José María Miquel
La historia de Themístocles me causó gran impacto cuando la estudié en el Bachillerato Themístocles, político y general ateniense de los primeros tiempos de la democracia, luchó en la batalla de Maratón, que tuvo lugar en la primera guerra contra los persas, y en las navales de Artemisos y Salamina en la segunda invasión persa de Grecia. Se le atribuye la estratagema que condujo a la victoria de Salamina sobre la armada de Jerjes. Las fuentes le ensalzan también por su visión de futuro al requerir los mayores esfuerzos para crear una poderosa armada capaz de enfrentarse al peligro persa. Exigió, en contra de muchos, dedicar los recursos económicos proporcionados por una mina de plata recién descubierta a la construcción de 200 trirremes que participaron en la batalla de Salamina y consolidaron el poderío naval ateniense. Sin embargo, se dice que por su altanería tuvo problemas en Atenas y fue condenado al ostracismo. Sus enemigos espartanos aprovecharon la situación y le acusaron de traición. Fue condenado a muerte por los atenienses. En mi imaginación juvenil no cabía que semejante héroe fuese desterrado y menos aún condenado por una acusación de los enemigos de la democracia ateniense. Rebuscando informaciones sobre este admirado personaje, que en estos días ha vuelto a mi memoria, he descubierto que su nombre en griego quiere decir “Gloria de la ley”.
Si digo que la historia de Themístocles me recuerda a la de Garzón podrá parecer justamente arbitrario, pues hay muchos más ejemplos de héroes perseguidos por las mismas sociedades por las que lucharon y se arriesgaron. Pero cada cual tiene sus recuerdos y sus preferencias y a mí me admiran ambos.
Las reglas de la democracia exigen que todos estén sometidos a la Ley. Pero será por casualidad que sólo un juez llamado Garzón haya sido acusado tres veces simultáneamente de prevaricación, porque habrá ciudadanos llamados Pérez, Fernández o Hernández acusados de delitos, pero ningún otro juez ha sido acusado de prevaricación por medio de una acción popular ejercida por los enemigos de la democracia y por uno de los imputados ante el mismo juez. ¿Es una casualidad que un juez soporte simultáneamente tres querellas por prevaricación? Sólo los héroes y los más grandes merecen un trato semejante.
Joaquín Aguirre en su obra Héroe y Sociedad nos recuerda: “El Vautrin balzaquiano, maestro del pragmatismo en la formación, describe a Rastignac cómo se debe entrar en ese juego del poder:
¿Sabe cómo se abre aquí camino la gente? Pues echando mano al talento o a las dotes de corrupción. En esa masa humana hay que entrar como una bala de cañón o infiltrándose como una plaga. La honradez de nada sirve. La gente se doblega ante el poder del genio, le odian, intentan calumniarle porque toma sin compartir, pero si persiste terminan inclinando la cerviz. En una palabra, le adoran de rodillas cuando no han podido enterrarlo bajo el barro. La corrupción gana terreno, el talento escasea. Por eso, la corrupción es el arma de la mediocridad imperante y su punta la notará usted en todas partes. (Honoré de Balzac, Papá Goriot, Barcelona, Planeta, 1985, pág. 96)”.
El héroe de nuestros días de joven democracia y corrupción es odiado y atacado por los enemigos de la democracia y los corruptos. La defensa de Garzón me parece justa y necesaria Por la defensa de Garzón, sin embargo, se rasgan las vestiduras muchos que no han tenido ni tienen ningún reparo en insultar al Gobierno y al Parlamento. El Código penal castiga las injurias y calumnias al Gobierno, al Parlamento, al Tribunal Supremo y al Consejo del poder judicial. Queda a salvo la llamada exceptio veritatis. Pero la crítica no es ni una injuria, ni una calumnia. Los Tribunales, como el Gobierno y el Parlamento están sometidos a la crítica y una cosa es la crítica institucional de un poder a otro poder y otra la personal que pueda expresar cualquier ciudadano.
La crítica es esencial y perdurará. Nadie se acuerda hoy de un comandante, cuyo nombre ni siquiera quiero pronunciar, encargado de instruir el proceso Dreyfus, pero todo el mundo recuerda el famoso artículo de Zola.
