simbolista, intelectual, la obra de Martín Begué parte de una concepción irónica del legado del que ha bebido, las vanguardias. Algunos llaman a esto posmodernismo. Para mí el que haya logrado desacralizar su propio arte me parece suficiente. Toda una lección que merece ser recordada tras su incineración a principios de este año, en Madrid.