Rubalcaba, ante el fin del Leviatán

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Francisco Serra

La víspera de fin de año, un profesor de Derecho Constitucional viajó de Madrid a Santiago de Compostela y, en una revuelta del camino en la que la carretera se aproximaba al mar, le pareció ver flotando entre las aguas un monstruo marino, como aquellos que aparecían en los mapas del medievo y a los que se refería con frecuencia Álvaro Cunqueiro. Andaba el profesor en aquellos días metido en la lectura de Leviatán, un apasionante libro sobre ballenas que le había recomendado Ismael Melville, uno de sus mejores amigos. Ismael, bibliófilo impenitente, había leído media docena de veces Moby Dick, para llegar finalmente a la conclusión de que “no era una verdadera obra maestra”. Sin embargo, cuando se decidió a internarse en la red, tras muchas vacilaciones, adoptó ese seudónimo de claras resonancias melvillianas. Además de trabajar en una librería, era dado a coleccionar Quijotes y había llegado a reunir tan gran número de ejemplares en distintas lenguas, que se los solicitaban siempre que se organizaba una exposición conmemorativa. Nada en su infancia hacía pensar que acabaría convirtiéndose en el más cultivado librero de la capital. Había sido compañero de colegio de Rubalcaba y otros próceres, que ahora eran destacados dirigentes de los principales partidos políticos. Ya hace años, en la época de Felipe González, había pronosticado que su condiscípulo llegaría a ser Presidente del Gobierno y el transcurso del tiempo no había hecho más que reafirmarlo en su opinión.

Nadie como Rubalcaba ha estado al tanto de los secretos de Estado, de los “arcanos del poder”, que siempre se han considerado característicos del desarrollo de las modernas formas políticas. Con la imagen del Leviatán, en los albores de la era moderna Thomas Hobbes bautizó al Estado que  surgía, resultado de un artificio, de la unión de todos los hombres, como un auténtico “dios mortal”. Ahora esa imagen de un poder irresistible sobre un territorio claramente determinado parece resquebrajarse. Nada es más público que las maniobras encubiertas de los diplomáticos para alcanzar sus objetivos, a libre disposición de quien quiera leerlos. Para Hobbes, el soberano brindaba protección a cambio de obediencia y cualquier acción suya estaba justificada para obtener ese resultado y evitar al temible “estado de naturaleza”, en el que todos tienen derecho a todo y la vida se vuelve brutal e insegura.

En el mundo de hoy el Estado moderno, ese Leviatán, parece desmoronarse y apenas proporciona un refugio frente a las asechanzas de la marabunta de los especuladores. Basta un rumor, una leve desconfianza, para que países enteros sean abocados a la miseria. En un tiempo sin dioses, como el presente, incluso el “dios mortal” se derrumba, pero su desaparición no lleva al establecimiento de una “verdadera comunidad de hombres libres”, como pudo pensar Marx, sino a la aparición de un poder evanescente, difícilmente controlable. Cuando ese gigantesco monstruo marino, el Leviatán, parecía haberse en cierta forma domesticado y empezaba a proporcionar protección “desde la cuna hasta la tumba”, las nuevas formas económicas lo han herido mortalmente y parece haber arribado y quedado varado en la playa, esperando su definitiva liquidación. La revolución no ha traído la llegada de una sociedad comunista, sino un “mundo líquido”, en el que el único sujeto transformador es, como ya adivinaron algunos de los filósofos de la Escuela de Frankfurt, el Capital, no identificable ahora como una realidad monolítica, sino verdaderamente “sin patria”, desigualmente repartido en la sociedad global.

Pensar que ese destino es inevitable no es más que la consecuencia de la imposición ideológica de determinados valores, del olvido de que una acción eficaz a partir  de “toda la fuerza común” de los ciudadanos puede evitar que se extienda sin límites la “pobreza de las naciones”. Si lo que justificaba para Hobbes el surgimiento del Estado moderno, del monstruoso Leviatán, era  que brindaba “protección”, lo único que podrá librarnos del nuevo “estado de naturaleza” económico es un “nuevo proteccionismo”, el establecimiento de murallas frente al poder omnímodo de los mercados. Después del fin del Leviatán se abren dos posibilidades, o el reinado de “Behemoth”, el monstruo terrestre al que Hobbes dedicó otra obra, menos conocida, en la que describía la Inglaterra sumida en la guerra civil y el “Parlamento largo” de la época de Cromwell o la búsqueda de una forma de gobierno sin dioses, sin monstruos, a la medida del hombre. Rubalcaba, desde el interior del Leviatán, como un moderno Jonás, puede preparar su llegada a la orilla y prometer para todos una existencia más modesta, pero más segura y por eso los arponeros del Partido Popular se aprestan a intentar cazar la pieza. En todo caso, nada indica que una vida mejor esté próxima.

El profesor, al día siguiente, leyó en un diario gallego que Mariano Rajoy y José Blanco iban a acudir a la ceremonia de la clausura de la Puerta Santa que ponía fin al año santo y pensó, mientras desde un parque recóndito veía emerger la catedral entre la niebla, que cuando mueren los nuevos dioses siempre hay quien quiere volver al viejo Dios, en lugar de aceptar un mundo sin dioses, finalmente nada más que humano, demasiado humano.

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