El juez Garzón destaca en una sociedad en la que serían necesarios doscientos jueces como él para que los enemigos de la democracia no se presentasen ante los tribunales con las manos limpias y los corruptos no proliferasen tanto.
La doctrina anglosajona de las manos limpias (One who comes into equity must come with clean hands) es una regla jurídica que exige a quien acude a los Tribunales ser inocente de una mala acción relacionada con su pretensión.
En las Facultades de Derecho se enseña que Justicia y Derecho no van de la mano, y es cierto en alguna medida. Sin embargo, sobre esto también hay opiniones. De Castro, que fue Magistrado del Tribunal de la Haya y uno de los mejores juristas españoles de todos los tiempos, escribió que un jurista que no persiga la realización de la Justicia no es nada. Debe recordarse también que la Justicia emana del pueblo y éste no puede comprender muchas veces que los Tribunales, que sí se llaman de Justicia, decidan por motivos incomprensibles en contra de las exigencias de Justicia que a las buenas gentes les parecen imperativas.
Un caso sobre un problema de competencia puede aclarar lo dicho. Un extranjero amenazó de muerte a una mujer y a su hijo para que accediera a contraer un matrimonio de los llamados de conveniencia con el fin de adquirir la residencia o/y la nacionalidad española. La mujer se resistió, pero finalmente cedió ante la gravedad y la reiteración de las amenazas,. Después de la ceremonia cada cual siguió su camino, sin que existiera ninguna convivencia, pues el matrimonio no era querido por ninguno. Es un caso de simulación absoluta obtenida además por medio de amenazas de muerte. Un matrimonio semejante es nulo absolutamente. Pues bien, tiempo después, la mujer se querelló contra el extranjero y este fue condenado, estimándose probados los hechos por el tribunal del jurado. Se le impuso una pena de privación de libertad y se declaró nulo el matrimonio a petición de la mujer y del Ministerio Fiscal, tanto por la Audiencia de Córdoba, como por el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía. El reo recurrió en casación ante el Tribunal Supremo por considerar excesiva la pena. El Tribunal Supremo rechazó el recurso del delincuente, pero de oficio, esto es, sin que nadie se lo hubiera pedido, anuló la declaración de nulidad del matrimonio y remitió a la mujer a demandar al delincuente ante un tribunal civil. Según la sentencia del Tribunal Supremo (Ponente, Juan Saavedra), en contra de las sentencias muy bien fundamentadas de los tribunales inferiores, los jueces penales no son competentes para declarar la nulidad de un matrimonio. En mi opinión, coincidente con la de los Tribunales inferiores, el Tribunal Supremo se equivocó, porque las acciones civiles que nacen directamente de hechos constitutivos de delitos pueden ser juzgadas por los tribunales penales tanto si se refieren a daños, como a restitución de bienes, nulidad de contratos, declaración de filiación o matrimonios ilegales. Por otra parte, la Dirección General de los Registros y del Notariado no admite ni la celebración, ni la inscripción de los matrimonios de conveniencia, sin requerir una declaración de nulidad de un tribunal, pues son matrimonios nulos de pleno derecho. La sentencia del tribunal penal, que declaró la nulidad, hubiera sido más que suficiente para cancelar la inscripción de un matrimonio del que constaba plenamente la prueba de su nulidad. Lo peor del caso es que la decisión del Supremo no beneficiaba a nadie, salvo de momento al delincuente, e imponía a la mujer una carga desmedida e inútil para que un juez de lo civil volviera a pronunciar una nulidad incontestable. Desde ningún punto de vista se puede, a mi juicio, defender el criterio de esta sentencia del Supremo. Se apoyó en un prurito de formalismo. Hay jueces criticados por justicieros, en el sentido de poner por delante del Derecho sus sentimientos de justicia. Sentido, por cierto, distinto de justiciero del que ofrece la RAE en su Diccionario, donde se define como el que observa y hace observar estrictamente la justicia. Pero también cabe imaginar jueces a los que se les podría llamar kafkianos, por su prurito de servir a un Derecho mal entendido y quizá también mal sabido.
Moraleja menor: la competencia, como se ve, es una cosa muy seria que no tiene nada que ver con la Justicia y sobre la que se puede discrepar fácilmente. Moraleja mayor: sobresalir siempre ha sido peligroso y más en defensa de la democracia y en contra de la corrupción.
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